1.

La reflexión sobre la sacralidad alimenta prácticamente toda la obra de María Zambrano (1904-1991), desde Hacia un saber sobre el alma (1934) hasta el póstumo Los sueños y el tiempo (1992), a lo largo de muchos otros libros, y se vuelve superabundante en El hombre y lo divino (1955, 1973), libro de madurez que estudia el fenómeno religioso como una realidad humana articulada en varios campos de experiencia (el íntimo o vivencial, el cognitivo, el mítico, el ritual, el artístico, el político), una realidad cuya cartografía emprende la autora tendiendo sobre esos campos una red de horizontes de muy diversa naturaleza intelectual: el de la antropología filosófica, el de la historia de las ideas, el de la fenomenología de la religión, el de la psicología arquetípica, el de la teología dogmática, el de la mística (no sólo católica), el de la alquimia espiritual, inclusive.

Dionisio, copa de Exekias. Grecia, VI a.c.

Dionisio, copa de Exekias. Grecia, VI a.c.

Pero, además, la reflexión sobre lo sagrado acompaña el paso de Zambrano tanto por las sendas del pensar filosófico, como por un camino, menos conocido, de meditación sobre la doctrina cristiana y la historia del dogma católico; una meditación construida con talante ecuménico en el diálogo con otras tradiciones religiosas –el Islam, señaladamente–. Inéditos aún muchos de sus apuntes, esbozos y borradores, sólo una lectura exhaustiva de la obra exotérica hecha a la luz de las claves hermenéuticas que la andaluza dejó dispersas en comunicaciones epistolares,1 y acompañada de un trabajo archivístico,2 puede revelar la teología esotérica que codificó veladamente en sus libros publicados esta “católica órfica” que alguna vez escribiera: “Yo creía, niña aún, que estudiar filosofía era estudiar la Escuela de Alejandría…, y ella ha sido siempre para mí el lugar3, y también: “es raro que algún escrito mío no acabe con referencia al Espíritu Santo sin nombrarlo”.4

Como se ve, explicar en unas cuantas páginas el sentido de lo sagrado en el pensamiento de María Zambrano resulta inviable; en todo caso (aquí, en mi caso) significa esbozar un pasaje hacia un universo muy amplio y prolijo, conducir apenas al umbral de ese mundo. Así, me ocuparé solamente del primer ensayo de El hombre y lo divino –“Del nacimiento de los dioses”– y privilegiaré el tópico de la vivencia de lo sagrado por encima de otros aspectos de la cuestión, en la medida en que, en ese texto, Zambrano lo estudia dentro del espacio generoso de la fenomenología de la religión, un campo disciplinario en el que la andaluza se sumergió desde su época de estudiante de filosofía en la Universidad Central de Madrid (1921-1927), y con cuyos más destacados representantes emprendió un diálogo filosófico, que espero mostrar parcialmente en lo que sigue.

2.

Si entendemos en sentido muy lato la voz fenomenología como “discurso sobre lo que se manifiesta”, entonces en el panorama de los estudios (sociológicos, teológicos, filosóficos) sobre la religiosidad comprendido entre 1920 y 1960 (periodo que contiene la época de gestación, escritura y publicación de la primera versión de El hombre y lo divino), podemos apreciar el uso, aunque no la hegemonía, de una koiné hermenéutica: la descripción fenomenológica de la vida religiosa.

Esta, digamos, lengua vehicular se declina en varios dialectos. Por ejemplo, el del pionero neokantiano Rudolph Otto,5 para quien Lo santo (Das Heilige) (1917) es una vivencia irracional de lo numinoso6 (“lo absolutamente otro”), pero también y sobre todo una función a priori del espíritu humano, capaz de vincular entre sí los componentes de esa vivencia (su oscuridad –el Mysterium–, su desmesura –lo Tremendum– y su esplendor –lo Fascinans–) mediante esquemas racionales.

Destaca también el trabajo de dos miembros del Collège de sociologie, Roger Caillois –El hombre y lo sagrado (1939)– y Georges Bataille –Teoría de la religión (1948)–, quienes, bien pertrechados de literatura etnográfica y en la estela de su maestro Marcel Mauss, elaboraron sendas teorías del trato con lo sagrado, un trato regulado por una economía tanto simbólica como material, cuya sintaxis describen estos autores, sobre todo Bataille, desde la óptica del sujeto humano de tales transacciones económicas: “el sacrificador”.

A esta lista hay que añadir por lo menos a otros dos estudiosos, más cercanos a la fenomenología estricta, la de raíz husserliana: Gerardus van der Leeuw –Fenomenología de la religión (1933)– y el caudaloso Mircea Eliade –Tratado de historia de las religiones (1949), por ejemplo–, autores de compendios sistemáticos que describen las manifestaciones de lo sagrado, o hierofanías, así como las características espaciales, temporales, anímicas y culturales del trato que el Homo religiosus entabla con esas manifestaciones. En todos estos autores (y no son los únicos relevantes) coexiste un empeño común: describir, de la forma metodológicamente más pulcra posible, las formas de aparición de lo sagrado a la conciencia humana, y ello en observancia más o menos deliberada de la epojé de Husserl, esto es, del precepto que exige invalidar toda asunción gnoseológica que no provenga directamente de la aparición del fenómeno (en este caso, el religioso) a la conciencia.

Este será entonces el contexto de mi acercamiento al pensar zambraniano de lo sagrado: el coloquio histórico en el que participó la voz de la autora, si bien emitida desde la periferia de la discusión académica, situación que obedece tanto a la tesitura estilística de su prosa, como a su condición de escritora independiente, sin adscripción institucional alguna, y sujeta a la errancia de cuarenta y tantos años de exilio (por México, Cuba, Puerto Rico, Italia, Francia, Suiza). Por cierto, todas estas voces, unas más que otras, están vivas aún, y la de la andaluza goza de excelente salud; una manera de corroborarlo implica entablar un segundo coloquio: el de Zambrano con fenomenólogos más recientes, que comparten sus intereses antropológicos, como Hans Blumenberg o Jean-Luc Marion. Que esta doble interlocución del pensamiento de María Zambrano con sus pares, los contemporáneos y los posteriores, funja como el pasaje o el umbral al que aludí más arriba.

3.

“En su situación inicial el hombre no se siente solo. A su alrededor no hay un ‘espacio vital’, libre, en cuyo vacío puede moverse, sino todo lo contrario. Lo que le rodea está lleno. Lleno y no sabe de qué”.7 Ahora bien, ¿cuál es propiamente la situación antropológica inicial para Zambrano? ¿La prehistoria de nuestra especie? ¿O la eclosión de la conciencia en la criatura singular que cada uno de nosotros es? Ciertamente, las dos al unísono: para nuestra filósofa, el trance existencial que los arcántropos paleolíticos debieron atravesar para compensar mediante los instrumentos de la cultura el excedente de vulnerabilidad con que pagaron a la naturaleza las ventajas de su hominización es el equivalente filogenético del accidentado proceso ontogenético de la individuación psíquica, un proceso en el que la vulnerabilidad inicial es condición sine qua non de nuestra facultad de “aprender a vivir”. Zambrano le da entonces a este comienzo antropológico el nombre de la experiencia que lo manifiesta tanto en la especie como en la criatura: delirio de persecución. “[E]n el principio era el delirio; el delirio visionario del Caos y de la ciega noche. La realidad agobia y no se sabe su nombre”;8 aquí “el dominio de la psiquiatría coincide con el dominio de lo sagrado, lo divino no revelado aún”.9

Como experiencia prístina en la que “la realidad no es atributo que le conviene a unas cosas sí y a otras no [sino] irradiación de la vida que emana de un fondo de misterio”,10 lo sagrado zambraniano comparte las notas esenciales de lo numinoso de Rudolph Otto, aunque no se agota en ello. En efecto, tanto para ella como para él, lo sacro es al mismo tiempo incógnito, estremecedor y fascinante, y sólo se deja sentir en la forma de una experiencia que, por dos buenas razones, llamaré paradójica. Primero, porque en ella se manifiesta la “ambigüedad de lo sagrado”, es decir, se alternan la vivencia de “un terror de íntimo espanto, que nada de lo creado, ni lo aun más amenazador y prepotente, puede inspirar”11 y la de una beatitud, embriaguez ontológica o “reboso superlativo”12 sin parangón con el arrobo ante lo mundano. Pero, además, la paradoja resulta de que estas dos vivencias emocionales de la demasía sacra constituyen juntas el haz de un sustrato inefable, cuyo envés se revela como penuria cognitiva: “el misterio religioso, el auténtico mirum [lo admirable] es –para decirlo acaso de la manera más justa– lo heterogéneo en absoluto”;13 “lo mirum, por ser lo ‘absolutamente heterogéneo’, es, desde luego, inaprehensible e incomprensible; lo akatalepton, como decía Crisóstomo, aquello que escapa a nuestros conceptos porque trasciende de [sic] todas las categorías de nuestro pensamiento”.14 Se trata, en suma, de un “estupor ante lo absolutamente otro”15 cuyo carácter también se ha descrito así: “en el fondo es imposible enfrentarse reflexivamente […] a un acontecimiento que, por una parte, es una vivencia límite y por otra afirma ser un estar-atrapado”.16

Misterioso, aterrador, arrebatador. De los tres rasgos típicos de lo sagrado, los contemporáneos de Zambrano y ella misma reconocen la precedencia de lo tremendo. Otto determina lo numinoso, desde la perspectiva de quien lo experimenta, primeramente como pavor religioso (religiose Scheu); Eliade, por su parte, concibe lo sagrado, por el lado objetivo de su manifestación, como equivalente “a la potencia y, en definitiva, a la realidad por excelencia. Lo sagrado está saturado de ser. Potencia sagrada quiere decir a la vez realidad, perennidad, eficacia”;17 Caillois, por su parte, concibe lo sagrado como una “categoría de la sensibilidad […] sobre la que descansa la actitud religiosa”18 y define el momento objetivo de esta función sensorial como “aquello a lo que no puede uno aproximarse sin morir”,19 como una fuerza que “está siempre pronta a propagarse fuera, a derramarse como un líquido o a descargarse como la electricidad”,20 o bien como “una energía peligrosa, incomprensible, difícilmente manejable, eminentemente eficaz”.21 Georges Bataille, en fin, asocia el sentimiento humano de lo sagrado a la manera inconsciente, irreflexiva, en que los animales están inmersos en la continuidad del mundo, continuos con él, inmanentes a él, en una modalidad ontológica de plena indistinción, por parte de la criatura, del medio al que ella se integra “como el agua en el agua”:

 

los primeros hombres estaban más cerca que nosotros del animal; le distinguían quizá de sí mismos, pero no sin una duda mezclada de terror y nostalgia […] el animal aceptaba la inmanencia que le sumergía sin protestas aparentes, mientras que el hombre, en el sentimiento de lo sagrado, experimenta una especie de horror impotente. Este horror es ambiguo. Sin duda ninguna, lo que es sagrado atrae y posee un valor incomparable, pero en el mismo momento eso aparece vertiginosamente peligroso para este mundo claro y profano donde la humanidad sitúa su dominio privilegiado.22

 

En este mismo orden de asuntos, Zambrano le escribía a Agustín Andreu: “Sagrado para mí quiere decir en general y en grado eminente dynamis, potencia actuante”,23 y también, a propósito del aspecto subjetivo de lo sacro: “el delirio viene del padecer más de lo que se podría”.24

El león cósmico, miniatura, India, s. XVII.

El león cósmico, miniatura, India, s. XVII.

4.

Reconsideremos el modo de aparecer de lo sagrado desde la óptica de la demasía. Según su grado de donación o automanifestación (darse en y a partir de sí), Jean-Luc Marion distingue “tres figuras originales de la fenomenicidad”:25 fenómenos “pobres en intuición”, o bien “de derecho común”, o bien “saturados”.

Los de la primera especie “no reclaman más que una intuición formal en matemáticas o una intuición categorial en lógica […] una ‘visión de esencias’ y de idealidades. En esta configuración casi basta a lo que se muestra en sí y a partir de sí con su mero concepto o, al menos, con su sola inteligibilidad (la demostración misma) para darse”;26 la penuria de estos fenómenos es, entonces, falta de materia (que no de forma) intuitiva.

En los “fenómenos de derecho común” se liga un aporte eidético de la conciencia intencional con una materia intencionada; la donación alcanza entonces un “cumplimiento intuitivo”,27 aunque “ese cumplimiento resulta inadecuado y la intención como su concepto resultan parcialmente no confirmados por la intuición, no perfectamente dados”.28 A través de esta segunda figura, la del fenómeno “estándar”, se manifiestan los objetos empíricos de la percepción –que siempre se ofrecen parcialmente, al sesgo o en escorzo, por alguno de sus “lados”, lo cual implica, como demanda de trabajo perceptivo de la totalidad del objeto, un recorrido por las caras del mismo y un ajuste constante entre intención e intuición; pero también se muestran así “los objetos de la física y de las ciencias de la naturaleza”.29 Ahora bien, en la medida en que ningún objeto de la percepción puede darse simultáneamente por todos sus lados, en el fenómeno de derecho común predomina siempre el aporte conceptual o eidético de la intención por encima del dato intuitivo: “la deficiencia de la intuición garantiza que el concepto domine la totalidad del proceso de manifestación, conservando una fuerte abstracción gracias a una intuición débil”,30 predominio que alcanza su más clara expresión cuando la materia intuitiva “sólo completa casi anecdóticamente su ‘concepto’”,31 como ocurre en la captación de los objetos producidos por la técnica.

Marion llama saturados a los fenómenos de la tercera especie, “en los que la intuición sumerge siempre la expectativa de la intención, en los que la donación no solamente inviste por completo la manifestación, sino que también la sobrepasa y modifica sus características comunes […] [L]a intuición despliega una demasía que el concepto no puede ordenar, que la intención no puede prever”.32 Responde a este desorden y a esta imprevisión una saturación plural, equívoca, del fenómeno: suele ocurrir que “la intuición, a fuerza de presionar, alcanza los límites comunes del concepto y del horizonte; sin embargo, no los traspasa, sino que topa con ellos, reverbera, vuelve a su campo finito, lo confunde y lo invisibiliza finalmente por exceso –deslumbramiento”,33 pero también sucede que:

 

El fenómeno saturado de intuición, habiendo alcanzado los límites de su concepto o de su significación hasta la adequatio y habiendo colmado todo su horizonte e incluso la corona de lo aún no conocido, puede […] sobrepasar toda delimitación de horizonte. Esta disposición no implica dispensarse sin más del horizonte, sino articular varios horizontes de manera conjunta para acoger un mismo y único fenómeno saturado […] Se trata de leer ese fenómeno, fuera de las normas, en varios horizontes distintos al mismo tiempo, en horizontes incluso opuestos, cuya adición eventualmente indefinida es lo único que permitirá acoger la desmesura de lo que se muestra.34

 

De vuelta de este excurso se puede pensar lo sagrado zambraniano como un fenómeno saturado de múltiples horizontes. La forma de la intuición en el delirio es la de una hostilidad omniamplectente, es decir, que rodea y empuja por todos lados; se trata también del “estar atrapado” del que habla G. van der Leeuw. Pero sobre todo se trata del “absolutismo de la realidad”.

Con este concepto, extrapolado del pensamiento político contractualista al campo de la antropogénesis en la prehistoria, Hans Blumenberg describe la condición mundana de la humanidad arcaica, cuando, tras dejar “la antigua protección de la selva” por la sabana y las cavernas, descubrió que “no tenía en su mano, ni mucho menos, las condiciones determinantes de su existencia –y, lo que es más importante, no creía tenerlas en su mano”.35 Para compensar esta abrupta inadaptación, los arcántropos debieron desplegar un sobreesfuerzo “prometeico” que “incluye la capacidad de prevención, de adelantamiento a lo aún no ocurrido, el enfoque hacia lo que está ausente tras el horizonte”,36 pero antes de alcanzar este rendimiento se enfrentaron a la saturación de lo sagrado zambraniano, eso que Blumenberg define como “un puro estado de prevención, incierta, de la angustia, cosa que constituye, por formularlo paradójicamente, una intencionalidad de la conciencia sin objeto. Por ello, el horizonte se convierte, igualmente, en una totalidad de direcciones desde las cuales ‘aquello puede acercarse’”.37

Ahora bien, si lo sagrado persigue, agobia, sobrepasa y angustia, ¿cómo se lidia con ello?

5.

María Zambrano y sus pares concuerdan en que lo primero que hace falta es proyectar un horizonte, poner lo sacro a distancia. Así, el trato con lo sagrado comienza con operaciones apotropaicas, de conjura o repulsa, encaminadas a la “desconstrucción del absolutismo de la realidad”.38 Estas operaciones se vuelven indispensables para la supervivencia cuando al “animal huidizo” que es el ser humano ya no le bastan para cuidar de sí mismo las “señales que desencadenan reacciones de fuga ante el cambio del biotopo”,39 es decir, cuando “las situaciones que forzaran a la huida tuvieran que ser, en lo sucesivo, soportadas, o bien evitadas adelantándose a ellas”.40

Las técnicas apotropaicas alcanzan plena eficacia cuando cristalizan en la praxis del sacrificio, aunque en su forma embrionaria son procedimientos de prevención, partición e identificación nominal de aquella alteridad radical: “La expresión ‘horizonte’ no es únicamente un compendio de todas las direcciones de las que se puede aguardar algo indeterminado. Constituye también un compendio de las direcciones según las cuales se orienta la labor de anticiparse a las posibilidades o de ir más allá de ellas”.41 Para reconquistar el horizonte, para drenar el fenómeno saturado o despotenciar lo sacro, es preciso disponerse a “una actitud que se siente como de espera, referida al horizonte total”42 y esforzarse en determinar o localizar lo que adviene desde allá como “amenaza fáctica”, y ya no como amenaza generalizada; en otras palabras, “la angustia ha de ser racionalizada como miedo […] en virtud de una serie de artimañas, tales como […] la suposición de que hay algo familiar en lo inhóspito, de que hay explicaciones en lo inexplicable, nombres en lo innombrable”.43

Todas estas artimañas buscan correr ante lo sagrado “como un velo, otra cosa”,44 esto es, trabajan por interposición de “algo” entre la intención y la intuición del fenómeno saturado. Según Blumenberg, lo primero que el humano pone ante lo sacro son conjeturas lenitivas, que aporta la conciencia intencional (los “esquemas de la imaginación”, según dice el neokantiano Otto), esto es, presunciones que desahogan la angustia, pues “quien reacciona a partir de la angustia o inmerso en la angustia ha perdido el mecanismo de correr delante de sí una serie de instancias imaginativas”,45 una de las cuales, por cierto, es el nombre, que identifica y aplaca: “Lo que se ha hecho identificable mediante nombres es liberado de su carácter inhóspito y extraño”.46

Pero esto no es todo; caracteriza también a este trabajo de repulsa la racionalidad expresada en el principio político divide et impera, una racionalidad que actúa a la base del más sofisticado dispositivo apotropaico de la humanidad arcaica (junto con el rito): el mito. Éste, “en su empeño de desmontar el absolutismo de la realidad hizo, a partir de un informe bloque de poderío opaco –que estaba sobre el hombre y contra el hombre–, un reparto en multitud de poderes que competían entre sí y hasta se invalidaban mutuamente”.47

Décadas antes que Blumenberg, Zambrano concebía con parecida atención al detalle (si bien da cuenta de ello en una tonalidad estilística muy distinta) el proceso de repulsa de lo sagrado, incluida en él la separación de poderes en el mito, o Gewaltenteilung. Dice la andaluza sobre el delirante:

 

No es realidad, es visión lo que le falta. Su necesidad inmediata es ver. Que esa realidad desigual se dibuje en entidades, que lo continuo se dibuje en formas separadas, identificables. Al perseguir lo que le persigue, lo primero que necesita es identificarlo. […] Y cuando poéticamente los defina [a los dioses] creerá transcribir lo que ha sido, se ha mostrado siempre así. Entonces habrá finalizado el delirio de persecución; ha alcanzado por fin el pacto.48

 

El árbol del alma, Museo Británico, s. XIX.

El árbol del alma, Museo Británico, s. XIX.


Ahora bien, no todos los contemporáneos de la andaluza pensaban la desconstrucción del absolutismo de la realidad en los mismos términos, ni con el mismo grado de detalle. En el caso de Eliade, por ejemplo, la situación inicial del hombre ante lo sagrado indeterminado se estabiliza mediante la concreción individual de lo sacro en lo empírico: “Desde el momento en que lo sagrado se manifiesta en una hierofanía cualquiera no sólo se da una ruptura en la homogeneidad del espacio, sino también la revelación de una realidad absoluta, que se opone a la no-realidad de la inmensa extensión circundante. La manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el Mundo”.49 Si se lee con atención puede verse que, para Eliade, el horizonte instaurado por la hierofanía –lo sagrado concreto– produce dos efectos simultáneos: por un lado, condensa en un foco tangible de irradiación (una montaña o un árbol, por ejemplo, no importa aquí el vehículo) la previa desmesura del entorno, ese “territorio desconocido”, ese “espacio extraño, caótico, poblado de larvas”;50 por otra parte, una vez acotado y ordenado así lo sacro desde el centro donde se lo sitúa, el horizonte abierto desde ahí despotencia todo aquello situado más allá de su propio límite, y lo hace al grado máximo de retirarle el valor de realidad: surge así, en el esquema de Eliade, el espacio profano, en contraste con la sacralidad atemperada de la hierofanía y en oposición a ella.

En cuanto a Otto, es preciso traer a colación ahora el aspecto arrobador de lo numinoso, pues lo numinoso, en su contenido cualitativo, así como “detiene y distancia con su majestad […] de otra parte, es claramente algo que al mismo tiempo atrae, capta, embarga, fascina”.51 Para el teólogo de Marburgo:

 

Fuera muy posible, casi verosímil, que el sentimiento religioso en los primeros grados de su evolución se iniciase solamente por una de esas dos facetas o polos; a saber, por el retrayente o tremendum, y que al principio sólo se mostrase bajo la figura del pavor demoniaco. En favor de esta hipótesis aboga, por ejemplo, el hecho de que en los estadios posteriores de la evolución “honrar, venerar religiosamente”, significa todavía “conciliar, calmar la cólera”. Así aparadh, en sánscrito.52

 

Con todo, a Otto no le basta esta conjetura para explicar “por qué razón lo numinoso es buscado, solicitado, apetecido”,53 de manera que opta por validar la precedencia de lo tremendo solamente en el orden temporal (legendario primero, histórico más tarde) de la manifestación empírica de los rostros de lo numinoso; en cambio, en el orden esencial de la naturaleza de lo numinoso, Otto postula que lo fascinante no es secundario, sino consustancial con lo terrible.

Ahora bien –y esta es una crítica de Blumenberg a Otto–, en la medida en que “el sentimiento es una pretanteante [sic] falta de claridad del espíritu”,54 la posterioridad de lo fascinante respecto de lo terrible sería más bien el indicio de una evolución del aparato afectivo humano. ¿Cómo es esto? La angustia, el miedo inclusive, impiden el ejercicio cabal de la atención, y la atención es indispensable para identificar y distanciar lo sagrado; según esta lógica, el arrobo que nutre la experiencia de lo numinoso fascinante constituye un factor de estabilización de la atención a lo real, un aliciente para dejar de rehuirlo y comenzar a arrostrarlo: “este afecto viene a ser como una pinza que abarca una serie de acciones parciales que trabajan, todas ellas, contra el absolutismo de la realidad”.55 El valor que este giro afectivo representa para la antropogénesis lo expresa Zambrano, en efecto, como un contragolpe de la atención: “de aquello que no puede escapar, [el hombre] espera”;56 así, “detrás de lo sagrado se prefigura un alguien, dueño y posesor”,57 y esta prefiguración “es el reverso de la persecución; es la gracia”.58 De esta manera se anuncia, en la fenomenología de la religión de María Zambrano, un proceso del que ya no me ocuparé en este texto: el de la mutación de lo sagrado en lo divino.

6.

Las técnicas de trato con lo sagrado son distintas en la teoría de Bataille y, en buena medida, opuestas a las apotropaicas. Para este autor, el ser humano, por arcaico que sea, irrumpe en un mundo siempre hasta cierto punto despotenciado. En la medida en que, según Bataille, la vivencia de lo sagrado es una especie de reminiscencia vivaz del régimen ontológico animal –el de la continuidad inmanente–, entonces ser humano significa haber dado ya el salto de la inmanencia del puro sentir a la trascendencia del pensar, y saberse por ello discontinuo respecto del medio circundante. En consecuencia, el proceso de hominización está ligado, más que a las artimañas de la imaginación simbólica, a una conducta interesada en trascender la continuidad animal: la fabricación de útiles. Según esto, al manipular lo real con vistas a un fin, los arcántropos extrajeron los utensilios de la inmanencia, y a ellos mismos junto con los utensilios, pues, conforme hicieron y emplearon herramientas, abrieron ante sí el horizonte del cálculo, la planificación y el control técnico y económico de lo real. Así, desde el mundo profano resultante de estas operaciones orientadas a fines racionalizados, el hombre religioso de Bataille experimenta tanto el peligro y la extrañeza como la nostalgia y la sed de lo sagrado, esa plenitud que se perdió con la hominización.

Predomina en este modelo explicativo el aspecto fascinante de lo sacro, manifiesto en la forma de un apetito por la desmesura, por el derroche, por el gasto aparentemente gratuito; en una palabra, por el sacrificio, paradigma del comercio humano con la alteridad radical. La racionalidad del sacrificio, así como la vehemencia del anhelo que lo impulsa, pueden apreciarse en el monólogo ficticio del sacrificador, que Bataille imagina:

 

El sacrificador enuncia: Intuitivamente, yo pertenezco al mundo soberano de los dioses y de los mitos, al mundo de la generosidad violenta y sin cálculo […] Yo te retiro, víctima, del mundo en que estabas y no podías sino estar reducida al estado de una cosa, poseedora de un sentido exterior a tu naturaleza íntima. Yo te reclamo a la intimidad del mundo divino, de la inmanencia profunda de todo lo que es.59

 

Ahora, bien mirada, esta generosidad violenta no deja de ser por ello interesada. En el pensamiento de Bataille juega un papel fuerte el economicismo del Ensayo sobre el don (1925), de Marcel Mauss: lo que en el orden profano significa el desperdicio de la víctima sacrificial, en el orden sacro es la moneda con que se paga la reinserción del sacrificador en la continuidad inmanente. Para Caillois, la operación sacrificial es todavía más pragmática, pues se ejecuta con vistas a la obtención de utilidades en el mundo profano:

 

el solicitante, para obligarlos [a los dioses] a que se las concedan [las dádivas], no imagina nada mejor que anticiparse y hacerles un don, un sacrificio, es decir, consagrando, introduciendo a expensas propias en el dominio de lo sagrado algo que le pertenece y que abandona o algo de que disponía libremente renunciando a sus derechos sobre ello. Así lo sagrado […] se convierte en deudor del donante.60

 

María Zambrano no comparte del todo esta comprensión profana, si bien admite la naturaleza económica o transaccional del sacrificio. Además, para la andaluza toda ofrenda es un corolario al trabajo apotropaico del mito. Para ella, la oblación cumple dos funciones: por un lado, estimula la manifestación individuada de lo sagrado (convoca o reactiva una hierofanía, en términos de Eliade), y con ello corrobora que la nomenclatura del panteón sigue expresando el arcaico reparto de poderes y la estructura divina de lo real; por otra parte, actualiza la distancia respecto de lo sagrado absoluto, una distancia articulada ya en el mito. Del primer aspecto dan cuenta estas palabras: “El sacrificio es el acto o la serie de actos que hacen surgir este instante en que lo divino se hace presente; es la llamada, diríamos la coacción, dirigida sobre esa realidad escondida para que aparezca”.61 Del segundo son testimonio estas otras: “El sentido práctico del sacrificio debió ser un dar lugar a una especie de ‘espacio vital’ para el hombre; por medio de un intercambio entregar algo para que se le dejara el resto”.62

Coatlicue, cultura mexica, 1440-1469, piedra. Museo Nacional de Antrología.

Coatlicue, cultura mexica, 1440-1469, piedra. Museo Nacional de Antrología.

7.

No se pierda de vista que, con lo aquí escrito, apenas me he asomado por un umbral al orbe del pensamiento religioso de María Zambrano: se trata de un espacio amplio y rico, de una complejidad que se intensifica con el paso de lo sagrado a lo divino. Porque si lo sagrado es algo, lo divino es alguien. Así, de la matriz anónima de lo sagrado brotan las formas divinas que, para la andaluza, al igual que sucede con el mito –domicilio simbólico y verbal de esas formas–, despliegan su vida (haciéndose eco de la ambigüedad sagrada) como terror o como poesía, es decir: “como expresión desnuda de la pasividad frente al hechizo demoníaco o como excesos imaginativos de una apropiación antropomorfa del mundo y una elevación teomorfa del hombre”.63 La mejor forma que se me ocurre de asumir esta disyunción es leer, o releer, El hombre y lo divino.

 

1 Sobre todo la correspondencia con Agustín Andreu; a propósito de este epistolario, véase: Juana Sáchez-Gey Venegas, “El pensamiento teológico de María Zambrano. Cartas de La Pièce, Correspondencia con Agustín Andreu”, en Aurora, núm. 16, 2015, pp. 104-113.

2 Como el que ha realizado por décadas Jesús Moreno Sanz, recogido en muchos textos, pero sobre todo en los cuatro volúmenes de El logos oscuro: tragedia, mística y filosofía en María Zambrano (Madrid, Verbum, 2008). Las secciones más relevantes de esta obra para la exégesis de El hombre y lo divino se encuentran en el vol. i, pp. 124-168, y sobre todo en el vol. ii, pp. 102-484.

3 María Zambrano, Cartas de La Pièce (Correspondencia con Agustín Andreu), ed. Agustín Andreu, Valencia, Pre-textos/Universidad Politécnica de Valencia, 2002, p. 219.

4 Ibid., p. 175.

5 Zambrano leyó a Otto junto con toda una generación de intelectuales. En un texto dictado hacia 1987, la autora dijo: “El descubrimiento de lo sagrado también se lo debo, o estaba propiciado por un libro apasionadamente leído en mi adolescencia […] de un autor alemán, Rodolfo Otto, Lo santo, y yo me di cuenta de que no era lo santo, sino lo sagrado”. (María Zambrano, “A modo de autobiografía”, en Anthropos, núm. 70/71, 1987, p. 72).

6 En la base del neologismo está la palabra latina numen. En cuanto a esta voz, proviene del radical indoeuropeo neu-, que significa “hacer señas con la cabeza”. En el caso de numen, este movimiento de la cabeza implica “voluntad divina” (véase la entrada neu- en Edward A. Roberts y Bárbara Pastor, Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, Madrid, Alianza Editorial, 1997, p. 115). En este último sentido, el término denota una de las hierofanías fundamentales de la religión romana: “numen, que se emplea siempre acompañando al nombre de una divinidad, designaba la voluntad divina que se traducía por una acción eficaz. El numen de un dios era la manifestación de su acción personal […] La religión romana siempre fue ‘actuada’ por el hombre que reconocía en el numen la realización eficaz de una potencia que, además, podía no tener ninguna representación antropomórfica”. (Michel Meslin, “Numen”, en Paul Poupard (dir.), Diccionario de las religiones, Barcelona, Herder, 1987, p. 1293).

7 María Zambrano, El hombre y lo divino, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 28.

8 Ibid., p. 29.

9 Ibid., p. 28.

10 Ibid., p. 33.

11 Rudolph Otto, Lo santo, trad. Fernando Vela, Madrid, Revista de Occidente, 1965, p. 26.

12 Ibid., p. 62.

13 Ibid., p. 42.

14 Ibid., p. 47.

15 Ibid., p. 43.

16 Gerardus van der Leeuw, Fenomenología de la religión, trad. Ernesto de la Peña, México, Fondo de Cultura Económica, 1975, p. 653.

17 Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, trad. Luis Gil, Barcelona, Labor, 1983, p. 20.

18 Roger Caillois, El hombre y lo sagrado, trad. Juan José Domenchina, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 12.

19 Ibid., p. 13.

20 Idem.

21 Ibid., p. 15.

22 Georges Bataille, Teoría de la religión, trad. Fernando Savater, Madrid, Taurus, 1999, pp. 38-39.

23 Zambrano, Cartas de La Pièce, p. 174.

24 Ibid., p. 122.

25 Jean-Luc Marion, Siendo dado. Ensayo para una fenomoenología de la donación, trad. Javier Bassas Vila, Madrid, Síntesis, 2008, p. 362.

26 Idem.

27 Ibid., p. 363.

28 Loc. cit.

29 Loc. cit.

30 Loc. cit.

31 Ibid., p. 365.

32 Ibid., p. 366.

33 Ibid., p. 342.

34 Loc. cit.

35 Hans Blumenberg, Trabajo sobre el mito, trad. Pedro Madrigal, Barcelona, Paidós, 2003, p. 11.

36 Ibid., p. 12.

37 Loc. cit.

38 Ibid., p. 15.

39 Loc. cit.

40 Loc. cit.

41 Loc. cit.

42 Blumenberg, Trabajo sobre el mito, p. 13.

43 Loc. cit.

44 Loc. cit.

45 Ibid., p. 14.

46 Loc. cit.

47 Ibid., p. 21.

48 Zambrano, El hombre y lo divino, p. 29.

49 Eliade, Lo sagrado y lo profano, p. 26.

50 Ibid., p. 32

51 Otto, Lo santo, p. 53.

52 Ibid., p. 55.

53 Loc. cit.

54 Blumenberg, Trabajo sobre el mito, p. 29.

55 Loc. cit.

56 Zambrano, El hombre y lo divino, p. 32.

57 Ibid., p. 33.

58 Ibid., p. 34.

59 Bataille, Teoría de la religión, p. 48.

60 Caillois, El hombre y lo sagrado, p. 22.

61 Zambrano, El hombre y lo divino, p. 41.

62 Loc. cit.

63 Hans Blumenberg, El mito y el concepto de realidad, trad. Carlota Rubies, Barcelona, Herder, 2004, p. 15.