La vida es frenesí. La infatigable lista de obligaciones erosiona el tiempo: lo hace añicos, lo desmorona. Como perros famélicos, lamemos del piso las migajas temporales, una multitud de instantes que son ya incapaces de formar una narrativa. Su significado quedó secuestrado por la fragmentación. Estas migajas anestesian el hambre; la distraen lo suficiente como para no volverla mortal.

Con cada amanecer, el día nos encadena las manos y nos arrastra contra la voluntad de los pies. Nos deja flotando en un río de flujo redondo. Empieza donde termina. De las tantas que se soñaron, es la única máquina de movimiento perpetuo que sí funciona. Los intentos por detenerse se ven frustrados por la corriente: sobrevivir, vivir, planear, hacer, comprar, desechar, limpiar, comer, cuidar, disfrutar, estudiar, trabajar, producir, competir, innovar, emprender, empoderarse; ordenar meses, días, minutos, segundos.

Los escapes están bloqueados. Nadamos con resignación. Parece que la decisión no basta para decelerar. ¿Qué nos queda?

La enfermedad que te encama, la que te diagnostica tres meses o un año, espanta. Puede destruir esperanzas y creencias. Desde la diagnosis, el enfermo vive en una perplejidad tan permanente como la víspera de su muerte.

Pero, quizás, la confrontación con la mortalidad es la raíz que brota a la superficie del río y nos sostiene. Quizás es la única que nos protege de la corriente. Ahora, el enfermo, donde antes no veía profundidad, cavila. Calla. En silencio, voltea hacia adentro. Para. Suspendido, voltea hacia atrás. La resonancia de la contemplación invade su mente.

¿Puede resultar que la enfermedad sea la cura para el tiempo frenético? ¿Será la única vertiente que desemboque en el tiempo profundo?

Opción invita a buscar otros anclajes — o a desentrañar la vacilación del agua y sumergirse en la corriente.

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