“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, reza el punto 5.6 del Tractactus de Wittgenstein. Estos límites se pueden analizar desde tres puntos de vista: epistemológico, expresivo y de cosmovisión. En primera instancia, se identifica una distinción casi kantiana entre lo que es mi mundo, lo que puedo conocer y aquello que queda fuera de mi alcance por mis propias limitaciones, pues lo nouménico existirá independientemente de mi experiencia, y, por lo tanto, ignoraré por completo esa dimensión.

Pero las limitaciones no son sólo epistemológicas, también son enunciativas, a manera de expresión. Un ejemplo de ello son las palabras “ambos” y both en inglés, dos formas con las que es posible referirse a dos objetos. Cuando se nos pregunta qué color nos gusta más, si el azul o el rojo, es factible decir: “Me gustan ambos”. Aunque si preferimos tres al mismo tiempo —azul, rojo o verde, por ejemplo—, no hay manera de señalarlo sin hacer alusión a todo el conjunto; es decir, no existe una expresión como: “Me gustan tri-ambos”. Sin embargo, hay locuciones que, en algunas lenguas y culturas, sí se refieren a tres objetos: alguien puede afirmar que le gustan los tres colores sin decir “todos ellos”.

Más allá de lo epistemológico y expresivo, hay una limitación que involucra a la cosmovisión. Para griegos y latinos el lenguaje —glossa y lingua, respectivamente— es es el órgano que está inserto en la boca: la lengua. El término equivalente en alemán es sprache, que a su vez deriva de sprechen, que significa habla.

Para los tojolabales, un grupo nativo de México, el lenguaje no se agota en lo ya mencionado, pues se divide en dos nociones: el ‘ab’al y el k’umal. La primera alude a la palabra escuchada, mientras que la segunda refiere a la palabra hablada.1

Es decir, los tojolabales dan mayor preponderancia al acto de escuchar que los occidentales promedio. Basta con buscar “escuchar” y “hablar” en el diccionario para percatarse de la importancia que la tradición occidental le ha dado a ambos términos. En contraste con el alemán, el latín y el griego, el tojolabal no pone énfasis en la producción del lenguaje, sino que más bien se enfoca en el acto de escuchar. Esta radical diferencia ha sido documentada por el lingüista Carlos Lenkersdorf, quien escribió:

Ustedes son los primeros que vienen con nosotros para aprender de nosotros. Aquí todos los que vengan quieren enseñarnos como si no supiéramos nada. Son maestros, médicos, funcionarios, políticos, extensionistas. Todos nos quieren enseñar.2

Para los occidentales la lengua parece ser sólo una herramienta más que les permite aislarse de todo el mundo y producir interminablemente. No obstante, los tojolabales nos muestran que el lenguaje ofrece la posibilidad de “entrar”, en menor o mayor medida, en la mente del otro y saber qué es lo que piensa, pero sólo se logrará en tanto nos pongamos en el mismo suelo, parejos, pues escuchar lleva necesariamente al diálogo y, a su vez, al entendimiento entre consciencias distintas por naturaleza.

Borges dijo que el lenguaje “es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten”. Pero podemos ir más allá: también presupone un futuro al cual los interlocutores aspiran. En este sentido, los hablantes deberíamos tener —algunos más, otros menos— el mismo ideal de comunidad y, en consecuencia, de lenguaje.

No se trata, entonces, solamente de añadir una palabra que corresponda al ‘ab’al tojolabal, sino de un cambio de cosmovisión o, como Lenkersdorf lo enuncia, de cosmoaudición. Se tiene que estar dispuesto a callar lo propio y escuchar lo ajeno, porque, en último término, esto lo que más nos hace crecer.

A partir de esto, más que límites el lenguaje muestra sus potencialidades. Es decir, cada lenguaje fomenta ciertos aspectos y rechaza otros. Éstas son las limitaciones expresivas señaladas con anterioridad, como, por ejemplo, que se pondere cierta estructura gramatical o que se tengan ciertas palabras de difícil traducción. Un ejemplo muy popular de esto último es la palabra japonesa komorebi, que significa “luz que pasa a través de las hojas de los árboles”. ¿Por qué no existe una palabra así en español? ¿No es perfectamente válido añadirla o introducir una similar a nuestro vocabulario para describir este aspecto de la realidad? ¿Acaso su omisión no es una limitación epistemológica? ¿Cómo podría hablar de ello? Cuando en español se necesita una frase muy extensa para enunciar un fenómeno así, es obvio que no es algo tan importante para los hispanohablantes, porque de otra manera habría una palabra que lo designara para hacer más eficiente la comunicación.

Incluso así, ésta no es una limitación que nos impida conocer la noción de komorebi de algún otro modo. Seguramente la mayoría de las personas ha presenciado el fenómeno al que se refiere, pero la comunidad en la cual se desenvuelven los sujetos cognoscentes no fomenta que ellos hagan énfasis en ese aspecto de la realidad; y ésa es la cuestión.

Es justo el contacto con otras culturas y lenguas lo que nos permite notar las carencias propias: “la luz que pasa a través de las hojas de los árboles” jamás habría sido lo suficientemente significativa como para ser sustantivada. Pero sería válido hacerlo en caso de que la comunidad hispanoparlante lo considerara relevante, como ha sucedido con numerosos neologismos (sándwich y tuit, entre otros).

Estas incorporaciones a la lengua común son válidas por la frecuencia de uso y por el significado que tienen. Sin embargo, cabría hacerse la pregunta de si no son otras expresiones (‘ab’al, por ejemplo) las que necesitan ser añadidas al habla cotidiana, puesto que el lenguaje nutre la cosmovisión, determina las formas preponderantes y los significados que serán ensalzados y, a su vez, apunta hacia donde los sujetos querrán dirigirse para conocer y saber. Es decir, en último término, establecer cuáles queremos que sean las potencialidades de nuestro lenguaje, qué partes de la realidad deseamos acentuar. ¿Queremos preponderar la producción infinita de palabras, aunque no haya nadie para escucharlas? ¿O queremos sabernos y colocarnos, sobre todo, como receptores, y entender que los otros también lo son?

 


1 Para más al respecto, consultar Carlos Lenkersdorf, Aprender a escuchar. Enseñanzas maya-tojolabales. Ciudad de México, Plaza y Valdés, 2008.

2 Carlos Lenkersdorf, op cit., p. 14.