A la mitad de la carrera, comprendí que un eje recorría la licenciatura que había estudiado (algunos deben haberlo notado desde el principio). Nada de lo que aprendería en el sexto, séptimo y octavo semestres sería nuevo. A partir de ese momento y durante los siguientes años, bastaría con que repitiera lo que ya sabía. Tendría que escuchar varias veces lo que ya había escuchado.

Las clases siguientes fueron un compendio de casos que se resumían en dos palabras: incentivos, instituciones, incentivos, instituciones, incentivos, instituciones… Por ese entonces, empezaron a divertirme los detalles de cada ejemplo; me entretuve con las minucias de los casos, cuando el eje de la carrera se me volvió un machote que debía transcribir en cada examen; y tenía que soportar a cada profesor. “Parece que sí podré graduarme del ITAM”, pensé con alivio, mientras echaba de menos el desafío de los primeros años.

Al final de un pasillo que casi nadie recorre, está el cubículo de Opción. Algunos deben haberlo notado desde el principio, yo lo encontré a la mitad de la carrera. Nómadas, jazz, el infierno y las utopías, la lengua francesa, los sesentas, el feminismo… “A partir de ahora leeré lo que no había leído antes”, pensé.

No se puede decir que el conocimiento que uno necesita se satisface con una tira de materias, lo sé porque hace seis o siete años terminé con ella y, hasta ahora, no me he cansado de confirmar que uno puede —y debe— responder a la misma pregunta con diferentes premisas, teorías, disciplinas, sentimientos, ideas, experiencias… Hay que hacerse de opciones, un enfoque no basta.

Hay quien se aferra a pensar siempre del mismo modo —existen los machotes mentales, pero se quedan cortos—, y hay quien se aferra a pensar, pensar cómo piensa, pensar otras cosas… Por eso, la revista sale de su oficina y circula por los pasillos de la universidad, como una Opción para quien quiera tomarla.

200 números son 200 opciones.