¿Cómo llamamos a quienes caminan por las ciudades? Solemos hablar de peatones, transeúntes, caminantes, viandantes o paseantes. Ninguno de estos términos hace justicia a lo que, al menos yo, quisiera señalar cuando hablo de la experiencia que las personas tienen al caminar. Siendo honesta, ninguna de estas palabras es capaz de transmitir, por sí sola, mi experiencia al caminar. Mi problema con ellas radica en sus connotaciones, esa suerte de aura que nos adentra en una atmósfera difusa y ambigua en la que vislumbramos las experiencias, memorias y emociones que llevan las palabras consigo según acostumbremos a usarlas en una u otra ocasión, según las escuchemos aquí o allá.

Hablar de peatones y transeúntes evoca un escenario en el que aparecen calles, automóviles, tráfico, reglas y eficiencia. Son palabras que han sido adoptadas por la ingeniería de transportes, la planificación urbanística o las regulaciones de tránsito. Tienen un hálito funcional: los transeúntes deben respetar las leyes del tránsito y cruzar las calles por pasos de cebra o durante la luz verde. Se asume que los peatones caminan con el propósito de llegar a un destino y que, para ello, escogen el trayecto más corto. Ciertamente, esa forma de caminar regulada que se practica siguiendo la lógica de la eficiencia es uno de los caminares posibles dentro del universo de experiencias pedestres en las ciudades. Muchas veces caminamos así. Muchas veces camino así. Sin embargo, cuando caminamos pasan cosas que exceden lo meramente funcional, se vive algo más que la mera experiencia de desplazamiento. Estas palabras se quedan cortas para evocar las vivencias que se entretejen cuando andamos a pie.

En el otro extremo tenemos las palabras caminante, viandante o paseante, que evocan deambulaciones, viajes, errancias, quizá placer. Estos términos connotan un caminar en el que el destino final y el tiempo que nos toma llegar a él no son los únicos elementos que definen la acción. Nos hacen mirar a lo que ocurre mientras se camina. El problema con ellos es que tienden a evocar un romanticismo que nos aleja de lo cotidiano, de la práctica de andar, de sus dificultades y aspectos más problemáticos: dolores, miedos, riesgos. Cuando hablo de caminar quisiera incorporar todas estas connotaciones, ya que tanto lo banal como lo maravilloso se conjuran a la vez en nuestras experiencias al andar a pie.

Nuestra experiencia al caminar, además, será única según nuestras características personales. Existe una pluralidad de cuerpos y de formas de andar: cuerpos con capacidades distintas, cuerpos con bastón, cuerpos que andan en silla de ruedas, cuerpos que cumplen con los cánones de la sociedad y otros que son discriminados por no hacerlo. Hay caminares para relajarse, inspirarse, desahogarse, enamorarse, conversar, tomar decisiones difíciles o conocer lugares. Todos estos caminares no son extravagantes, ocurren día a día en las ciudades. A veces no notamos cuántas experiencias excepcionales vivimos mientras practicamos un acto que valoramos como uno de los más banales.

No por nada el adjetivo “pedestre”, que el Diccionario de la lengua española define como aquello “que anda a pie” o lo que “se hace a pie”, significa también “llano, vulgar, inculto, bajo”. Es curioso que lo que se hace a pie y el andar en sí sean despojados de excepcionalidad y maravilla, aun cuando son una forma de movimiento fundamental para la vida social. Se puede no saber andar en bicicleta o conducir, pero si una persona no puede o tiene dificultades para caminar, se busca una solución para que logre desenvolverse con cierta autonomía. Y es que damos por hecho que caminamos, de alguna forma caminar nos constituye; quizá por eso se convierte en un acto banal. Basta rascar un poco la superficie para darnos cuenta de cuán extraordinario puede ser.

El caminar cotidiano se reviste de experiencias que hacen de esta forma de movernos una práctica a través de la cual toma forma la vida social. Eso lo aprendí caminando con Mara, una mujer de 61 años, en el 2015. En nuestra primera caminata juntas me dijo: “Así que las calles hablan de repente con uno y uno cree que son el paisaje de uno, pero [en realidad] uno es parte del paisaje; es uno el que pasa”. Ella solía moverse por la ciudad en transporte público y, por lo tanto, caminaba a diario. Además, durante el fin de semana, normalmente por las mañanas, cuando la ciudad aún estaba quieta, le gustaba salir a andar. Caminar, en cualquier circunstancia, era una actividad de goce para ella. Reconocía que a veces lo había hecho apurada, momentos en los que no conectaba con lo que la rodeaba (que es lo que ella valoraba de caminar), pero la mayoría de las veces disfrutaba moverse a pie. Mara no caminaba por rumbos particularmente bellos. Vivía en un barrio de clase media en Santiago de Chile en el que tenía el privilegio de contar con calles tranquilas. Sin embargo, sus viajes cotidianos al trabajo tenían como destino un sector de menores recursos en los que la mantención y cuidado de los espacios públicos se veía reducida. Aun así, ella gozaba de sus caminatas por esos lugares. Su disposición para disfrutar no hacía que dejara de vivir experiencias molestas o peligrosas durante sus trayectos. En el tiempo que caminé con ella, tuvo algunos problemas de salud que le dificultaban moverse, pero ella ponía en práctica la voluntad de encontrar oportunidades de deleite a pesar de las circunstancias o, más bien, junto con ellas. Mara me enseñó que gozar de caminar no requiere que ocurran eventos excepcionales en el camino, más bien requiere saber asombrarse de lo trivial.

Las frases de Mara me quedaron dando vueltas por mucho tiempo: “las calles hablan con uno”, “uno es parte del paisaje cuando camina”. Pareciera que los lugares guardan voces que sólo escuchamos al andar a pie. Me gusta pensar que hay mensajes en los lugares que desciframos gracias a nuestro particular modo de movernos: mensajes para quienes caminan, mensajes para quienes andan en bicicleta, mensajes para quienes conducen un automóvil. Nuestro movimiento es la clave para descifrarlos. La experiencia con Mara me llevó a comprender que caminar se trata de eso: entrar en contacto, comunicarnos y hacernos parte.

Los antropólogos Tim Ingold y Jo Vergunst, quienes también se han dedicado a investigar el caminar cotidiano, indican que cuando caminamos nuestra atención puede estar dirigida hacia fuera, para percibir lo que nos rodea, o hacia dentro, volcada hacia nuestros sentires y pensamientos. En medio de estas dos formas de atención habría una tercera en la que los límites entre el adentro y el afuera se difuminan. Creo que Mara se refería a esta experiencia de paisaje encarnado al decir que “uno es el paisaje”. Hay un momento en el que no hay conciencia del adentro o del afuera, el movimiento difumina los límites del cuerpo y nos hacemos parte de los lugares que recorremos.

El filósofo Jan Masschelein sugiere que cuando caminamos ponemos en juego nuestra posición en el mundo, ya que caminar es un continuo “dejar de tener lugar”. En ese sentido, al caminar quedamos expuestos al mundo. Yo agregaría que, incluso, quedamos expuestos ante nosotros mismos. Como resultado de esta exposición, caminar nos hace permeables y nos redefine. Sin duda, cómo y cuánto nos exponemos depende de cada persona, de cada caminata y de los lugares que recorra cada uno. A veces nos exponemos a situaciones peligrosas o problemáticas, como cuando andamos por un barrio exclusivo en el que somos considerados extraños y sospechosos, o cuando caminamos por calles oscuras y solitarias y nos sentimos expuestos a alguna agresión, algo que muchas mujeres que nos movemos a pie y en transporte público vivimos cotidianamente. La posibilidad de esas malas experiencias existe mano a mano con la de exponernos a vivencias que nos maravillen y reconforten.

Mi experiencia al caminar, y las de muchas personas con las que he caminado y conversado durante los últimos seis años, son una mezcla de estas vivencias. Nos exponemos de diversas maneras todos los días, en un mismo día, en un mismo segundo. A veces mis caminares son más funcionales, a veces ocurren en modo de “piloto automático”, como describe la geógrafa Jennie Middleton. A veces son una práctica deportiva y, también, a veces, me permiten deleitarme o indignarme con los lugares y lo que en ellos ocurre. A veces camino atenta a lo que me rodea. Otras, mi caminar es nervioso y preocupado. A veces camino sólo para recordar. Una misma caminata puede congregar todos estos caminares al mismo tiempo. Somos muchos caminantes a la vez: transeúntes y paseantes. En un solo trayecto mudamos nuestra piel, cambiamos nuestro ritmo y atención, nos mimetizamos con el entorno, nos diferenciamos de él, obedecemos o resistimos, caminamos con otros o nos entregamos al andar solitario.

Tener la posibilidad de ejecutar con cierta libertad estas formas de caminar es un asunto de privilegios. La escritora y académica Sara Ahmed entiende el privilegio como un “dispositivo de ahorro de energía”: se requiere de menos esfuerzo para conseguir algo que otras personas consiguen a costa de mayor voluntad y sacrificio. Esto se puede ver fácilmente en las prácticas pedestres, por ejemplo, en las desigualdades de género entre quienes caminan. Muchos hombres salen de noche sin reportar el miedo del que suelen hablar las mujeres. Mientras que algunos de los hombres con los que trabajé en mis investigaciones (que vivían en barrios de clase media o alta) me hablaban de lo agradable que era caminar de noche, las mujeres, independientemente de lo seguro o tranquilo que fuera su barrio, no solían andar solas de noche o, si lo hacían, mantenían estrategias para reaccionar y protegerse en caso de sentirse y verse amenazadas. Las mujeres, entonces, invierten mayor cantidad de energía para lograr lo mismo, o simplemente destierran esa opción de su cotidianidad.

Dentro de los elementos que nos hacen perder privilegio al caminar se encuentra el diseño de nuestras ciudades, que está centrado en el tráfico motorizado y subyuga nuestras posibilidades de andar a los requerimientos de la movilidad vehicular. También somete nuestra sensorialidad: anchas autovías ruidosas difíciles de cruzar, el calor que genera el asfalto, la polución. Otro aspecto que nos quita privilegios al caminar son las deficiencias de las infraestructuras peatonales: el mal estado de las aceras, no contar con rebajes en las veredas para cruzar, la inexistencia de pasos peatonales, la falta de consideración de los servicios higiénicos como un requerimiento de los espacios públicos y la falta de luminarias, sombra y lugares para sentarse o descansar. También las sensaciones que nos dan los lugares nos pueden hacer más difícil el andar, como el miedo a que nos agredan en ciertos lugares a ciertas horas.

Todos estos elementos constriñen nuestra atención y someten nuestros ritmos. Tenemos que estar alertas para evitar ser atropellados, caer, ser acosados. A veces, simplemente nos quitan la posibilidad de caminar. Sin duda, aprendemos a navegar estas constricciones. Mi experiencia trabajando con personas que viven en barrios de diferentes condiciones socioeconómicas me indica que, a pesar de las circunstancias, muchos logramos encontrar momentos para disfrutar de nuestro andar y perdernos en nuestros pensamientos o apreciar el entorno, tal como lo hacía Mara.

Un caminar es privilegiado cuando tranquilamente podemos optar por caminar y decidir cómo hacerlo: salir en un horario amplio sin importar nuestro género, escuchar música, andar con niños, jugar mientras caminamos, movernos en silla de ruedas, dejar que nuestra atención se dirija a nuestros asuntos personales o dejar que nuestra percepción se pasee por el entorno. Esto no quiere decir que no debamos negociar algunas situaciones con las otras personas junto a las que vivimos. Uno de los participantes de mi investigación me decía: “debe ser muy difícil construir una ciudad para todos”. Sin duda, siempre que muchas personas vivimos juntas nos toca llegar a acuerdos entre diferentes necesidades e intereses; sin embargo, deberíamos acostumbrarnos a esperar más de nuestros espacios públicos y a no naturalizar su estado deficiente como parte de un sistema de movilidad urbana en el que los peatones son el último eslabón en la escala de prioridades.

Un caminar privilegiado, a mi entender, tiene que ver con habitar ciudades en las que nos cuidemos unos a otros, de manera que nos sintamos más libres y seguros. Esa forma de hacer ciudad es la que garantiza experiencias de caminar privilegiadas, lo que implica poder ejecutar una diversidad de formas de caminar que se correspondan con nuestras necesidades y deseos, poder elegir entre ser paseante, transeúnte o deambular por las calles independientemente de si eres mujer, hombre, mayor de edad, si tienes problemas de movilidad, si necesitas compañía para caminar o acompañar a otros. Un caminar privilegiado permite que nuestra atención y ritmos discurran más libremente y puedan sintonizarse con lo que ocurre en los lugares, a la vez que amalgamarse con los propios sentires. El llamado es, entonces, a lograr que nuestras caminatas sean lo más privilegiadas posible, quizá así podamos encontrar más a menudo lo maravilloso en lo pedestre.