Caminar. Actividad motriz básica perfeccionable con la práctica. Instinto primario de movimiento que después se realiza de manera mecánica e inconsciente, casi por inercia. Según la primera ley de Newton, cualquier objeto necesita la intervención de un impulso para modificar su estado inicial, en caso contrario, el objeto permanecerá inalterado. Caminar es cuestión de voluntad, aunque a veces lo olvidemos.

El desplazamiento es motor de cambio, pero la vida moderna anhela estabilidad; rehuimos la incertidumbre y nos refugiamos en el gran protagonista del siglo xx: el sedentarismo. Las figuras errantes generan desconfianza porque son símbolos de lo incompleto, lo insuficiente, lo imperfecto; objeto o sujeto incapaz de echar raíces. Sin embargo, la aversión a lo nómada es reciente.

Como mamífero bípedo, el ser humano exploró el mundo a pie. Caminar erguido lo modificó anatómicamente: alargó sus extremidades inferiores, curvó su región lumbar y acotó su cadera. Su nueva constitución física le permitió recorrer mayores distancias e inició el peregrinaje como forma de vida. Fueron las grandes migraciones las que poblaron la tierra. Después, los grupos errantes descubrieron la agricultura y fundaron civilizaciones que florecieron y perecieron. Caminar es una actividad inherentemente humana, al igual que detenerse.

Fueron quizá los peripatéticos los primeros en asociar el pensar con el caminar. Luego, la corriente romántica vinculó la idea de libertad con la de movimiento. Para Rousseau, caminar fue un intento de volver al estado natural y reconciliarse con el origen; el andante buscaba aislarse de la sociedad. Para la mayoría de los filósofos, el caminar fue una herramienta utilizada para ordenar los pensamientos, pero no un tema digno de estudio.

A diferencia de los filósofos, los escritores plantearon un vínculo inquebrantable entre la caminata y la escritura. Ambas actividades comparten una característica primordial: el ritmo. “Los apologistas del paseo han enaltecido el acto de caminar al punto de convertirlo en una actividad con tintes literarios. […] se ha concebido la caminata como poética del pensamiento, preámbulo a la escritura, espacio de consulta con las musas”.1 Caminar no sólo forma parte del proceso creativo de los textos literarios, sino que el andante es protagonista en la literatura, desde las viejas epopeyas que centran su atención en el viaje y transformación de un héroe hasta los ensayos que cruzan ideas y divergen sus enfoques hacia distintas direcciones que se pierden.

En lo que respecta a la vida cotidiana, caminar ha perdido su encanto y ha cobrado relevancia. Al buscar la palabra en Internet, lo primero que aparece son imágenes de personas sonrientes que portan ropa deportiva; en segundo lugar, surge un amplio catálogo de páginas que enumeran los beneficios de ejercitarse. Practicar la caminata como deporte altera el ritmo cardiaco, agita la respiración y los pensamientos fluyen torrencialmente. El deseo de quemar un determinado número de calorías requiere alcanzar cierta velocidad, lo que impide mantener la uniformidad del movimiento y dificulta la ordenación o divagación del pensamiento. Ahora caminamos para preservar la salud o llegar a algún lugar, no porque lo disfrutemos.

Uno de los retos que enfrenta el andante moderno es la configuración espacial del mundo. El tiempo modifica el espacio, que es, por naturaleza, indefinido y multifacético. Es gracias a la intervención humana que un lugar queda definido, obtiene su significado y se le adjudica un uso específico. Los escenarios que frecuenta el andante contemporáneo distan de parecerse a los que recorrían Thoreau, Baudelaire o Benjamin en sus tiempos. El paisaje rural —natural, libre, desocupado— fue sustituido por el urbano —artificial, ordenado, ocupado—. Las ciudades son creaciones artificiales producto de la proyección de ideas y la materialización de los pensamientos.

Las grandes ciudades concentran las actividades comerciales e industriales en determinadas zonas, lo que obliga a las personas a recorrer grandes distancias como parte de su vida cotidiana. El deseo de optimizar recursos y evitar las prisas citadinas incentiva la creación de medios de transporte capaces de recorrer la mayor longitud en el menor tiempo, con el mayor número de usuarios posible. Autos, motos, camiones y bicicletas sustituyen cada vez más el uso de los pies. El cuerpo es visto como un organismo endeble, fútil y pasajero, mientras que una máquina es perdurable, transformable y eficaz. Realizar movimientos repetitivos adiestra la memoria muscular que mecaniza los pasos. Se puede manejar o pedalear con esfuerzo y sin pensar. Utilizar una máquina como medio de transporte merma la conexión entre el cuerpo y la mente, y abstrae al usuario de su materialidad.

Cuando se camina por voluntad y no por obligación, el desplazamiento permite avanzar al ritmo propio —recuperarlo o descubrirlo, según sea el caso—. Las suelas de los zapatos chocan contra las superficies de cemento y grava, el peso se desliza desde el talón hasta el metatarso y se repite el proceso alternando ambos pies. Los brazos oscilan en contraposición a las piernas para preservar el equilibrio. Los pies dejan de ser meras herramientas de transporte y ejercen una labor cartográfica. Inicia un proceso introspectivo.

La manera de caminar —firmeza, cadencia e intensidad del paso— de una persona, en su forma más pura, aporta indicios de su personalidad. A veces, incluso esboza una idea de su posible destino. No produce la misma impresión el continuo repiqueteo de unos tacones, las efusivas zancadas de unos tenis o el lento andar de unos mocasines. Al caminar por placer, despiertan los sentidos. Los ojos contemplan y toman notas en la memoria, los oídos escuchan atentos a cualquier sonido que capte su atención, la nariz percibe olores olvidados, las manos palpan texturas llamativas y los pies, consciente o inconscientemente, trazan la ruta a seguir.

Contrario a la idea rousseauniana, caminar en la ciudad es un acto compartido, aunque se realice en solitario. El espacio público carece de propietario, y la dualidad de ser de todos y de nadie nos obliga a aceptar un mínimo de derechos y obligaciones que faciliten la coexistencia. La división de la vía pública en banquetas y carriles confirma nuestra obsesión con el orden, pero que exista una determinada distribución no implica que se respete. Caminar permite reconciliarnos con la calle y nos ayuda a descifrarla.

Caminar también puede ser un acto político. La apropiación del espacio público es un acto de protesta, una presencia que busca visibilizar un problema y exigir su solución. Pero existe otra posibilidad más seductora, con la que fantasean el melancólico y el introvertido: caminar como prueba de la existencia. Caminar nunca es un acto pasivo. El andante puede ser más que un espectador, pero menos que un participante; una figura distante que observa y analiza, pero no modifica el espacio. Alguien que está siempre presente.

El paseo es vestigio de la añoranza de una vía de escape. Es un momento en que se detiene el tiempo, se invocan los anhelos futuros y se evocan las memorias pasadas. Andar permite tomar distancia del presente, contemplarlo y reflexionar. Durante el paseo, el andante deja de ser presa de lo fugaz y adopta el papel de coleccionista de los detalles ordinarios e imperceptibles que inexorablemente están destinados al olvido. Surge una necesidad de aprehender lo efímero e ínfimo de la vida.

Caminar nos obliga a poner los pies en la tierra, metafórica y literalmente. El andante cambia de lugar y recorre distancias, aunque también se detiene a mirar. En el momento en que pausa el movimiento, se percata de dos cosas: la primera, que ya está lejos de su punto de partida; la segunda, que los objetos distantes están cada vez más cerca. Ya no son meras siluetas y sombras, sino que son figuras que cobran sentido. Es entonces que avanzar le recuerda una verdad universal e inequívoca: todo termina.

El estatismo surge como negación de lo perecedero de la vida, de ahí que lo nómada cause temor. Un paseo es siempre un viaje de ida y vuelta, retorno irremediable al punto inicial, a veces, incluso a través de rutas ya transitadas. Permanecer inmóvil es un refugio, pero impide dejar huellas, y el olvido es otro de los grandes temores de la humanidad. Quizá la solución del  dilema entre avanzar o permanecer para lidiar con el ocaso de la vida es la que plantean Ulises Lima y Arturo Belano con su peculiar forma de caminar: “de espaldas, mirando un punto, pero alejándonos de él, en línea recta hacia lo desconocido”.2

 

Alberto Alcocer | @beco.mx

Alberto Alcocer | @beco.mx

 


1 Valeria Luiselli, Papeles falsos. Ciudad de México, Sexto Piso, 2010, p. 39.

2 Roberto Bolaño, Los detectives salvajes. Ciudad de México, Anagrama, 1998, p. 10.