La había visto antes, en La Bóveda, con un vaso de whisky en la mano. Se sentaba en la barra y hablaba con Tony, el dueño del bar, hasta que alguien se acercaba y ella, luego de dejarse invitar un par de tragos, aceptaba algunos pitillos sin filtro.

Vivía a tres calles y nunca dejaba La Bóveda sola. Se llamaba Linda. Tenía un gato que volvía cada cinco días buscando un lugar dónde curarse las heridas. No tenía parientes vivos, ni en aquella ciudad, ni en ninguna otra, y había decidido que no tendría hijos desde que estaba en sus veintes, porque no soportaba la idea de traer a alguien al mundo solo para que muriera un día.

Él sabía todo eso porque alguna vez la había acompañado hasta su departamento. Era un lugar seco, en la planta baja de un edificio viejo al que no le daba la luz del sol a ninguna hora. Pero ahora la tenía de frente, acostada en la plancha, con el pómulo izquierdo sumido, un corte a lo largo del cuello y los ojos mirando a la nada. Desnuda. Le dijeron que había aparecido aquella última mañana de diciembre, y no supo por qué recordó que esa mañana había sido especialmente fría.

La hallaron en un callejón, escondida entre bolsas de basura, a unas diez calles de La Bóveda. Un vagabundo estuvo mirándola, sin hacer nada, hasta que unos policías lo vieron a él y luego a ella. Ahuyentaron al paria y le dedicaron una mirada rápida al cuerpo. Llevaba una falda morada, recogida a la altura del ombligo, y una mancha de sangre en el cuello que ya estaba seca.

Esperaron un rato para reportar el hallazgo y, luego, se metieron a tomar un café insípido en un localito muy cutre que estaba cruzando la cuadra.

Recogieron su cadáver al mediodía, pero jamás encontraron sus zapatos. La blusa estaba en un contenedor cercano y las bragas, aunque jamás lo supieron, las había robado el vagabundo.

Marcaron a La Bóveda, ya entrada la tarde, mientras la luna tomaba brillo. Ese domingo solo había tres mesas ocupadas.

Tony tomó el teléfono y, sin colgar, miró hasta la mesa en la que Julio bebía una Victoria.

—¡Hey, Julio! A ti te gustaba Laura, ¿no?

—¿Qué?

—¿Te gustaba Laura, sí o no? —le repitió, con el teléfono en mano.

—Sí.

—La conocías bien, ¿no?

Julio no contestó y solo lo miró azorado, pues con el rabillo del ojo sentía que toda La Bóveda lo observaba.

—Es la policía —agregó Julio—. Dicen que encontraron a una mujer muerta a unas calles. Creen que es ella. ¿Puedes ir al forense? No puedo cerrar hoy, ya sabes…

Bebió el último trago. Se acercó a la barra, pero Tony le dijo que la cerveza corría por cuenta de la casa. Había bebido solo una. Las otras mesas persiguieron con la vista su espalda, hasta que desapareció detrás de la puerta.

 

El viento le mecía los cabellos. En las calles hacía frío. En el anfiteatro hacía frío. Un hombre de bata blanca quitó la sábana del cuerpo de Laura, y él dijo que sí, que era ella.

—Tiene que venir por el cuerpo en un par de horas. Es fin de año. Si no viene hoy mismo, se irá a la fosa común.

—Estaré aquí —le dijo.

Regresó a La Bóveda cuando ya rozaba la medianoche y se abrió paso entre un montón de cuerpos con vasos en mano. Una mujer aguardaba en la barra, conversando con Tony, quien lo vio llegar y asintió levemente con la cabeza, saludándolo. Pensó en pedir otra Victoria, pero al final se decidió por un ron. Antes de buscar un lugar en el bar, Tony le preguntó si el cuerpo era el de Laura.

—Sí, era ella.

—Lástima. Era una buena chica. Realmente era una buena chica —le contestó, y siguió conversando con la mujer.

Llevaba falda roja, tacones negros, altos, y bebía whisky. En la televisión, iniciaba la cuenta regresiva y la gente empezó a gritar: ¡diez!, ¡nueve!, ¡ocho!, ¡siete!, ¡seis!, ¡cinco!…