Todo muere, cariño, es un hecho.
Pero quizá todo lo que muere vuelva algún día.
Péinate y maquíllate, guapa, vamos a encontrarnos
esta noche en Atlantic City.

Bruce Springsteen

“Cuando era niño, agarrar el agua era una de mis obsesiones. De un chorro, del mar, de donde fuera, pero nunca se quedaba en mi mano.”

Fotografías de Pablo Íñigo Argüelles

Fotografías de Pablo Íñigo Argüelles

Todo anda flotando por ahí. Y se puede ver. Es como una espesa capa de neblina misteriosa que por las noches cubre el malecón de La Habana, donde la gente se congrega para hacer todo y nada. A beber cerveza, a cantar viejas guajiras, a enamorarse, y todos parecen ignorar la neblina, eso que flota por ahí, porque anda rondando siempre, no es una habitante extraña. Hay noches en que es tan espesa y decidida que llega hasta bien entrada la calle de Galiano, dejando atrás el mar que se desborda y moja a los caminantes. Envuelve Galiano, abraza lentamente todo lo que hay en ella. Después de unos minutos, los aparadores vacíos, las columnas de las casas y los edificios, los anuncios inertes de las tiendas están envueltos en todo eso que flota, y en medio de la noche, Galiano cobra vida, la vida que tuvo en otros años. La gente camina. Los hombres trajeados, las mujeres con sus vestidos bien entallados en la cintura, caminan, unas con guantes elegantes, el chofer de un Studebaker nuevo toca la bocina. El ritmo regresa, el ritmo de todas las cosas.

Pero esa regresión sólo dura lo que la niebla tarda en pasar por Galiano; después de unos minutos, cuando el espesor ya va por otras latitudes, La Habana que es de hoy regresa. Aunque todo lo que va flotando por ahí, esa neblina, deja rezagos alrededor de las farolas de Galiano. Ahora el silencio hace presencia. Todo lo que flota ha pasado ya y casi nadie se ha dado cuenta de ello.

Suena el teléfono, abro los ojos y dudo por una milésima de segundo en dónde estoy. Había estado soñando con Veracruz y, por un momento, cuando desperté, pensé que estaba en el cuarto del hotel Torremar, al que mis padres nos llevaron a mí y a mis hermanos durante nuestra infancia. Para el tercer timbrazo del teléfono me acuerdo, giro mi cuerpo y la cama rechina, alcanzo el auricular. Es Wigberto.

—¿Se ha dormido? —dijo la voz al otro lado del teléfono—. ¡Le he llamado sesenta veces!

—Ahora bajo, Wigberto, estaba preparando mis cosas —mentí.

—Ya lo espero, no tarde, que el día no dura toda la vida.

Me quedé acostado unos minutos más, mirando el techo manchado de humedades, recopilando las ideas de anoche. Pensé en la neblina de Galiano y en lo barata que había sido la cerveza. Pensé en lo que había estado flotando por ahí y en cómo el malecón me había hecho sentirme en Veracruz. “De ahí mi sueño”, pensé. También recordé al hombre del tresillo que había estado tocando en el bar donde me encontraba y que agradeció la cerveza que le invité con unas clases espontáneas sobre Polo Montañez, su música y su trágica muerte, que “le dolió como nunca le había dolido nada”.

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Al otro lado de la ventana, la lluvia y los vientos eran lo bastante fuertes como para hacer que las ramas de árbol que llegaban hasta el tercer piso golpearan intermitentemente el cristal. Prendí la tele. Telesur presentaba un documental sobre México, lo silencié.

El vestíbulo del hotel parecía haberse detenido en los años setentas por sus colores gastados, sus grandes e inútiles espacios y sus plantas sintéticas. Busqué a Wigberto. No estaba donde dijo que estaría, y salí a buscarlo. No había puesto los dos pies fuera del hotel cuando escuché la bocina de un Moskvitch naranja tocar cuatro veces. De inmediato estuvo frente a mí y Wigberto inclinó su cuerpo para quitar el seguro de la puerta del copiloto.

—Suba usted, amigo mío.

Me subí al Moscovita, como le llamaba Wigberto, y al principio me costó acomodarme. La parte delantera era muy pequeña y mi mochila y mi cuerpo apenas cabían.

—¿Le gusta mi Moskvitch? —preguntó orgulloso—. Modelo 82, motor y radio originales. ¡Vaya que pocos coches en La Habana pueden presumir tal cosa!

Y mientras platicaba mil cosas, yo lo veía de repente. Tenía la piel color rosa y nada de pelo. Una camisa a rayas de colores deslavados que le quedaba grande, tal vez de cuando su cuerpo era más fuerte y ancho, antes de que el tiempo hiciera lo que hace con todo. Pasamos frente a la impresionante embajada rusa y paramos en un parque repleto de jagüeyes, cuyas raíces parecían haber visto y saber tanto como Wigberto, con quien, tras apenas dos días, ya tenía una amistad profunda. No habría que ahondar en la forma en que nos encontramos, porque al final siempre termina sobrando la forma en que las cosas comienzan. La historia que sigue se come el inicio y lo hace a uno sentir que el principio de las cosas se encuentra a años de distancia.

Nos esperaba algo así como una hora y media de camino. Además, el Moskvitch alcanzaba apenas los setenta kilómetros por hora con su motor original. Mi brazo fuera de la ventanilla, sintiendo el aire de La Habana; Wigberto a mi lado, controlando el pequeño volante con la dos manos, hablando, siempre hablando. Pensé en mi padre y en su viejo Atlantic color mostaza. Cuando pasamos frente al Hotel Nacional, recordé la neblina y todo lo que flotaba anoche.

Durante todo el camino hablamos de cientos de cosas: Benny Moré, Pedro Vargas, Agustín Lara, la mafia italiana, el Hotel Riviera y de cuando Wigberto trabajó en el Ministerio de Industria. Paramos en la Finca El Vigía, en San Francisco de Paula, la casa donde Ernest Hemingway vivió casi veinte años. Ahí me conmoví con las cosas que en vida le habían pertenecido al escritor: sus máquinas de escribir, sus libros, los animales disecados que cazara en innumerables viajes al continente africano, donde obtuvo gran parte de la inspiración para escribir muchos de sus cuentos, como “Las nieves del Kilimanjaro”.

Despacho de Ernest Hemingway, en la torre de la Finca Vigía.

Despacho de Ernest Hemingway, en la torre de la Finca Vigía.

Sus plumas, su cocina, su barco, el Pilar, la alberca… Un lugar mantenido para ser un medio de subsistencia de gran parte de los miembros de la comunidad de San Francisco de Paula, pero a mis ojos era más una especie de intento por detener macabramente el tiempo. Estar donde uno de mis escritores predilectos vivió, escribió y nadó, me generaba alegría, pero ver los ojos postizos de los animales disecados me daba escalofríos. A diferencia del vestíbulo del hotel, o de la calle Galiano, donde el tiempo se había detenido voluntariamente, en la Finca Vigía el tiempo había sido apresado a la fuerza, y no, no perdía magia, sino resaltaba lo muertas que estaban las cosas sin la función que su poseedor les había dado.

Otra vez, la neblina. Mientras Wigberto me explicaba que nuestra siguiente parada era Cojímar, me imaginé la casa de Hemingway cubierta por un vapor ligero, con todas las cosas que flotan por ahí. Sus libros, sus teclas, sus cuadros… cobrando vida. Ernest bajando por la vereda que conduce a la alberca con alguno de sus perros detrás. Pantalones cortos, mal humor, barba blanca. La depresión que lo llevó a estar recluido los últimos días de su vida en una clínica de Idaho, la que lo llevó al suicidio, se estaría gestando al tiempo que Hemingway se alejaba de su casa para ir a la alberca.

De toda la finca, el lugar que me pareció más fascinante fue la torre. Una edificación de mampostería en cuya última planta Hemingway mandó poner un escritorio para escribir cuando quisiera estar solo o cuando quería desaparecer de las visitas, que eran recurrentes. Era su escondite, su refugio; también el único lugar de la finca desde el cual se veía el mar y La Habana.

Para cuando dejamos la finca y nos dirigíamos a Cojímar en el viejo Moskvitch naranja, Wigberto me hablaba de su hija.

—Vive en Roma. Tiene un restaurante. No me gusta su esposo, pero son cosas en las que uno no puede intervenir.

—¿Y tu esposa, Wigberto? —le pregunté.

No hubo silencio, pero tampoco dijo nada. Pensé que no me había escuchado. Vimos algunas vacas al lado del camino y en la radio sonaba Benny Moré.

—¡Hubiera conocido el Tropicana! Si yo pudiera transportarme al Tropicana de nuevo… —hizo un gesto golpeando el tablero del Moscovita, de esos gestos que uno hace por coraje, sólo que él lo hacía como un reclamo… ¿al tiempo?

Llegamos a Cojímar, una única entrada, sin el ritmo de La Habana. Muchos vendedores ambulantes se acercaban al Moskvitch para ofrecernos collares y pulseras mientras avanzábamos sin detenernos y Wigberto los ahuyentaba como si fueran moscas. Fuimos primero a La Terraza, el bar donde Hemingway bebía y donde, según Wigberto, conoció al viejo que lo inspiró para crear su obra maestra: El viejo y el mar, pero La Terraza fue un mero pretexto para llevarme a ese pueblo donde las casas se asemejaban a las de Boca del Río, como si en algún tiempo inventado Veracruz y Cojímar hubieran sido uno, separados después por una fuerza sobrenatural que hizo a Cojímar resguardarse junto a La Habana. Ese pueblo donde el tiempo había encontrado refugio. Después de tomar una cerveza en La Terraza y de que Wigberto platicara al cantinero historias, o más bien mitos, sobre Ernest Hemingway con un fuerte acento cubano (ahí, justo ahí donde están parados, amigos míos, Hemingway conoció al viejo que lo llevó a la gloria), salimos del lugar y me llevó a unos doscientos metros de ahí.

Era una vieja oficina con una ventana sin cortinas que daba a la calle. Se leía en un pequeño anuncio junto a la puerta roída por el salitre “Despacho Contable”.

—Aquí trabajé cuarenta años. Y mira, ahora aquel es el escritorio de alguien más, la máquina de escribir de alguien más, la silla de alguien más… El tiempo no respeta.

Wigberto dijo eso y yo no pregunté. Vi la oficina delante de mí y luego a Wigberto sostenido de los barrotes de la ventana sin cortinas que daba a la calle. Describir sus ojos sería una falta de respeto. ¿Cómo describir la mirada de un hombre que se encuentra frente a frente con la vida que ya no es suya, con el tiempo que se le escapó de las manos? ¿Cómo describir la mirada de un hombre que mira lo inasequible frente a él?

La neblina, y todo lo que flota por ahí, apareció de nuevo. Caminamos hacia el malecón de Cojímar, un lugar desolado donde las olas pegan y nada más se escucha. Nos sentamos y admiramos el mar, sin hablar. Lo único que me dijo en esos veinte minutos, o esa hora, fue algo sobre el tiempo. Algo que ya había escuchado.

—¿Has intentado apresar con tu mano un chorro de agua?

—Sí —le dije, sin saber si me veía a través de sus lentes oscuros o no—. Cuando era niño, agarrar el agua era una de mis obsesiones. De un chorro, del mar, de donde fuera, pero nunca se quedaba en mi mano.

—Entonces ya sabes qué hacer. No te aferres al tiempo, porque se va y nunca vuelve.

Ese día lo terminamos cenando pollo frito con moros y cristianos en la casa de Wigberto, muy adentro de uno de los barrios más populares de La Habana. No había casi nada en su casa, nada más que lo necesario: una silla desvencijada, un mesa nivelada con unas revistas viejas, paredes pintadas de un verde antiguo… En lo que Wigberto disponía la cena en la cocina, yo husmeaba las fotos colgadas en la pared. Wigberto el día de su boda, una mujer joven con un gran fleco que supuse era la hija que vivía en Roma, y la foto de la madre de Wigberto, una señora muy arrugada vestida de negro. Las dos últimas fotos estaban colgadas detrás de la puerta principal de la pequeña vivienda, que siempre estaba abierta, por lo que estaban escondidas. Cerré la puerta. En la primera, Wigberto posaba detrás de un escritorio fumando un puro mientras sonreía. El escritorio estaba lleno de papeles de trabajo. Reconocí la ventana sin cortinas que daba a la calle detrás de Wigberto. La segunda foto, un Wigberto joven, con pelo, abrazando a una mujer cuyo rostro no se veía. Reconocí detrás de ellos el malecón de Cojímar, el mar. Wigberto y la mujer estaban recargados donde tan solo hacía unas horas habíamos platicado sobre el tiempo y otras cosas.

¿Y si todo el tiempo, todas las horas y los años, vivieran en Cojímar? Imaginé ir de casa en casa, de puerta en puerta, buscando los momentos perdidos, los años que han pasado, incluso los que no viví. Me imaginé buscando la neblina, buscando todo lo que flota por ahí. La música, los olores, las pulseras tiradas al mar. No conseguí nada con ello. Esa noche ya no soñé con Veracruz, sino con las farolas de la calle Galiano iluminando los restos de la neblina, del tiempo, de todo lo que flota, de todas las cosas que han muerto y regresan. Siempre regresan.