Tengo a V. m., con quien estoy comiendo en un plato; y ojalá fuera ello así, que no estoy sino debajo de su mesa de V. m., comiendo sus meajas y pidiendo ahora que deje caer una rebanada de pan siquiera…

J. Arreola

 

¡Goyo!, ve a traer el alcanfor y de una vez traite el tlixcali y dile a don Jaimito que pasomañana le pago. Goyo esto, Goyo lo’tro… Pero esa vez que me caí al pozo y me descalabré nomás mi madrina gritaba: ¡Goyito! ¡Saquen a Goyito! y los otros se hicieron guaje y ella como pudo me sacó de ahí. ¡Ah! Pero eso sí, cuando estuve sano otra vez dijeron ora te vas de güeyero y luego que mejor no, mejor te vas de gañán y así de acá pa’llá. Todo el día si no estoy siguiendo la yunta, ando de mandadero. Luego en casa del patrón me dan de comer puros chipilis, pero a mí ni me gustan, tanto y tanto pues lloro y dejo de tomarme el caldo cuando me doy cuenta de que me ando bebiendo mis lágrimas. Si bien me va, me dan una tortilla fría y siento cómo los pedazos se me entierran en las encías; ora ni siquiera una salsita con su quesito, ni un cachito.

Pero en las noches, antes de dormir, me quedo mirando un rato las chilascas. Las veo cómo andan, cómo suben el mezquite y luego las diviso perderse dentro del tronco. Enveces pienso que si las aplastara ni cuenta se darían las pobres de que ya están muertas, han de afigurarse que siguen andando sobre las piedras o entre las ramas. Las veo y las veo y me dan ganas de ser como ellas, de andar por los árboles, entre las hojas sin que nadie me diga nada, sin que nadie me haga nada.

Una vez alcancé al padre en el atrio y le pedí que le rogara a Diosito por mí. “Corra padre, corra, usté dígale, yo ya le recé al Santo Niño de Atocha, pero no me ha hecho caso. Dígale que me convierta en chilasca, ande, por favor, dígale usté, ora que viene la Semana Grande”. Pero se le ha deber olvidado. Cuando lo vea le voy a recordar, quién quita y esta vez sí intercede por mí. “Por los recuerdos que hago hoy te ruego me concedas lo que te suplico”.

 

Baraquiel, el hijo de don Reveriano, fue el que me aventó al pozo. Él dijo que no. Y dizque desde esa vez quedé loco, pero no es cierto, yo no estoy loco. Yo de lo que padezco es del miedo, casi no hablo porque tú qué vas a saber, pinche sonso, me agarran y ¡Zas! ¡Zas!… Me dan de manazos en la boca y le paran sólo cuando ven que ya no puedo ni quejarme. Y si ando de mandadero corro por todos lados porque nomás de pronto escucho cómo zumban las piedras. Nomás se oye cuando pegan en el suelo. Salen de por aquí, salen de por allá, a veces de plano las oigo cómo retumban en mi cuerpo, ¡ándele! Eso morado de aquí me lo dejó una piedrota bien grandísima. Yo soy miedoso, pero no estoy loco. “¿Qué están locos esos hombres?, ¿cómo consienten pegarle a un niño? Ay criatura, no te muevas, así no te puedo curar”. Mi madrina sabía mucho de remedios, cuando se me reventaban las ámpulas me untaba sábila pa que se me hiciera costra o si me lastimaba un brazo me ponía fomentitos de agua con sal, como esa vez que don Reveriano andaba amarrando sus toros pa marcarlos y me lazó el brazo: me jalaba y me jalaba, cuando de pronto sentí cómo se me chispó el hombro. Nomás estaba jugando ―dijo.  “Pero criatura, ¿por qué sigues yendo con ese ingrato? ―Es que me dijo que esta vez me iba a dar tantito pipián, madrina, y que hasta en una de esas me regalaba unos tamales de frijol”.

 

Don Arnulfo Bazán siempre vio con malos ojos que mi madrina me diera un taquito con sal o que de vez en cuando me sirviera del chilcapón que hacia pa los arrieros. Yo ya sabía que si la tranca estaba cerrada era noticia de que ahí estaba don Arnulfo y no podía entrar a su casa; pero aquella vez estaba entreabierta ―los guajolotes no tenían agua, tampoco maiz quebrado ni alfalfa, la Pelusa estaba echada y mirando hacia la cocina―, el día que jallé muerta a mi madrina. Baraquiel me dijo que por la mirada de los muertos se cuela la del Diablo, pero por la de mi madrina se colaban las mortificaciones, tenía la mirada de cuando se despedía de mí. “Que la bendición de Dios te acompañe, después de la de Dios la mía…”. Esos ojos eran los que tenía. Me acerqué, le cerré los párpados y le dije que se calmara, que el Santo Niño le había hecho el milagro. “―¿Qué es lo que más quisiera, madrina?. ―Abrazar a mi mamá, Goyito”.

 

―Nomás no te vayas chamaco pendejo.

―Ira, Bazán, cálmate. El muchacho no te está haciendo nada, deja que se quede. Hazlo por la difunta, ya ves que le tenía cariño.

―Qué cariño ni qué ocho cuartos, lástima era lo que te tenía, ¿me oyites? Lástima. Es la última vez que te lo digo, vete o la alcanzas a ella.

― ¡Usté fue! ¡Yo sé que usté fue! Y no por picadura de alacrán como le dijo a todo mundo. Yo lo sé porque una vez le dijo a mi madrina como le vuelvas a dar otra tortilla a ese chamaco te mato, Lucía, óyeme que te mato. Mi madrina tenía en su mano una tortilla enrollada la tarde que la jallé tirada; luego de que le cerré sus ojos le quité el taco de la mano, tenía la mortificación de no saber si yo había comido. Esa tortilla era pa mí y usté lo supo, por eso la mató; su mano estaba blandita, no tenía la mano engarrotada de los muertos, por eso supe que ese taco era pa mí. Eso fue lo que le grité, le grité con toditita la muina que había juntado por años, esa muina que dicen que es mala para la bilis; le grité con toda la fuerza de mi cogote, con las venas enmuinadas le escupí el coraje que tenía guardado en las tripas; mis ojos le aventaban todos los reclamos y mis manos se aguantaban las ganas de ahorcarlo, de enterrarle los dedos en la cara, de sacarle los ojos, de buscarle en las tripas algún pedacito de alma. Le grité todo eso en el pensamiento mientras él me zarandeaba y me escupía en la cara que me largara. Nunca como esa vez me supieron tan agrias las lágrimas. Me salí de ahí con el alma enojada y hecha bola en el pecho.

Anduve por muchos lados, no sé por dónde. Sólo tengo el recuerdo de mis pies andando, como que todavía los escucho, se me afigura que sigo andando esa noche. Desde la muerte de mi madrina no sé si es de día o de noche. No sé si lo que tengo aquí en la panza es hambre o dolor. Esa vez me quedé dormido quién sabe dónde. “Tú no dejes de pedirle al Santo Niño, criatura”.

 

─Ay comadre, vaya usté a saber. Pero ese hombre ya debía muchas y lo del muchacho, de plano vaya, era no tener temor de Dios.

─Dicen que no lo mataron por lo del muchichito, comadrita. Sino que este ingrato tenía otra mujer en Progreso, una casada. El marido se enteró, se hicieron de palabras, el hombre le enterró un cuchillo en la panza, Arnulfo alcanzó a darle un balazo en el pecho, pa que ya no te duela el corazón, pendejo, cuentan que le dijo. Pero el corazón le ha deber seguido doliendo después de muerto.

─Si no fue Bazán, ¿quién mató a ese muchacho?

 

Ya me acordé en dónde me quedé dormido. Esperé a que todos se fueran. Me acerqué a la tumba de mi madrina, no le llevé flores porque no le gustaban, pero sí una bizneaga con una florcita recién reventada; hice un hoyo a ladito de su cruz y la sembré. Me agarró el sueño y me quedé ahí.

 

Yo creiba que estaba durmiendo, no era raro verlo dormido en cualquier lugar. Una vez me contó don Andrés que lo jalló durmiendo entre el zacate, fue un diciembre: por nada y lo atravieso con el trinche —me dijo. “Es que hacía harto frío, don Andrés. Yo le doy el zacate a sus vacas, no me pague si no quiere, pero deme aunque sea un taco”. Ya párate huevón —le dije. Eran como las siete, yo fui a acarrear agua, pero ni se movió. Pasé otra vuelta, por ahí de las once, seguía ahí en el tule, acurrucado. Ya no le dije nada, ni los otros que estaban en Las Pilas le dijeron nada.

Eran como las cinco de la tarde, había ido a jugar al billar de este Flores. Pasé a Las Pilas a lavarme la cara y ahí estaba su reflejo en el agua, te están subiendo las chilascas, tú, ya párate, voy a creer que no te cansas. Fui y lo moví. Se fue de boca. Usté no se puede imaginar tantísimas chilascas que tenía en el cuerpo, ¡párate Goyo!, háblame muchacho… pero ya estaba muerto desde a qué horas.

Fue Adelaido quien le contó al síndico y éste al presidente lo que Arnulfo le dijo a Goyito en el velorio de mi comadre Lucía —que en paz descanse—. El síndico supo también lo que mi compadre hizo cuando lo encontró durmiendo en el panteón. “Lo que hiciste estuvo mal, Bazán, y tú lo sabes bien: ese chamaco no te hizo nada y quería y ayudaba mucho a la difunta”. Pero él no mató a Goyito. Ese chamaco ya estaba muerto desde que la partera lo sacó del vientre de su madre, estaba muerto, pero quiso Dios que viviera su muerte y por aquí anduvo, pasando hambres.

 

—Haga usté de cuenta que cuando tomo agua en las mañanas pienso que es atole de granillo. Enveces agarro pichones pa’sarlos. Una vez me maté un conejo allá por Donde Brinca el Agua. Don Reve me mandó a llenar los cántaros, divisé el conejo, algo lo había mordido, de un piedrazo lo rematé. Rapidito le enterré el cuchillo le abrí la panza le quité el pellejo hice lumbre y creo que hasta las tripas me comí, pero vaya que no se compara con la comida que estamos dando orita, don Luis, por Dios que no. Josito nos acercó más tortillas recién hechas. ―Híjolas, don Luis, hasta parece que estoy viendo a mi madrina. “Pásale hijo, cómete una tortilla con manteca y sal”. ―Con las puntas de los dedos como que picaba la tortilla esponjada. “¿Apoco no se quema, madrina? No pues, hijo, ya me hizo callo”. Con la cucharita untaba la manteca, le echaba un puñito de sal, la enrollaba y le soplaba tantito. “Órale, cuidado que está caliente”. Híjolas, don Luis, qué comida estamos dando. Nunca antes había probado el aguacero, nomás lo había olido —Me contó una vez que trabajó conmigo y comimos en el restaurancito de la hija de Vicente Meza. —Yo le digo a mi panza que se esté quieta, «no hay comida y nos aguantamos» y se calma. Unas veces me metía a los corrales a mamarle a las vacas, pero don Reveriano me jalló una vez y sólo él sabe cuántos fajazos me dio. Desde esa vez se me quitó la maña.

 

Yo maté a Arnulfo Bazán, lo fui a tirar a Progreso para que no se sospechara de mí, la querida era de allá y tenía un marido que era de armas tomar. También lo maté. Yo corrí el rumor de que se habían peleado. Pero yo los maté: al de Progreso porque me convenía y a Arnulfo decidí matarlo el día que me quise dar cuenta de que Goyito era mi hijo. Me llené de coraje cuando recordé lo que le gritó a mi criatura en el velorio, me enmuiné porque lo arrastró hasta afuera del camposanto cuando lo jalló en el panteón de la difunta. Te vas a morir, Bazán —Me repetía todas las noches. —Te vas a morir, te vas a morir.

 

Del diario sueño con comida, don Luis. Mi madrina decía que si uno le pide con fe al Santo Niño, él nos dará lo que deseamos, al principio le pedía algo qué comer. Pero luego le rogaba que me convirtiera en chilasca.

 

Lo primero que hice fue sacudirle las chilascas, luego le lavé la cara. Ahí me quise dar cuenta de que el muchacho era hijo de Lucía, que nació allá por Guerrero, cuando Arnulfo se la llevó por tres o cuatro años. Cuando regresaron, Bazán fue a mi casa. “Ira, Luis, tú sabes que no podías darle nada a Lucía. Yo me la llevé porque la había pedido, me la llevé porque era más hombre que tú, pero quiero que eso se quede en lo que ya pasó. Vengo a pedirte que lleves a bautizar a la criatura, para que te des bien cuenta de que te tengo buena fe y que nunca te quise perjudicar”.  La recién nacida no pasó de los tres días.

 

—Ahi te dejo a este chamaco, Reveriano, te puede servir de gañán. Goyo tenía seis años cuando me lo traje. —Ya te traje a tu hijo, Lucía, te lo traje pa que veas que te tengo buena voluntad, pero ahi de ti y de él si se enteran que es tuyo. Lo vas a llevar a bautizar y nada más. Quise decirle eso a la difunta. —Reveriano tiene nuevo peón, es un chamaco, como de unos seis o siete, ya le dije que tú vas a ser la madrina. Me acuerdo que así fue como le hablé de Goyo.

Esa vez le dije que las chilascas también se morían con fulidol. Lo segundo que hice fue quitarle una bolsita de la mano, la aventé y me di cuenta de que lo había matado. Debí darme cuenta la vez que comimos juntos de que mi plática lo habría de matar. Debí darme cuenta de que Arnulfo se había robado a Lucía por algo. Pero pasé muchos años sin querer darme cuenta. Fue el dolor que me entró, cuando lo vi ahi tirado en el tule, lo que me avivó.

Pero ya no importa. Ya soy un muerto, padre, estoy aquí con usté, pero ya estoy muerto. Usté me verá en misa, pensará que vivo. Me va a ver andando por la calle del camposanto. Soñé que Luis estaba muerto, va a decirse, pero en el fondo sabrá que no es cierto, que no soy un sueño. Voy a venir todos los días a confesarme padre, se va a confundir y no va a saber si esta voz que oye y la cara que ve por la celosía son de a deveras. ¿Y a Luis cómo lo saco de la cabeza?, ¿cómo lo echo de mi iglesia? Se va a preguntar, pero eso no se va a poder, padre. Yo voy a estar aquí para siempre.

 

“¡Quíteme las chilascas! ¡Ayúdeme señor! Por favor ¡Ire cómo se me suben! ¡Quítemelas por favor!”

 

Me acuerdo de él. La primera vez que lo vi le pregunté a mi mamá por qué ese señor se sacudía la cara, los brazos, las piernas, por qué dormía afuera de la iglesia y por qué cuando entraba se hincaba frente al Santísimo y se empezaba a mecer y a pegarse en el sentido. —Porque no puede con el remordimiento, hijo, respondió. Don Luis ya no duerme en el atrio, pero las chilascas siguen aquí.