Manuscrito, en todo elemento,
en cada amuleto religioso,
incluso en la carne y en la roca,
el murciélago ceremonial era el preciso altar
para cegar ancestros y apogeos.
Al final del mito,
indelebles imágenes de lo tardío,
siglos después de su llamado,
el célebre monstruo volador
nos dio una esperanza para no callar
ni ver caídas nuestras ansias de silencio,
nos hizo creer en lo imperfecto
y replantear la idea
de los que nos serían despreciables.
Desde su muerte,
18 Conejo implantó una señal,
un vaticinio para quienes con el efecto urbano de los ritos
se creyeron la presencia de los otros
y nos fuimos conociendo presagios
con el sinfín de noches que tendríamos distantes.

Para todos, hijos también del elemento primordial,
nos heredaron estructuras y conciencias,
nos transmitieron su plegaria.

¡Oh, tú, hermosura del día! ¡Tú, huracán; tú, corazón del cielo
                    y de la tierra!
¡Tú, dador de riqueza y dador de las hijas y de los hijos!
Vuelve hacia acá tu gloria y tu riqueza; concédeles la vida
                    y el desarrollo a mis hijos
y vasallos; que se multipliquen y crezcan los que han de alimentarte
                    y mantenerte;
los que te invocan en los caminos, en los campos, a la orilla de los ríos,
en los barrancos, bajo los árboles, bajo los bejucos…
¡Que solo haya paz y tranquilidad ante tu boca, en tu presencia, oh, Dios!

 Al partir, resueltos de abstinencia y tentación,
ya no volvió su voz a congregar las aves
ni a los dioses que ocultaron su piel.
Perduraron en altares y memorias,
en las rocas de ulterior descubrimiento,
en inscripciones y calendarios
donde el tiempo es un motivo cíclico
y nos fuimos durmiendo lento con ellos
en el frío de las selvas,
en tumbas soterradas
que nos envolvieron hasta siempre.