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La ciencia ficción siempre ha sido, entre otras cosas, una forma de corroborar que, aunque la tecnología evolucione hacia límites insospechados, los problemas intrínsecos de los seres humanos seguirán ahí, royéndonos la conciencia: de dónde venimos, hacia dónde vamos, por qué nos sentimos tan solos, si acaso tiene alguna razón nuestra existencia…

Los hologramas no hacen compañía es el título de un libro de cuentos del argentino Gonzalo Gossweiler, publicado por China Editora, en Buenos Aires, en 2019. Son relatos de la ciencia ficción más clásica: lejos de los escenarios distópicos tan frecuentes en nuestros días, las breves piezas de Gossweiler —en la línea de Asimov, Bradbury y otros baluartes del género— proponen viajes espaciales, dilemas éticos entre humanos y seres de diferentes especies y otras tramas complejas tras una aparente simplicidad.
hologramas
Ninguno de los cuentos se titula como el libro. De hecho, la frase “los hologramas no hacen compañía” ni siquiera está incluida en alguno de los textos. Pero, sin duda, el título condensa una de las claves de estas historias, en muchas de las cuales aparecen hologramas: proyecciones tridimensionales logradas a partir de pura luz y empleadas para múltiples fines. Al comienzo del cuento “Despedida”, desarrollado en un aeropuerto, el narrador explica:

Cada grupo de pasajeros camina guiado por una azafata holográfica, una mujer de pelo corto y uniforme bordó que se clona infinitas veces. Otra copia más se proyecta frente a uno de los escáneres biométricos, hace una reverencia a los recién llegados y sonríe con dientes perfectos

En otros relatos los personajes ven “la holo” (una versión futurista de la tele), usan la “guristo” (un aparato que se ajusta en la muñeca como un reloj y que, al encenderse, despliega una esfera holográfica sobre el brazo) y ven en el cielo “drones comerciales envueltos en hologramas publicitarios: uno con forma de cocodrilo nada en el aire para más tarde explotar como papel picado y crear unos zapatos de diseño retro”.

Aunque todo sea espectacular, la narradora de “Vientos de Venus” marca los límites: “Es todo tan claro que parece una película, pero no me engaña. Ningún holograma es tan real”. Me pregunto, entonces:  si los hologramas fueran más “reales” (o si la percepción fuera más inocente o crédula), ¿qué? ¿Acaso harían compañía? ¿Se trata de una cuestión de grado? En última instancia, persiste el cuestionamiento filosófico de siempre: ¿en qué consiste ser real? ¿Qué es la realidad?

 

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Uno de los pasajes de la literatura que más entrañablemente retratan la soledad se encuentra en Los sorias, la monumental novela de Alberto Laiseca publicada a finales del siglo XX. Se nos cuenta allí que unos científicos habían desarrollado potentes reproductores de holografías y que la gente podía comprar casetes con grabaciones para luego generar los hologramas en su casa o donde quisiera. Como no podía ser de otra manera, las más vendidas eran las pornográficas.

“Pero no eran las únicas —dice el narrador—. Un solitario, por ejemplo, pagó una filmación para tener alguien con quien tomar mate. Durante cuarenta minutos una falsa mujer preparaba falsos mates en un falso fuego. Ya listos, se ‘sentaba’ en una silla verdadera (por especial pedido del cliente); él debía poner el asiento en el lugar justo para evitar que ella instalase la cola en el aire. Exactamente a los siete minutos de comenzada la proyección, la chica decía: ‘¿Vamos a tomar mate, mi amor?’, extendiéndole su mate desértico, inasible. A veces el tipo computaba la máquina para que repitiese la holografía una vez y otra: cuatro, cinco veces o más. Y aquella ilusión fantástica, en el momento previsto, repetía siempre lo mismo: ‘¿Vamos a tomar mate, mi amor?’”

Laiseca no aclara si el truco daba resultado: si el tipo se sentía menos solo gracias a la compañía de la mujer holográfica. Un detalle, de todas formas, sugiere que no. El solitario había pedido expresamente usar una silla verdadera, lo que revela su poca fe. Si la mujer, el mate y el fuego eran falsos, ¿por qué no incluir también la silla en la representación? El hombre quería que en todo aquello hubiera al menos algo verdadero. Sin embargo, la presencia de la silla real —que él debía ubicar con exactitud— no podía más que recordarle la inmaterialidad de todo lo demás. Nunca podría funcionar un autoengaño como ése.

 

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La primera novela argentina de ciencia ficción (y una de las primeras en lengua española) fue La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, editada en 1940. Cuenta la historia de un fugitivo cuya embarcación naufraga: llega a una isla que primero cree desierta y en la que luego descubre otras personas, habitantes. Sabrán disculpar la revelación, pero ochenta años después ya no son obligatorias las alertas de spoilers: esas otras personas son, en realidad, hologramas.

Mientras observa a esos habitantes de la isla creyendo que son personas de carne y hueso, el fugitivo se enamora de una mujer, Faustine. Al descubrir que tanto ella como los demás son hologramas, sabedor de que esos seres no hacen compañía, procura insertarse en la máquina, ser él también un holograma.

El episodio que dio origen a La invención de Morel —según cuenta Silvia Renée Arias en su biografía de Bioy— tuvo lugar en Pardo, pueblo de la provincia de Buenos Aires, donde la familia del escritor tenía una casa de campo:

Acudió a la mente de Bioy la perspectiva honda e infinita de las tres fases del espejo veneciano del cuarto de su madre. Él, para quien ver era la mayor prueba de la existencia de algo, pensó que eso le daba la certeza de que existía algo que no existía. Deslumbrado por la visión, en sus Memorias dice haber pensado entonces en ‘la posibilidad de una máquina que lograra la producción artificial de un hombre, para los cinco o más sentidos que tenemos con la nitidez con que el espejo reproduce las imágenes visuales.

Arias agrega después:

Otro día, junto al río, en Villa Ocampo, San Isidro, mientras se encontraba con Borges en la parte baja del terreno, desde donde podían observar, a la distancia, a los otros invitados, Bioy le comentó la idea de su libro, y Borges le sugirió que era de esa manera como debía mirar a los protagonistas de su historia. Fue así como Bioy ubicó al héroe […] en los bajos de ese lugar desconocido, remoto y despoblado…

 

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El término “holograma” no aparece en la novela de Bioy, entre otras razones porque se acuñó recién en 1948, ocho años después de su publicación. En un artículo sobre la novela incluido en su libro Uno y el universo, de 1945, Ernesto Sabato tampoco los llama así: los llama fantasmas.

“Si los fantasmas —apunta Sabato— no tienen la menor reminiscencia de sus ciclos anteriores y si ignoran la existencia de un mundo exterior al de ellos, ¿tiene algún sentido decir que son seres fantasmales? Viven, comen, se enamoran, juegan al tenis, mueren; ¿no es una vida como cualquier otra? Nosotros, que vemos el espectáculo, afirmamos que es un mundo fantasmal, un eternorretornograma, y creemos que el nuestro es el verdadero. Por el contrario, la verificación de un espectáculo de esa naturaleza creo que debería hacernos dudar de la realidad de nuestro propio universo. Si Morel ha encontrado el procedimiento para crear un mundo que se repite sin cesar, ¿no es posible que el propio Morel, sus fantasmas, el evadido, Bioy Casares y todos nosotros estemos repitiendo algún eternorretornograma de algún Gran Morel?”

La máquina de la isla como una Matrix: ¿qué Morel detrás de Morel produce la trama?

(Por cierto: la televisión, esa otra gran Matrix, ha descubierto, pandemia mediante, que no hace falta la presencia de público en los estadios de fútbol para que las transmisiones de los partidos tengan el sonido ambiente de las hinchadas. Lo próximo será reproducir a los hinchas moviéndose y dando saltos en las tribunas. Y, por último, no harán falta futbolistas: ellos también serán hologramas. Todo será una gran ficción que terminará imponiéndose sobre la realidad, como ya lo anticiparon los propios Bioy y Borges en su cuento “Esse est percipi” —o sea, “Ser es ser percibido”—, publicado en 1967).

 

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Poco después de la publicación de La invención de Morel —cuenta la ya citada biógrafa de Bioy— al autor y a su esposa Silvina Ocampo se les presentó “la idea de la felicidad”: una casa rodante para salir a recorrer las rutas argentinas. Sin embargo, el primer viaje estuvo tan lleno de percances que pronto abandonaron esa fantasía. La experiencia les dejó una moraleja que el escritor anotó en sus Memorias: “No confundir las imágenes de la felicidad con la felicidad misma”. Un consejo que también le vendría bien al fugitivo que se propone convertirse en holograma para participar del mundo de su amada Faustine y del resto de habitantes de la isla de Morel.

Tal vez, como imaginó Sabato, todos nosotros no somos más que el fruto de una máquina fantástica: un espectáculo para Alguien que nos observa desde los bajos de este lugar desconocido, remoto y despoblado al que llamamos universo. Lo bueno, en todo caso, es que lo ignoramos, y no nos vemos obligados a añadir ninguna silla verdadera que nos arruine la ficción. A lo mejor es nomás una cuestión de grado, quizá los hologramas son tan reales que la realidad misma está constituida puramente de ellos.

Eso sí, aunque casi todo sea mentira, el amor del fugitivo por Faustine —por el holograma de Faustine— es verdadero, es real. ¿Acaso no consiste en eso enamorarse: ver en alguien la imagen idealizada y ficticia que uno quiere ver? ¿Cuántas veces uno ama proyecciones casi holográficas, ficciones, fantasmas? Y, sin embargo, tiene ahí un punto de apoyo que le permite mover el mundo, algo así como el cogito cartesiano, pero más lindo. A eso se aferra uno. Quizá, a veces, las imágenes de la felicidad son, también, la felicidad.