Está sentado frente a su computadora. La taza de café humea al costado de su mano. Lucero prepara huevos con nopales en la cocina. El camión del gas recorre la calle a la que da la ventana del cuarto. “¡El gaaas! ¡Gas Oriente! ¡Atención y servicio!”, una grabación gutural, algo tétrica, salpica su distinguida promoción sobre los muros de toda la colonia.

Jesús se rasca el codo con un placer casi perverso. Procura fijar toda su atención en las páginas del monitor. De arriba hacia abajo, desgaja línea por línea. Veintiún. Veintiún. Veintiún. Veintiún. Clic, clic. Añade justificación. Desliza el mouse sobre un acolchonado paisaje de la base aeronaval de San Diego, California. Copiar, pegar. Adiciona detalles en errores distintivos. Clic. Conoce el movimiento como quien mete y saca el clutch al conducir. Lucero grita, moviendo la pala en el sartén, para avisarle que el desayuno está listo.

Siempre pasa lo mismo. Ella grita: “¡Chucho!”, y el responde: “¡Voy!”.

En la mesa, ella habla sin parar. Pica con el tenedor sus huevos revueltos. Jesús la escucha con una soberbia sonrisa y levanta sus escasas cejas mientras da sorbitos a su segunda taza de café. Lucero le cuenta que irá a ver a su madre a Zacatlán, a unas horas de Puebla. Ni siquiera intenta invitarlo; sabe que su respuesta será una negativa rotunda. Su esposo desprecia Zacatlán, ya que todo en aquel municipio representa a la familia de Lucero. Sus padres piensan que su hija vive secuestrada por un loco amargado, de costumbres ridículas, que lo único que ha hecho por la familia es actualizar un antivirus. Visitar la Sierra Norte resulta un dolor de cabeza para Jesús. “¡El Pachis ya está bien grandote!”, continua Lucero, “ya ves cómo es mi hermano”. “Sí, pues voy a verlos un rato. Voy a quedarme con el Pachis en la casa”, finaliza, tirando las migajas de huevo en el bote de basura.

Jesús lava los trastes. Lucero caga mientras el agua de la regadera se calienta.

Arrellanado en su silla, otra vez frente a la máquina, Jesús abre el programa que él mismo diseñó para corregir el error gramatical que lo mantiene ocupado casi todos los días. El programa busca la palabra veintiún en todos los artículos de Wikipedia. A sus espaldas, una cobija que roza con el suelo. La cama destendida. Encima de la pared, una mancha de humedad que simula un mapa indescifrable.

La primera corrección está registrada en el dos mil siete. La cuenta fue creada en el mes de abril. Su nombre de usuario es Sephiroth83. No se puso Jesus83; naturalmente, los extranjeros no lograrían comprender que ése era su nombre verdadero, que en ciertos sitios del mundo las personas le ponen a los recién nacidos el nombre del hijo de Dios. En fin, un año después, febrero del dos mil ocho, Jesús escribió un ensayo de más de dieciséis mil palabras para explicar la gravedad del error, una especie de manifiesto práctico acerca del lenguaje. Del error en la oración, salta a hablar de matemáticas; luego, de lingüística; incluso da, en ciertos párrafos, hasta sus opiniones políticas. Menciona a Denis Diderot y enumera los capítulos de un libro de Francisco Rebolledo. Compara la historia de la humanidad usando escenas de Final Fantasy. Pero el meollo del asunto es esta cita de la rae: “Los numerales compuestos que contienen el numeral simple uno, una concuerdan en género con el sustantivo al que determinan cuando lo preceden inmediatamente, por eso debe decirse veintiuna personas, treinta y una toneladas (y no *veintiún personas, *treinta y un toneladas). [Para los casos de apócope, véase Veintiuna personas, veintiuno por ciento en esta misma sección]”. El ensayo termina con una oda casi literaria en honor a los fundadores de lo que él llama “el más majestuoso sitio de Internet”.

Lucero se seca el pelo frente a su gemela del espejo. Se sube los pantalones como si estuviera marchando: dobla la pierna izquierda y luego la derecha. Un saltito al final, para abrochar el botón. Se cepilla el lacio cabello que cae sobre sus hombros. Le dice a Jesús que se cuide, que regresará en dos días. “Mira, ¿cómo ves al Pachis?”, le muestra en el celular una foto de su sobrinito disfrazado de minion. “Un buda bebé metido en una bolsa de Cheetos”, piensa Jesús, dándole el avión. “Que no se te olvide tirar la basura”, sigue. Le recuerda la comida que quedó en el refrigerador. Que si mea, limpie la tasa. Y le da un beso de piquito, un beso de adultos. La puerta se cierra.

Jesús era un tipo alto e inteligente, muy singular para la época que le tocó vivir. Egresado de la carrera de Informática en la Benemérita Universidad de su estado. Sabía muchísimo de computación, hablaba inglés admirablemente y era aficionado a los videojuegos y al anime japonés. Rara cosa para su edad, coleccionaba figuritas de aviones de guerra y conocía detalles minuciosos sobre asesinos en serie. Era heredero de la conciencia de clase marxista, por parte de su padre, y del gusto por las matemáticas y las ciencias exactas, por la de su madre.

Abajo de la casa donde vivían Lucero y él había un local que administraban juntos, el cual, los miércoles y viernes, era atendido por la hermana menor de su esposa, quien ese semestre estudiaba Derecho en horario matutino. También les ayudaban otras dos chicas, a quienes se les veía todo el santo día masticando el mismo chicle. Una papelería con diez computadoras, eso era el negocio.

Sin embargo, lo que hacía de Jesús un sujeto verdaderamente extraordinario era que todos los días corregía la misma cosa: veintiún por veintiuna. Cuatro horas diarias, sin falta. Usuarios de todas partes del mundo cometían el mismo desliz y Jesús lo reparaba. España, Chile, Argentina, México… cualquier lugar. Sephiroth83 estaba entre los mil usuarios más activos de Wikipedia en todo el mundo. Si no estaba concentrado en corregir el uso erróneo de veintiún, dedicaba sus ratos libres a traducir artículos, agregar información, sancionar textos nuevos por la falta de bibliografía… Por decir algo, el artículo en español de los Sukhoi ­—aviones de guerra rusos— era de su completa autoría; añadió el nombre de un escritor poblano de ciencia ficción que nadie conocía —ciertos enemigos conspiraban con que todo eso era un invento suyo—; la traducción de “Koji Kondo” al español; un destacado artículo sobre una banda de delincuentes poblanos de los años setenta apodados Los Pitufos, entre un sinfín de contribuciones que lo colocaban en el honorable ranking de los mil. Su peculiar personalidad en la enciclopedia más grande de la historia comenzaba a cobrar fama en importantes foros de Internet. Otros miembros de Wikipedia se burlaban de él, pues les parecía exagerado, neurótico y admirablemente obsesivo.

Se dio una pausa para ponerse a hojear un libro de José Agustín que acababa de comprar en una librería de viejo. Se lavó los dientes y se miró en el espejo; su calvicie le pareció más severa que la semana anterior, rezongó en silencio. Orinó, se sonó la nariz y, con el mismo papel, limpió el borde de la tasa. Dedicó una hora más a Wikipedia. Clic tras clic. Embarcado en su obstinada manía. Se masturbó antes de apagar la máquina.

Mientras se levantaba, sintió curiosidad por echar un vistazo a la comida que Lucero le había dejado en el refrigerador. Al abrirlo, encontró una torre de tóperesde varios colores fluorescentes a punto de desplomarse. Con facilidad, se podrían caer todos en hilera. Sólo mantenía el equilibrio, con su peso, una bolsa de huevos colocada en la parte superior de la frágil columna. Empujó el conjunto con cuidado y tomó de una esquina el bote azul de crema Alpura que reusaban para guardar guisados. Olió la tinga de pollo al destapar el recipiente de plástico. “Todavía está buena”, pensó. No olía tan mal, pero, aún sin hambre, salió de la cocina rumbo a la calle. El sol entraba por el ventanal como una discreta caricia.

Decidió ir de una vez por todas por su computadora portátil, que estaba siendo reparada por uno de los pocos técnicos que consideraba aptos para la tarea de armar y desarmar computadoras, quien vivía a menos de medio kilómetro de donde se encontraba. Ese técnico se llamaba Gerardo y había sido su compañero en la Universidad; un sujeto con el que compartió, un par de décadas atrás, largas conversaciones sobre un amor en común y dos o tres paseos memorables. Sin embargo, no lo llamaba su amigo, prefería catalogarlo como “un conocido”. Algo de ese tipo le molestaba, probablemente la competencia entre sus negocios, su falta de curiosidad o algo que nunca descubriremos en este relato. Se preparaba para el encuentro mientras metía la llave para cerrar la puerta. Al figurarse frente a “su conocido”, nuevamente entrometido en aquellos tiernos recuerdos, le dieron unas ganas desesperadas de correr de vuelta a su soberana soledad.

Jesús bajó las polvosas escaleras que conducían a su local. Saludó a su cuñada y a las dos chicas con cierta frialdad. Verificó que todo se encontrara en orden. De paso, atendió a un estudiante que, con cara de puchero, solicitaba las copias del profesor Lupillo Arizmendi. “Derecho Romano Dos”, dijo el estudiante de tez cadavérica con respiritos de queja.

La papelería estaba localizada en la colonia San Manuel, llena de pensiones para estudiantes, letreros de “se renta cuarto para señoritas”, puestos de comida a media banqueta —tacos árabes, molotes, cemitas, chalupas—, profesores derrotados, jovencitos que reían por cualquier estupidez como antiguas geishas, sociólogos con rastas y lentes de sol que apestaban a mariguana panteonera… Una colonia que navegaba entre ciclos. Generaciones de estudiantes entraban y salían como habitantes de una estación temporal. Cinco años de las mismas caras; luego, otras, pero siempre de la misma edad. “¡Súbale, súbale, bulevar, capu!”, se oyó desde la avenida, mientras una estudiante, con una escalofriante timidez, solicitaba también las copias del profesor Lupillo. “Te encargo el changarro”, le dijo con firmeza a su cuñada. La otra empleada revisaba su celular recargada en la fotocopiadora. De sus labios, sin ver a los ojos a su nuevo interlocutor, salió la frase: “¿Va a imprimir? La cuatro…”.

Era casi el mediodía cuando salió del negocio. Hacía un día bello de veras, limpio y despejado. La señora del puesto de molotes barría con cloro la banqueta. Garnacha, cloro y salsa roja… el olor de la colonia San Manuel. Jesús llevaba una mano en el bolsillo y caminaba viendo la línea amarilla de la banqueta. Con bocinas y micrófono, un anciano cantaba una canción de Álvaro Carillo en la entrada de la facultad. Se detuvo, le costaba trabajo creer que ese viejito llevara tantos años cantando la misma canción. Nadie parecía oír al deprimente anciano. Sólo un güerito —del que no se podía saber si era extranjero o uno de los pocos burguesillos que acababan estudiando en la buap— oía con detalle al cantante. Jesús se apartó y dio vuelta en la siguiente esquina. “Pinches güeritos pendejos”, masculló.

Al llegar a su destino, Gerardo mataba el tiempo con su celular, apoyado en el mostrador. Cuando notó la presencia de su viejo compañero de clases, se dirigió a él con mucha emoción para explicarle que ya estaba lista la Mac y resuelto el problema del teclado que no funcionaba. Era un tipo chaparro, con una cabeza enorme, que se peinaba con mucho gel. Al minuto, volvió con la computadora portátil. “¡Quedó como nueva! ¡Chécala, chécala!”, le sonrió a Jesús. El local era muy similar al suyo, pero éste contaba, además de las fotocopiadoras, con renta de videojuegos. Miró en torno mientras Gerardo comentaba sus pronósticos del clima. “¡Con ye te lo robas!”, le dijo una chica a su novio mientras jugaban Grand Theft Auto IV. Jesús le entregó el dinero acordado y se despidió con una extraña mezcla de náuseas y satisfacción.

Cuando llegó a su negocio, apenas saludó a sus empleadas. Subió las salomónicas escaleras. Imaginaba su escritorio como el tablero de instrumentos de un avión de guerra. Sentado en la silla de siempre, movió el mouse y el monitor volvió a cobrar vida. Encontró una sorpresa al revisar la bandeja de entrada de su correo: López Díaz, el famoso locutor de radio, lo quería entrevistar en su programa. “¡Ah, cabrón! ¿López Díaz? ¡A Lucero le va a dar gusto!”, pensó. En otro mail, un desconocido le mentaba la madre con verbos puntiagudos en dialecto chileno… un enemigo más. Después, dedicó unas horas más al obsesivo veintiún, aferrándose a él como si lo hiciera con los dientes para no soltar una presa.

Dieron las cinco. Tendría que cubrir el negocio hasta las nueve. “¿Se cobra?”, le dijo un joven con peinado de mango chupado. “¿A cuál impresora lo mando?”, pregunto otro desde la máquina dos, pero Jesús no le contestó. Le dio la impresión de que esas voces eran las mismas de siempre y una oleada de repugnancia se le enroscó en la mandíbula. Al otro lado de la avenida, el sol golpeaba a una edecán que promovía una bebida sabor cilantro. Siguió sin responder a ninguno de los clientes que le hablaban, con los ojos desorbitados, demasiado abiertos, y un cansancio casi placentero. “¡¿A cuál impresora lo mando?!”. Repitió la misma respuesta de siempre.

Anocheció. Jesús cerró el negocio y la soledad lo turbó por un momento. Tenía un hambre que lo embrutecía y lo primero que hizo al volver al piso de arriba fue buscar comida en el refrigerador. Sintió frío. Los ojos le picaban de tanto cansancio. Veintiún. Veintiún. Veintiún. La luz le alumbró el rostro como la teatralización de una idea. De súbito, la bolsa de huevos resbaló, llevando consigo la columna de tóperes. Se asustó por un instante. La tinga se desparramó y el rostro de la vaca del bote de crema Alpura parecía pedir auxilio. Un charco rojizo se extendió, arruinando todo en su camino. La sangre le galopaba en medio de esa obscuridad en que sólo resplandecía una luz helada. Se interrumpió y miró su entorno, al borde de un abismo poco frecuente. Callaron sus pensamientos. Avergonzado, fue por la cubeta. No le quedó más remedio que trapear hasta que todo quedara limpio.