Las casas surrealistas se edifican para soñar en ellas y no para habitarlas; por tanto, debe preferirse su diseño antes que su funcionalidad, excepto para quien pueda imaginarlas con ambos. Sosláyense las casas uniformes de los fraccionamientos que los arquitectos proyectan con poca creatividad y fingido interés. Quien edifica con muchos cálculos se condena al positivismo; no sólo es mala la medición excesiva, sino también las reglas de alojamiento. Por mencionar algunos inconvenientes: la mirada vigilante del vecino, la falta de libertad entre paredes estrechas, las normas de comportamiento hipócrita, el recelo ante lo que no huela a viejo; en fin, lo absurdo de una racionalidad mal entendida, conveniente evitarla en lo posible. Bien concluyó aquel príncipe polaco cuando vio que, de un día a otro, su cárcel se convertía en un suntuoso palacio en que toda la vida es sueño, y pues, si lo es

“soñemos dichas agora, que después serán pesares”

Pasando ahora al diseño de la casa. Haremos como aquellos sabios cuyo nombre ignoramos porque no dieron ningún precepto. Describiremos un ejemplo sin querer que sea un modelo, pues se sabe que los símbolos se repiten en individuos y colectivos, pero sería muy inverosímil que dos mundos oníricos tuvieran exactamente la misma casa, como luego ocurre en dos lugares opuestos de la “realidad”. 

Por ende, digo para empezar que no se puede tener una casa surrealista salvo que se distingan bien dos partes en uno mismo: el consciente y el inconsciente. El primero es por si necesitáramos volver del sueño y el otro para ser libremente. Ambas partes no sólo poseerán sus contenidos, sino que conformaran los cimientos mentales, aunque con diferentes estructuras, astucias y modos interiores. Yo pondría en el sótano la parte consciente dedicada a guardar las herramientas y utensilios que, en caso de riesgo, necesitara ocupar. La otra parte, que es la destinada al inconsciente, la dejaría deambular y crear por todo el espacio disponible. En ningún caso la obligaría a tomar un camino subterráneo o le impondría divisiones que su mismo impulso no le indique: una fuente por aquí, una escalera de fobias que no van a ningún sitio por allá, un pasillo con una filia como tragaluz, un comedor para saborear las obsesiones en el jardín, un baño de traumas semiderruido, una enredadera sobre un estanque; unas y otros de apariencia increíble que no saturen el sitio, sino que dejen plazas para poner divanes e invitar a otros a soñar mientras duermen o escriben. 

En cuanto a las recámaras, me gustaría que tuviesen unos cadáveres exquisitos plasmados en las paredes y versos de estilo libre grabados en el piso y el techo. Análogamente, el medio para acceder a ellas ––sea una escalera, alfombra, puente o cualquier otra cosa–– puede estar decorado con las mezclas de colores más insólitas. Esto se hará en el caso de que el sueño sea multicolor, y no en blanco y negro. Es deseable que el espacio interior del inconsciente  esté cubierto de hermosas grecas con imágenes, metáforas y símbolos. Diséñese también del modo en que uno no quiera sino seguir soñando y construyendo esa casa que, eventualmente, puede ir expandiéndose hasta coincidir, por qué no, con el mundo de los despiertos. En cuanto a las casas de los otros durmientes, que queden con alguna galería para pasar de su sueño al nuestro.  

 Ya he sugerido más de lo que debería; sólo queda decir que la puerta del sótano sea de un material resistente y esté bien asegurada con una tranca, vigilando de cuando en cuando, que sus humos nocivos no pasen a la otra parte, sin siquiera advertirlo. Ante una situación excepcional en que requiera abrirse, uno debe prepararse para sentir como si el aire faltara, como si la claridad del sueño se enturbiara bajo nubes inflexibles y vientos racionales. Antes de que la costumbre se quiera colar como la humedad por los rincones, se recomienda volver a soñar.

Foto: Luis Cordova