Opción 189, Septiembre 2015.


El arte es una misión sublime que obliga al fanatismo.
Adolfo Hitler, Parteitag, Munich, 1934.

I. LA FUERZA DE LAS IMÁGENES

En Sol negro, documental dedicado al poder de los mitos y su abuso por parte de los ideólogos del nacionalsocialismo, Rüdiger Sünner recuerda una frase atribuida al filósofo neomarxista Ernst Bloch: “Si los ilustrados y humanistas hubieran tenido imágenes más fuertes, los nazis jamás habrían llegado al poder”.1 El populismo, el fascismo y el totalitarismo pueden triunfar –si seguimos este argumento– porque los símbolos, las metáforas y los mitos que constituyen el paradigma imperante han perdido la capacidad de representar y darle sentido a la realidad. Su fuerza para inspirar, explicar, convencer, entender, proyectar y resolver ha quedado en entredicho.

Que los nazis lograran ganar adeptos fue, en gran parte, gracias a su destreza para aprovecharse de los yerros y tropiezos de la frágil democracia de la República de Weimar, un sistema político y económico al que muchos extremistas, de la izquierda y la derecha, consideraban ajeno y agotado. A quienes votaron por él –más de dos quintas partes de los ciudadanos de Weimar– Hitler logró convencerlos de que la democracia no era funcional, porque había sido una imposición, por la vía militar, de fuerzas extranjeras que querían someter y destruir al país. La hiperinflación, el desempleo generalizado, la lucha política violenta en las calles, la miseria extrema en que vivía la gran mayoría, los convencieron de que Weimar, como Hitler afirmaba, era la extensión de una guerra que buscaba aniquilar los rescoldos del imperio que este político beligerante prometía reavivar. A partir de dichos argumentos, nacionalismo, revanchismo y antidemocracia quedaron vinculados y validados en el marco de la religión política del Estado nacionalsocialista. Como atinadamente describe Sünner, la era de oscuridad que representaba la decadente democracia republicana de Weimar se confrontó con las agresivas imágenes de la materialización alquímica de una utopía solar, ígnea, potente, pura y luminosa.2

La frase de Bloch no se agota en esta referencia a los símbolos y contenidos ideológicos del nazismo. También puede entenderse como una crítica a la mise-en-scène que Hitler presentó a su público. Mucho se ha comentado sobre el carácter histriónico del autócrata, evidenciado hasta la caricatura en sus múltiples y muy conocidos discursos, así como en una infinidad de parodias. Pero Hitler no era un bufón y su escenario fue Alemania entera, no sólo el podio desde el que lanzó sus exaltadas consignas. Así como los propagandistas soviéticos del Agitprop aprovecharon los trenes para mostrar a los habitantes de las tierras más distantes el poderío modernizador de los bolcheviques de Moscú, Hitler, el pintor frustrado, aceleró y extendió la construcción de la Autobahn (“autopista”) con el objeto de exhibir no sólo su capacidad de generar infraestructura moderna, sino también para que sus súbditos pudieran viajar y admirar las múltiples bellezas del paisaje nacional.3 Recorrer Alemania en automóvil por la Autobahn adquirió el significado de una peregrinación de un extremo de esa tierra santa al otro. La población debía experimentar, sin metafísica y con propulsión de motores, la unidad y el progreso nacionales. La Autobahn, además de ser un camino, tendría la función de una grada móvil, desde la cual se podría observar la orgánica y dinámica grandeza del despliegue alemán.

Pintor por vocación y actor por oficio, Hitler sentía tanta fascinación por la guerra como por la arquitectura y la escultura. Su visión, semejante a la del artista, fue la de la “destrucción creadora”. Para él, la aniquilación de lo que consideró impuro era tan importante como la edificación concreta y cimentada de su ideal. El “imperio milenario” debía superar no sólo la permanencia, sino la monumentalidad y belleza de Roma, el Sacro Imperio Romano Germánico y el segundo imperio alemán juntos. Para el Führer (“dirigente” y director), Alemania era un material sagrado al que él, con la potencia de su propia voluntad, tenía la obligación providencial de dar forma. En la figura del tirano, el artista –esa criatura que lucha noblemente por sobrevivir entre las penumbras y los claros de un bosque sin sentidos absolutos– quedó reducido a la fáustica sombra del narcisista, del megalómano, ese tipo de hombrecillo que, incapaz de tolerar lo distinto, necesita dominarlo y destruirlo. En referencia a esta semejanza entre artista y dictador, Éric Michaud ofrece la siguiente comparación:

Mussolini, […] pronto seguido en esto por Hitler, se complacía en subrayar la pasión violenta que le inspiraba la masa como “material”. Según su visión era un trazo constitutivo de su genio político; se vanagloriaba de esta pasión que lo emparentaba con el artista y que se confundía ahora totalmente con el ejercicio del poder.4

© LIFE

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Para Michaud, este símil del dictador como artista se explica a partir del mito del “genio artístico”, una narrativa secular del periodo romántico que, en el siglo xx, pudo usarse para sustituir a una religiosa: la del derecho divino de la nobleza de gobernar a sus súbditos.5 Este mito también establecía una oposición violenta entre artista y burguesía. Hitler, quien se describió como “artista de Alemania”, se sentía superior a los miembros de una clase que consideraba débil, decadente e incapaz de ejercer el poder político y mantener el orden público. La democracia burguesa se miraba, a partir de esta idea, como un camino directo hacia el fracaso. El “artista” no sólo estaba llamado a inaugurar un nueva era y a crear un Estado perfecto, que él debía dirigir, sino que estaba obligado a imponer su ideal, a combatir, en la esfera política, todas aquellas manifestaciones de degeneración, subjetividad, divergencia y desorden.

II. TOTALITARISMO SEMIOLÓGICO: BIBLIOCLASTIA Y ARTE “DEGENERADO”

Hitler, un candidato esencialmente conservador y pasatista, y que llegó al poder por la vía electoral, lo hizo con la pompa y energía de un revolucionario. Esto porque su impulso restaurador se combinó con la pasión por la modernidad tecnológica, una mezcla que Umberto Eco ha denominado “ur-fascismo” o “fascismo eterno”,6 para distinguirla del típico tradicionalismo antimodernista. El dictador heredó de Prusia no sólo la disciplina y pericia militares, sino también su inclinación por el desarrollo técnico y la industrialización. Él, el ultrarromántico, el ariósofo, pretendió convertirse en el puente que uniría, mesiánicamente, la justa restitución de la dignidad y gloria pasadas de su pueblo (Volk) con la promesa de un futuro basado en la modernización tecnológica, la expansión territorial y el progreso cultural y económico.

¿Pero qué otra revolución se escondía tras los ademanes del emperador? Su compulsión totalitaria era tan extrema que no le bastaba con controlar las conductas de sus gobernados. Buscaba, antes que el temor, la sumisión absoluta de un público vencido por la veneración y el fanatismo, doblegado ante el incuestionable y espontáneo reconocimiento de su magna investidura. Y así como usaría tanques y aviones para invadir Asia, África y Europa, aprovechó, además del terror, las técnicas comunes al arte (poesía) y la propaganda (retórica) como sus armas principales en la conquista de la conciencia y la voluntad alemanas. Transitó de la lucha callejera y la “guerrilla semiológica”7 e ideológica a lo que podría describirse como un intento de totalitarismo semiológico.

La semiología (o semiótica) es la ciencia que estudia los signos, los procesos de significación y comunicación. En este sentido, el nazismo, por su consciente e intencionada manipulación de símbolos, mitos y arquetipos, puede considerarse como una reingeniería semiológica totalitaria, pues tenía el propósito expreso de cambiar el sentido de todos los niveles y aspectos de la existencia. A través de grandes rituales públicos, de la eliminación estratégica de mensajes alternativos, de la saturación visual con símbolos, de una radio omnipresente y la novedosa ubicuidad que le permitía la aviación, Hitler unificó a los alemanes y les asignó un rol determinante en su gran drama épico de renovación cósmica. Y lo hizo, como cualquier publicista que vende un producto o una idea, apelando a fantasías, a fuerzas inconscientes y pasiones primitivas que, según él creía, podría controlar y era su misión dirigir.

“Totalitarismo” significa la destrucción de lo otro, la negación radical de toda opción y diferencia, el desconocimiento de la naturaleza polisémica del mundo. En este sentido, Stalin y Hitler fueron líderes similares. No toleraban al disidente y su mera existencia representaba ya un crimen y un desafío, los cuales debían ser castigados con la pena máxima y sin ninguna compasión. Sin embargo, como correctamente ha observado Andrew GrahamDixon, la diferencia entre ambos era que Stalin desaparecía por completo las obras –y a los creadores– que no se alineaban con su visión panfletista del arte, mientras que Hitler sentía la obligación de exhibir las propuestas de las vanguardias como emblemas de “degeneración”.8 Hitler, histérico cazador de brujas, no podía limitarse al exterminio, sino que requería hacer de la inmolación un espectáculo ejemplar y simbólico.

La quema de libros, la biblioclastia de la Opernplatz/Bebelplatz del 10 de mayo de 1933, es la máxima expresión de esta infame representación de totalitarismo semiológico. Allí, un libro de un autor judío, de izquierda o que no se alineara con el paradigma nacionalsocialista no sólo se consideró diferente, sino que fue descrito como undeutsch o “no alemán”, una expresión eufemística que, en este contexto, se utilizaba para decir “antialemán” y justificar su destrucción y desaparición del espacio público. El “exagerado intelectualismo judío”, como lo llamó Joseph Goebbels, debía ser purificado por la hoguera del sol ario y sustituido por la energía simbólica y espiritual del fuego y de la cruz gamada. De esta forma, un simple acto de barbarie adquirió la dimensión de un ritual político, diseñado como un espectáculo que debía publicitarse a través de los nacientes medios masivos. Goebbels, el frágil doctor en filología, alguna vez socialista y versificador neorromántico, usó el evento para dar un discurso que explicaba este sentido único de su violenta acción. Pero se trataba de algo peor que lo anunciado. Era, en realidad, un “preludio para la quema de seres humanos”.9

III. ¿APRENDER DE LOS NAZIS?

Los artistas, como todos los exploradores, intérpretes y comunicadores, deben aprender de los nazis. En primer lugar, harían bien en entender que las imágenes, los mitos, símbolos y metáforas no son ornamentos, sino fuerzas transpersonales, capaces de superar una racionalidad esquemática y superficial. Usadas con la intención adecuada, pueden iluminar aspectos desconocidos de la realidad; pero, dejadas en manos de manipuladores de masas, son también causa para delirios colectivos. Si no se utilizan con cuidado, las historias pueden generar fisuras y llevar a la explosión de toda clase de represiones y resentimientos. El abuso de los arquetipos y los símbolos no es un vicio exclusivo de las religiones, sino de cualquier tipo de ideología elitista y teocrática que pretenda ser unívoca y no tolere diferencias. Toda élite se vale de los símbolos y los mitos para sostenerse. Éstos siempre han sido mejores aliados que el ejército o la policía.

Por otra parte, los nazis nos obligan a mantener en mente que la idea “apocalíptica”, como la ha llamado Eco, de que un emisor controla –totalitariamente– el contenido y la intención de su mensaje no sólo es equivocada, sino cómoda y riesgosa. Si nos convencemos de que son los dueños de los medios masivos y los partidos políticos y las organizaciones criminales quienes tendrán la última palabra sobre las definiciones de lo real y lo relevante, habremos renunciado al infinito potencial de interpretación creativa que caracteriza a nuestra especie, habremos negado nuestra más radical libertad.

Para conocer más a fondo las realidades sociales, la manera en que metaforizamos el fenómeno político es tan importante como lo son los datos duros de la macroeconomía. Porque así como los números son cifras que “hablan”, también lo son los símbolos, las metáforas y los arquetipos. Si existe alguna función social para el arte y la investigación, es descifrar todo tipo de misterios y poner los descubrimientos al servicio del ser humano. Sólo así puede entreverse un despertar del letargo al que inducen la vacua propaganda política y la publicidad comercial. No cambia la realidad si no cambia su sentido. Y un ciudadano que no se apropia de sus procesos de significación, en esta “era de las comunicaciones”,10 se limita a ser un siervo solamente. Cuando el discurso público se ha gastado, son los “poetas”, los exiliados –artistas, periodistas e investigadores– los únicos capaces de renovar el espíritu de la República. Sólo ellos pueden salvarlo de los peligrosos absolutos platónicos de supuestos reyes filósofos.

En su Poética, Aristóteles, aquel implacable patriarca del racionalismo, escribió: “Es importante usar convenientemente cada uno de los recursos [poéticos] mencionados […]; pero lo más importante con mucho es dominar la metáfora. Esto es, en efecto, lo único que no se puede tomar de otro, y es indicio de talento; pues hacer buenas metáforas es percibir la semejanza”.11 Para el más ilustre alumno de Platón, esta percepción de la similitud es la manera en que pueden ligarse términos conocidos para producir un nuevo conocimiento. Es, antes que un recurso expresivo y estilístico, una herramienta de exploración de nuevas posibilidades y la forma misma en que, por mediación del lenguaje, aprehendemos la realidad. Porque percibir la semejanza no es copiar o repetir, sino recrear y re-interpretar una relación. En su Retórica, el filósofo detalla esta visión de la metáfora:

Hay, sin duda, palabras que nos son desconocidas, mientras que las específicas las conocemos ya; pero lo que principalmente consigue [enseñanza y placer] es la metáfora. Porque, en efecto: cuando se llama a la vejez “paja”, se produce una enseñanza y un conocimiento por mediación del género, ya que ambas cosas han perdido la flor.12

Vista así, la metáfora es mucho más que un arcaico recurso para hacer versos. Y poeta no sería sólo aquel que escribe poemas, sino toda persona que utiliza activa y conscientemente su(s) lenguaje(s) para explorar, cuestionar y proponer su horizonte. El artículo periodístico, el ensayo literario o académico, el discurso político e incluso el activismo, entre otras formas de expresión y comunicación conscientes, también pueden considerarse poesía. Es por ello que, en el sentido opuesto a la famosa sentencia de Theodor Adorno, barbarie sería callar y aceptar las imposiciones de los apocalípticos y los totalitarios. Salvaje sería aquel que desistiera del intento de hacer poesía. Sobre todo, después de Auschwitz, Tlatelolco, Rwanda, Srebrenica, Ayotzinapa…

Quizás comparar a México con la Alemania de los nacionalsocialistas parezca un exceso y, hasta cierto punto, lo es. Pero hacerlo con la inestable y frágil democracia de la República de Weimar, no tanto. Aquella efímera entidad política a la que Ingmar Bergman denominó, metafóricamente, “el huevo de la serpiente” fue el terreno de preparación para los horrores más grandes que haya visto la humanidad. Lamentablemente, son los mismos cultos de muerte, resentimiento y virilidad patológica los que se encuentran operando en los cotidianos abismos de nuestra boyante “narcocultura”13 y “narcopolítica”. Las decenas de miles de muertos y desaparecidos generan la misma sensación que queda en los pueblos tras un genocidio. No quemamos libros, pero desaparecen estudiantes, sobre cuyas cenizas no podemos más que especular. Periodistas son asesinados o encarcelados sólo para satisfacer los pueriles apetitos de unos cuantos “príncipes”, que sienten el mismo desprecio por la disidencia que Stalin y Hitler. Vivimos en un país cuyo gobierno nos vigila no por nuestra protección, sino para cuidarse de nosotros… No, no estamos tan cerca de los nazis, pero tampoco tan lejos de los vicios que destruyeron la endeble democracia de Weimar. El autoritarismo acecha desde las sombras, esperando el momento para romper su cascarón. Ojalá que el águila de la democracia, que a tantos jóvenes está dejando de inspirar, no caiga envenenada durante los difíciles inicios de su vuelo.

© LIFE

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La racionalidad simplista y fantasiosa del lucro ilimitado y el irracionalismo perverso y resentido de la “narcocultura” están ganando, desde hace más de una década, la guerra de las imágenes. El narcotraficante, el criminal, el antisocial, se han ataviado de héroes y personas de éxito. La violencia se ha convertido en lingua franca. Y, porque muchos se escandalizan, se cae en la trampa de apartar la vista con horror y quedar paralizado.

Nos urgen nuevas metáforas y narrativas para el éxito, para el poder, la sociedad, el servicio, la felicidad, la solidaridad, la competencia, la política… El arte, el pensamiento crítico, la investigación periodística y académica honestas son las principales herramientas del guerrillero semiológico, de aquel capaz de resistir la seducción de las sirenas del cinismo y el nihilismo, de aquel que no cae vencido por las comodidades que le ofrece la inhumana Calipso. El guerrillero semiológico es Ulises. O, en palabras de Blas Matamoro, quien hace referencia a la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer: “Ulises […] el paradigma de la humanidad moderna, la que se vale de la razón y de la astucia para vencer el miedo que le producen la naturaleza y los dioses”.14 Y también aquellos que, sin ser plenamente humanos, quisieran ser venerados como divinos, aunque su mentira les cueste, como a Hitler, ver su imperio en escombros.

Al guerrillero semiológico, Eco le advierte sobre el peligro apocalíptico de repetir las faltas de los autoritarios:

Cuidado: no estoy proponiendo aquí una nueva forma de control de la opinión pública, todavía más terrible. Estoy proponiendo una acción para incitar a la audiencia a que controle el mensaje y sus múltiples posibilidades de interpretación. […] Hay que estudiar cuáles pueden ser las formas de esta guerrilla cultural.15

Con ayuda de la observación, la razón, la astucia y la metáfora, será necesario seguir ahondando, tanto en nuestro inconsciente colectivo, como en nuestra realidad personal y social. Necesitamos entender por qué tantos de nosotros parecen preferir santificar la muerte y promover el abuso, antes que la realización de la justicia y la práctica del diálogo plural y democrático. Estudiemos, pues, las formas y demos la batalla.

 

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1 Rüdiger Sünner, Schwarze Sonne, Alemania, 1998. (Documental.)

2 Ibid.

3 Andrew Graham-Dixon, Art of Germany (Part III/ III), Reino Unido, 2010. (Documental.)

4 Éric Michaud, “La autoridad fundada sobre el arte”, en La estética nazi: un arte de la eternidad, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2009, p. 16.

5 Ibíd., p. 13.

6 Umberto Eco, “El fascismo eterno” en Cinco escritos morales, España, Penguin Random House, 2010, p. 43.

7 Umberto Eco, “Para una guerrilla semiológica” en La estrategia de la ilusión, Buenos Aires, Lumen, 1987, p. 49.

8 Graham-Dixon, op. cit.

9 Esta frase profética la expresó, en 1817, Heinrich Heine, considerado como el último de los poetas románticos alemanes. Hoy puede leerse esta inscripción en el monumento dedicado a preservar la memoria, a manera de advertencia, de la biblioclastia nazi de la Bebelplatz de Berlín.

10 Eco, op. cit., p. 51.

11 Aristóteles, “La excelencia de la elocución”, Poética, España, Gredos,
pp. 213-214.

12 Aristóteles, “La elegancia retórica”, Retórica, España, Gredos, pp. 531-532.

13 Para conocer los rituales, símbolos y mitos de la narcocultura, vale la pena revisar no sólo las múltiples propuestas del cine nacional, sino también el documental de Shaul Schwarz, Narco Cultura (2013).

14 Blas Matamoro, “Pensar después de Auschwitz”, Letras Libres, noviembre de 2003. http://www.letraslibres.com/revista/convivio/pensar-despues-de-auschwitz

15 Eco, op. cit., p. 57.