I. LA BÚSQUEDA DESMEMBRADORA.

 

En Tan negro como el carbón (Bai ri yan hud, China, 2014), magistral opus 3 del prolífico dramaturgo pekinés elevado a guionista chusco en El baño (Zhang, 1999) y a cultista autor total de 45 años, Diao Yinan (Uniforme 2003, Tren nocturno 2007), Oso de Oro absoluto en Berlín 14, el escrupuloso detective policial Zhang Zili (Liao Fan), que padeció en el pasado la traumática muerte de sus más queridos compañeros en una sangrienta refriega durante la aún irresoluta investigación de un dantesco esparcimiento de extremidades humanas en vagones transportadores de carbón hacia 15 fábricas terminales, reaparece cinco años después disminuido por el alcoholismo y degradado a guardia de frustrante seguridad privada, si bien pretendiendo retomar aquella vieja pesquisa judicial por su cuenta, ya que el asesino incógnito al parecer ha vuelto a las andadas y todas las líneas de la averiguación conducen a la insignificante viuda Wu Zhizhen (Gwei Lun Mei), a quien Zhang había visto enterrar las cenizas de su marido descuartizado al pie de un arbolito junto al pinchebarrial negocio de lavandería en donde todavía labora esa rutinaria y sumisa empleada, siempre repeliendo el asedio sexual de su abusivo patrón roñoso (Ni Jingyang), que en alguna época logró esclavizarla con deudas, pero a la que el exasperado Zhang habrá de seguir sin piedad la pista dentro del establecimiento fingiendo llevar ropa dañada para detectar otra, y luego por dondequiera que ella vaya, aunque la infeliz damita se dé cuenta y reclame, hasta conseguir su intimidad invitándola a patinar sobre hielo y acabar irremediablemente enamorado, pese a que con horror la descubra culpable de la desaparición y muerte de dos maridos al hilo.

La búsqueda desmembradora se moviliza al grito de “cuando hay crisis, hay cine negro” (Diao Yinan dixit) y, convencida de que en la contradictoria China actual de los millones de privatizaciones raquíticas y la despiadada irrupción en la más mezquina economía de mercado, imperan las mismas condiciones que en el mundo capitalista de la posguerra, tal como ya lo había demostrado poco antes la obra maestra Un toque de pecado de Jia Zhang-ke (2013) con sacrificial brutalidad, pero pudiendo plantar ahora la inteligente cámara todoabarcadora del perturbador thriller impasible con exactitud helada, y obedeciendo una pulsión apenas controlada de avidez hurgadora en posiciones casi siempre frontales, para conformar la ficción hiperrealista como un retorcido whodunit sórdido y hermético, un clásico filme de misterio cruel y desalmado (¿era tan negro como el carbón, o tan gélido como quiera el cabrón?), un desollamiento gradual de sus personajes tanto masoquistamasculinos a lo Jacques Tourneur o Fritz Lang (Zhang Zili y los maridos que lo precedieron en los favores de su galana) como sádico-femeninos a lo hembras fatales de Raoul Walsh o Sam Fuller (esa ortodoxa viuda negra en sí aunque fragilísima en apariencia, o la viciosa dueña del saloon poswesternista de pronto derrumbada voluntariamente dentro de una tina), al interior de un lastrado y añorante sistema de signos sin coqueterías de estilo alguna, ni mayores insistencias en su vigoroso funcionamiento espartano.

La búsqueda desmembradora ejecuta su labor a tientas y con la máxima ambigüedad tanto en la intriga como conductual, a imagen y semejanza del antihéroe protagónico, de quien nunca se podrá saber con total certeza si su delicadeza y su pie suave se deben a su rastreo de contradictorias pistas policiales o al temor a los contradictorios impulsos eróticos que lo ligan con la multiasesina, un razonamiento en acto sobre forcejeos y rupturas consigo misma, en un perpetuo intento de apropiación y borrado de las evidencias a medida que van emergiendo.

Y la búsqueda desmembradora puede disfrutarse a la vez como un cine de género en su fase autoconsciente o como un falso género de misterio lleno de enigmas por resolver o a medias resueltos y ahítos de cabos sueltos, lleno de personajes apasionantes, pero también como un objeto más bien abstracto, tan vagamente realista cuan irrealista, un vehículo antipsicológico y amoral que da vueltas en torno a un pobre motociclista ebrio que se ha derrumbado en un nocturno paso a desnivel, o un fallido cómplice homicida del alma que hace detonar un bombardeo de fuegos artificiales diurnos desde la azotea para acompañar la detención de una insospechable homicida bárbara y, en el fondo, inasible sin igual, o una reverencial herida aún abierta para no darse jamás por vencida, con un mortal patín de hielo colgando y supurando, descompuesta de antemano, entre los despojos humanos que prodigaba.

II. LA FIEBRE MUTILADORA.

En Moebius (Moebiuseu, Corea del Sur, 2013), archiperturbador filme del provocador autor total surcoreano de 53 años Kim Ki-duk (tras sus incuestionables obras maestras límite Arirang, 2011 y Piedad, 2012), por añadidura con producción y fotografía y edición suyas, el envidioso Hijo adolescente (Seo Young-ju) de un Padre devorado por el deseo promiscuo (Jo Jae-hyeon), será sanguinariamente castrado a cuchillo en su cama durante la noche agitada como último recurso vengativo conyugal por una gorgónica Madre (Lee Eun-woo) que lo condena a ser hazmerreír de sus feroces compañeros ávidos de bullying, a ser pasto in extremis de una salvadora banda de ambiguos pandilleros barriales cuyo cruento Líder (Kim Jae-hong) tampoco saldrá muy bien parado (cercenadoramente hablando), a ser presa fácil de una tendera emputecida (Lee Eun-wooen en obvísimo segundo papel incestuoso) que lo obsede sexualmente haciéndolo descubrir otros sucedáneos carnales y a ser cautivo por necesidad, aislado en una prisión donde su Padre le hará descubrir el dolor provocado por un salvaje rallado automortificador con piedra pómez como fuente de inéditos goces dolorosos, luego de que el hombre ha aprendido también a disfrutarlo, hasta que el muchacho salga de su reclusión, ya envilecido por el placer masoquista, para hacerse acuchillar en un hombro por la tendera con objeto de disfrutar nuevas sensaciones dolientes, antes de ser sometido a un trasplante de pene y percatarse con sorpresa que ese flamante miembro permanece eróticamente insensible, salvo ante la propia Madre que ha retornado para que su posesión sea ahora ferozmente disputada al Padre, ocasionándole una fiebre mutiladora que sólo podrá culminar en la automutilación y el sanguinario sacrificio inmolatorio de ambos padres en la escalera ante la perplejidad del Hijo obsedido.

La fiebre mutiladora consuma virtuosísticamente el prodigio visualista de eliminar por completo cualquier diálogo para narrar a profundidad y de manera alucinada, cercana al sueño y al delirio surrealista, a base de insistentes juegos de miradas y vueltos contra de sí mismo, su autocastradora fantasía de origen neta e intranferiblemente masculino, a modo de mimodrama con estridente fondo musical (compuesto por Park In-young) o un melodrama negro en transformación constante, en el que ninguna de sus numerosas etapas terroríficas y jaladísimas podría sostenerse jamás por mucho tiempo.

La fiebre mutiladora convoca el mayor número de atrocidades, por minuto y por secuencia, de que es capaz su desmitificador enfoque sañoso y sarnoso de la Sagrada Familia coreana (al principio sólo formada armoniosamente por el Padre devorador, la alcohólica Madre celosa y el tímido Hijo delicado), con escenas de antología como la guerra conyugal a bofetadas por el celular delator de infidelidades, el súbito frenesí castrador insaciable, las violaciones tumultuarias de la banda coronadas por la satisfactoria frotación del Hijo mutilado (que lleva por fin al éxito verosímil aquellas sentimentalistas absurdidades de Los cachorros o Lo que el perro se llevó de Vargas Llosa-Fons, 1971), las despiadadas patizas inextinguibles al padre empecinado en demostrar a los policías que su Hijo no tiene, o la lucha por el pene mutilado que ha caído en la vía pública hallándose a punto de perecer atropellado.

Y la fiebre mutiladora sigue y sigue, autoexcitado, sin cansancio ni remedio, por el camino infinito de su metafórica cinta fílmica de Moebius, hasta la superincestuosa tragedia neohelénico-asiática (urdida a lo budista para acomplejar conjuntamente las pudibunderías del Hipólito coronado de Eurípides y la Fedra de Séneca), hasta el exceso por el exceso, hasta el hartazgo y lo grotesco (deliberado o no), hasta el inconsciente desatado, hasta el retorcimiento malsano lindante con lo insano, hasta la consecuencia lógica de los castigos mentales extremos que se inflingía aquel hirsuto frenético estéril Kim Ki-duk durante sus ataques de locura furiosa en el autoficcional aislamiento isleño límite de Arirang, hasta el enfermo odio hipermisógino a toda madre posible (ya comenzado a purgar en Piedad) y hasta un tenaz negarse a cualquier sosiego ni consuelo digno de un empeño menos autoparódico, aunque impactante y removedor, como para salir a verificar si aún lo traes allí.