Insominio, mareos constantes, tensión espeluznante, escasa fuerza; parece que el eclipse de todo día comienza ahora. Después de varios días, le escribí a mi madre, cosa que me había prometido evitar hasta el fin del motivo de mi angustia. Tengo un examen –que no tiene nada que ver conmigo mismo– que me ha forzado a un estudio tortuoso. Examen al cual quizás sea incapaz de llegar vivo y el cual define el sentido de toda mi existencia, y muy probablemente mi propia permanencia. Me han lanzado contra un muro invencible –invencible en relación a un organismo como el mío– y el único método que me ha dejado el tortuoso proceso de su estudio –tras haber agotado la tortura al límite– es la espada valiente del destino. La encajaré invenciblemente en el diamante negro, como un ángel melancólico que, al parecer, no quiere matar a nadie en una batalla tempestuosa y de pronto termina más ensangrentado que el mar del enemigo. Encajaré la espada en el corazón de mi combate, esperando así solucionar –con la única opción posible– mi destino milagrosamente por la fuerza. Haré presencia por última vez, el último día del curso de preparación a la tortura –lo que implica torturar para hacer el examen un tanto vencible, pues sólo convirtiéndose al máximo en tortura puede uno subsistir la tortura máxima– y como una sombra valiente y espectral viviré silente… Hasta el día de mi trazada ejecución; reconozco con exactitud el momento, el motivo y al ejecutante de mi muerte y voy directamente a su esperanza. Les dejo aquí mi testimonio. Así es… Mi naturaleza es tan inútil que un examen bastó para someterme al libro de la muerte. Agradezco a todos su aparente ausencia, su generosa ceguera ante mi expresión sin luz. Quizás fui un tormento inmortal… Quizás no tuve a nadie en quien descansar mi pobre cabeza adolorida. Nadie que haya querido sujetarla hasta su fin; llegaré al examen sobre una camilla oscilante al cuidado de indistinguibles enfermeras, trazaré la última punta de mi lápiz, dejaré el lápiz flotar unos segundos en el aire y esculpiré un último suspiro. Como un disparo mudo e irreflexivo en un duelo entre poetas de otros tiempos, yo mismo arrastraré mi cuerpo hasta su tumba, y esperaré –durante el proceso– una inimaginable regeneración; como un grito final de máxima victoria, cuando uno ya no sabe si en verdad sigue en este mundo, pero simplemente grita por gritar. Primero, dentro de mí, la idea de convertirme en el propio examen de un modo mortal, de tal forma que asistir al examen y entrar en conexión con él sería traspasarlo sin siquiera un solo pensamiento, como un sueño en el que todo encaja a la perfección porque lo sucedido existe sucediendo. Pero la invencibilidad de mi propia sensibilidad –puesto que esto implicaba autodestruirme– me mantuvo más alerta de lo que esperaba, a tal grado que alcancé el borde inesperado: abrir una sola página de estudio, una sola letra, una sola palabra, un solo título –e intentar aprehenderlos de reojo– impactaba en mí una indecorosa depresión, la cual me mandaba al pasto a pasar el día entero mitad muerto, mitad prefigurándome bajo ese pasto en la tumba propia, la cual me tomaría del brazo y bajaría, por los escalones secretos que surgen al morir. La otra solución a esto era una mano amorosa y quizás eterna, que me llevase de la mano hasta el último límite del fin. Pero en el intento, lo único que logré fue el inicio de la desilusión mortal, la cual subyace en la pérdida de la creencia en el amor. Me lancé a los pies de muchas sombras y, como sombras, sin verme me aplastaron. Lo peor de todo es que con algunas me lancé –a mi parecer– con un estilo impecable, quizás porque el aislamiento profundo me había hecho olvidar que la esencia de estos días está en la pérdida de estilo, por lo que sólo es posible el éxito –de cualquier modo– bajo el impulso –en mi caso imposible– del disfraz. O la moderación del principio intenso en cada atmósfera aniquiladora del destino. El destino definido como una simple revelación del alcance de un ser vivo. No, ahora no, en otros tiempos quizás, pero no, ahora no; a menos que comiencen a reconocer –sólo requiere un poco de sueño– lo mágico del mundo. Aun así seguiré experimentando mi atmósfera secreta cuando confronte un solo ser, pues mi único deber es ser yo mismo en mi ser máximo posible. Olvidé nombrar otro rasgo de mí mismo: empiezo a sentir como remolinos en los ojos; como hacía el demonio de Tasmania al girar, y yo con alegría observaba, en otros tiempos más alegres cuando no era más que un niño tierno que amaba a su familia, que no soy otro. Hice lo posible, querida madre, y si no hay luz después del sol, simplemente tendré que intentar mañana; permaneciendo en el círculo del vicio hasta que sienta –por primera vez– lo que se siente estar adentro, y que un mundo amante –amado por mí mismo– me obtenga –abiertos los brazos–bienvenido. También olvidé un dolor en la nuca, pero esto prefiero no describirlo a nadie, por lo que solamente comentaré su origen posible. En un pequeño vecindario, donde vive mi madrina y algunas veces sale a pasearse mi abuelo fantasmal, de pronto me encontré cruzando la entrada de su iglesia, pues el espíritu del órgano me atrae. Había una boda –o quizás ya se confunden mis recuerdos– y decidí sentarme en la banca de ligera obscuridad. Al intentar acomodarme, me fui acercando lo más posible a la pared y, de pronto, el borde de una caja metálica me dio un buen golpe; sentí que iba a sangrar. Lo interpreté como un mensaje divino, expulsándome por última vez de la posibilidad del cielo… Mi última expulsión. A la salida, compré galletas recién hechas y me fui a dormir. Pero ahora no sé si dormiré… Ahora estoy en la primera universidad a la que fui, intentando subsistir únicamente al paso de las horas. Intentando cerrar los ojos ante la posibilidad de encuentros indeseados. Ante la posibilidad de que mi última amistad –la cual está al borde de esfumarse en la penetración del pantano endeble– encuentre mi agonía…

Todo este tiempo sentí como si estuviese en un lugar encerrado, y mi espíritu fuese eliminado, y yo mismo, conscientemente, fui directamente a exigirlo y permitirlo… Pero para explicar por qué fui capaz de hacerlo implica la verdadera historia, que a nadie contaré. Llegar vivo al examen es ahora lo único importante. La prisión fue la gente que fuerza a uno a fingir que está bien cuando internamente se está a tal extremo en el infierno, que hasta se ignora el movimiento brusco y agitado de las manos para intentar apagar las llamas invisibles de la propia superficie. El problema fue que mi organismo es incapaz –absolutamente incapaz– de estudiar en contra de sí mismo. Llámenle honestidad connatural, yo por mi parte no sé cómo llamarle. Los días se abren como hojas de un libro en advenimiento de un peligro mortal. Mi examen morirá.

Adriana Estivill, Empty from under, 2002.

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