Por lo común, el que una orquesta importante presente una obra poco conocida o muy contemporánea durante una gira internacional supone que se trata de algo significativo. Cuando la Filarmónica de Berlín eligió a Simon Rattle como su titular en 2002, el nuevo director llevó por todo el mundo una de las composiciones más provocadoras de la última década del siglo XX: Asyla (1997), creación del británico Thomas Adès. En el caso de Gustavo Dudamel —al frente de la Filarmónica de Los Ángeles desde hace ya diez años—, esa gran obra fue Sustain (2017), del estadounidense Andrew Miller. En México, el pasado 12 de noviembre en el Palacio de Bellas Artes, Sustain entró en nuestro repertorio.

Es política de la Filarmónica de Los Ángeles promover la música contemporánea y es un acierto que sea de tan buena factura. En el programa de mano el autor señala que Sustain fue ideada en diez capas de masa sonora que, interpuestas y desarrolladas de manera cada vez más agresiva, tenían el objetivo de expresar la relación entre el ser humano y su entorno. Es difícil, en verdad, aseverar esto último. En todo caso, Sustain se encuentra en la mejor tradición de la música totalmente abstracta. Pensemos en las Variaciones para Orquesta, Op. 31 (1927) de Arnold Schönberg, o en las Variaciones para Orquesta (1954-1955) de Elliott Carter.

La música en Sustain pasa de atmosférica a expresar una marea de progresivas agresividades (terroríficas por momentos, como el deslumbrante terror experimentado ante un sismo, si se pudiera hacer un símil naturalista). Casi al final de la obra la orquesta estalla en una asombrosa cacofonía y sólo quedan dos pianos —en ambos extremos de la escena— que tocan muy en el estilo de Olivier Messiaen. Dos percusionistas tallan unas estructuras de madera y la música comienza a disolverse hasta llegar a un doble armónico de cuerdas casi imperceptible al oído humano. Tal es la calidad de Sustain que la Deutsche Grammophon la puso en su catálogo inmediatamente.

Al término de Sustain el público del Palacio de Bellas Artes no salía de su azoro. Había quienes estaban pálidos de asombro ante lo que habían visto y escuchado, pero también los que en su interior imploraban el regreso de sus entradas.

Para la segunda parte de ese primer concierto se programó la Cuarta sinfonía (1874) —Romántica— de Anton Bruckner. Hay que decirlo con toda claridad, la expectativa respecto a la ejecución de Dudamel con un repertorio así no era muy alta. Bruckner está más en la línea de su némesis berlinés, el director Christian Thielemann, quien es el experto actual no sólo en Bruckner, sino también en Johannes Brahms, Robert Schumann, Richard Strauss y Hans Pfitzner, esto es, la gran tradición germánica. A Dudamel se le identifica más con el repertorio latinoamericano y con Gustav Mahler, de quien dirigió una referencial Primera sinfonía (1888) justo hace una década, cuando iniciaba sus funciones al frente de la Filarmónica de Los Ángeles.

Los temores parecían corporeizarse. El inicio de la sinfonía de Bruckner fue de lo más errático que hayamos podido ver en Bellas Artes durante 2019. Los cornos cometían falla tras falla. Todo parecía demostrar que la versión sería un desastre. ¿Nerviosismo? Es posible. Ahí es donde entra el talante de los directores. Dudamel tomó con profesionalismo la situación y llevó a los músicos a donde él quiso. En el primer clímax de la obra, aquel en el que se interpreta un etéreo coral de metales, Dudamel ya había regresado la orquesta a su sitio. A partir de ahí tuvimos a un Bruckner que, es cierto, no se hallaba envuelto en ese halo religioso propio de la batuta de un Celibidache, pero sí pudo apreciarse una veta de transparencia que permitió que sintiéramos al austriaco muy cercano a nosotros: aquel hombre sencillo que pasaba las tardes en los parques y tabernas de Linz.

De entre todos los músicos hubo uno en particular que merece destacarse: Joseph Pereira, el timbalista principal de la orquesta desde el 2007. Su técnica alemana —con el golpe de baqueta ladeado, enérgico, firme y sin movimiento corpóreo— hizo lucir cabalmente la música de Bruckner. Pereira es un intérprete en la línea de Wieland Welzel y Rainer Seegers, los timbalistas principales de la Filarmónica de Berlín. El final fue muy bien trabajado y nos quedamos con una interpretación de la Cuarta de Bruckner para la memoria, como sucedió con la ejecución de Kurt Masur y la Filarmónica de Nueva York en la Sala Nezahualcóyotl en 2001. Sin embargo, tras muchos vivas y aplausos, no hubo propinas. Dudamel hizo una señal de descanso y todo terminó ahí. Aunque, después de Bruckner, ¿qué queda por escuchar?

El segundo concierto, el del 13 de noviembre, inició con Teének, invenciones de territorio (2018), una obra de la compositora mexicana contemporánea Gabriela Ortiz. Teének —nombre alusivo a un vocablo huasteco que evoca la identidad es una composición para gran orquesta en la que se confunden fuertes acentos rítmicos con acentos propios de la música urbana, vernácula y popular. Su estructura hace recordar otra partitura de Gabriela Ortiz, Antrópolis (2018), en la que los tiempos marcados e incisivos se entremezclan con música de jolgorio.

Después de Teének se ejecutó una obra del estadounidense John Adams, por cierto, uno de los residentes de la orquesta angelina y de la Filarmónica de Berlín durante la última etapa de la era Rattle. El concierto para piano de Adams —titulado Must the Devil Have All the Good Tunes? (2018)— tuvo el atractivo adicional de ser interpretado por una de las pianistas del momento, Yuya Wang. Cabe añadir que en esta pieza se advierte una clara influencia de la música de Béla Bartók y del mundo noir de los suburbios citadinos. No es extraño que una de las creaciones de John Adams se llame precisamente City Noir (2009) y que, con ella, iniciara la era Dudamel en Los Ángeles.

Yuya Wang interpretó los tres movimientos de manera impecable y sin errores. Sin embargo, ahí es donde radica su debilidad. No supimos qué ocurrió con ese mundo oscuro y periférico que sugiere la composición. Fue tan perfecta la interpretación que no hubo espacio para matices o lecturas. Al concluir con Adams, Wang tocó dos de sus encores predilectos: la Melodía de la ópera Orfeo y Eurídice (1762), de Christoph Willibald Gluck, y el Precipitato de la Séptima Sonata en si mayor,Op. 83(1942), de Serguei Prokófiev.

El Gluck de Yuya Wang fue emotivo e impecable y contradice los comentarios sobre su técnica mecánica. Pero, si es capaz de lograr tal musicalidad, ¿por qué vuelve a la frialdad en el momento de interpretar a Prokófiev? Igual que con Adams, todo es perfecto. No hay errores ni notas falsas. De una sonata hecha en plena Segunda Guerra Mundial, con todo lo que ello implica, no escuchamos nada.

Para la segunda parte, Dudamel tenía frente a sí la partitura de la Consagración de la primavera (1913), de Igor Stravinsky. El comienzo algo precipitado quizá se debió al cansancio natural de la orquesta o a que es una obra de repertorio. El verdadero inicio no fue sino hasta la segunda parte, “El sacrificio”, cuando se escuchó ese casi sonido pedal que controló Dudamel tan majestuosamente. A partir de ahí, explosión tras explosión, el director logró que sus músicos recondujeran la interpretación. La huella latina que el venezolano le había dado a la Sinfónica Simón Bolívar ya se dejaba ver en la orquesta angelina. Con acentos muy personales, el espacio fue transformado ante la delirante lectura de Dudamel. Y no menos delirante fue el aplauso del público que obligó al director a conceder un inesperado encore: La campana de la libertad (1893), de John Philip Sousa. Hay que decirlo con toda claridad: Dudamel está en su elemento con repertorios así. Un ejemplo de ello fue cuando en 2018 dirigió —también en nuestro país— la polca rápida Alegría de invierno, Op. 121, de Josef Strauss, con la Filarmónica de Viena. ¿A qué apunta este comentario? Al espíritu infantil que vive en nuestro director, para quien la música es un medio de convivencia que él ofrenda a su público, sin importarle la crítica esnobista o burlona de los que quisieran erradicar la alegría sencilla de los repertorios sinfónicos. Por cierto, la marcha de Sousa ha acompañado las tomas de posesión de los últimos presidentes de Estados Unidos, y es una delicia escucharla interpretada por una orquesta como la de Los Ángeles.

Para el tercer concierto, el del 14 de noviembre en el Auditorio Nacional, la expectativa era distinta. La música de John Williams era lo más atractivo del repertorio y la publicidad así lo resaltaba, con un Dudamel con una espada láser en señal de dirección. A principios de 2019 la Filarmónica de Los Ángeles había hecho un homenaje a John Williams que se tradujo en la grabación de una antología que Deutsche Grammophon publicó en un álbum doble. Cuando llegó la hora de la Marcha imperial (1980) y se vio a Dudamel portar su espada los ánimos en el Auditorio Nacional se hallaban desbordados. Aun así, hay que resaltar la seriedad con la que el director abordó este tipo de repertorio. En lo personal no veo que Dudamel se sienta obligado a hacer estas interpretaciones, o que difundir música así sea una forma de ganar dinero; simplemente dirige música que es del gusto del público mayoritario y lo hace de la mejor forma posible. De todo el set Williams que se tocó, lo más logrado fue el tema principal de Jurassic Park (1993). No por casualidad está en la propia página oficial del sello amarillo. Nuevamente, la interacción Joseph Pereira – Gustavo Dudamel fue perceptible. Que quede eso en la memoria.

“¡Viva Venezuela libre!”, fue el grito que se lanzó espontáneamente al ver que los ejecutantes de la Fuga con pajarillo (2003), de Aldemaro Ramírez, eran jóvenes venezolanos. Más allá del tema político que esto implica, lo que sí es cierto es que, tras las últimas crisis en aquella nación, la diáspora de talento venezolano es un hecho, con las consecuencias dolorosas que ello implica para los que huyen y para los que no pueden hacerlo al estar atrapados en una tiranía.

Hace veinte años, en septiembre de 1999, había sido la última visita de la Filarmónica de Los Ángeles a México. En aquella oportunidad la dirigió el entonces titular de la orquesta, el finés Esa-Pekka Salonen. Con obras de Revueltas (La noche de los mayas), Bernstein (Danzas sinfónicas del West Side Story), Bach (Toccata y Fuga en re menor, en orquestación de Leopold Stokowski) y de Mahler (El titán), el público mexicano pudo reconocer, en sendos conciertos, la calidad de esta centenaria orquesta estadounidense. De aquella ocasión quisiera destacar la memorable ejecución de la Fantasía y fuga en do menor para órgano, bwv 537 (1708), de Johann Sebastian Bach, cuya orquestación estuvo a cargo de Sir Eduard Elgar (1921-1922). Es importante mencionar que Elgar no escogió la obra al azar, su elección respondió más bien a que deseaba hacer un gesto simbólico de paz con los alemanes tras la Primera Guerra Mundial. Elgar se encargaría de la Fantasía, en tanto que Richard Strauss se enfocaría en la Fuga. Como al final Strauss no participó en la orquestación de la Fuga, fue el propio Elgar quien trabajó en la obra completa. El resultado es un portento pleno de dramatismo. Su hermana gemela sería la orquestación que hiciera, en 1937, Carlos Chávez de la Chacona en mi menor, Buxwv 160 (c. 1700), de Dietrich Buxtehude, originalmente compuesta para órgano. Aquella versión de Salonen sobrepasó los límites de lo glorioso y está registrado en un disco del sello Sony.

Cual historia literaria, veinte años después, los filarmónicos angelinos regresaron a poner su impronta en nuestro medio musical. Esperemos no escribir hasta 2039 la próxima reseña.