Si tenemos una certeza es que, más tarde o más temprano, la enfermedad tocará a nuestra puerta; de ahí que sea tan difícil hablar de ella. Es uno de esos temas sobre los cuales todos podemos opinar, pero preferiríamos no hacerlo. Quizá por eso dudé mucho en compartir estas líneas; me parecía que, esta vez, no tenía nada nuevo que decir y temía pecar de sensiblera. Pasaron los días, me topé con una que otra lectura, me vinieron al encuentro numerosas imágenes y frases, y la memoria empezó a hacer de las suyas, inoculándome el deseo de escribir.

Voy a empezar por lo que quizá resulte más obvio: a lo largo de la vida, ingenua e infructuosamente, mediante toda clase de análisis, especialistas, potingues y fórmulas mágicas, intentamos esquivar a la enfermedad: no es a ella a la que le tememos, por supuesto que no, sino a su sombra, la muerte.

Aunque siempre al acecho, la enfermedad, por suerte, me ha visitado pocas veces: alguna gripa, un dolor estomacal o de muelas, rubeola… No pasó lo mismo con mis antepasados, a los que abrazó con sus harapos y se llevó vaya a saber dónde: un ataque al corazón, una “falla multiorgánica”, un cáncer y hasta botulismo (el Nono de la Barba Blanca, después de zamparse una lata de sardinas “en mal estado”; desde entonces, es una obsesión familiar revisar con sumo escrúpulo las latas de conservas).

Lo cierto es que nadie sabe cuándo le hará los honores la enfermedad, esa especie de dios maligno de varias caras. Yo me la imagino verde, con una expresión astuta, siempre lista para hincarnos el diente. Ahora que lo pienso, el verde era el color de muchas propagandas contra la sífilis de fines del siglo xix y principios del xx. En una de ellas, un dandy o artista —vaya a saber qué era; podría haber sido las dos cosas— bebe una copa —verde, claro está (¿habrá sido ajenjo?)— mientras es escudriñado por una femme fatale; en otra lámina más famosa, de Ramón Casas, que publicita una clínica para sifilíticos, una maja despeinada —su chal es verde, por supuesto— le tiende una flor del mal al incauto que no se ve, mientras expone ante nosotros, los espectadores (¿los virtuosos?), cómo esconde tras de sí una serpiente. La sífilis, como señala Susan Sontag, “implicaba un juicio moral (juicio acerca de la transgresión sexual, de la prostitución), pero no un juicio psicológico […], no solo era una enfermedad horrible, sino degradante y vulgar”.1 Por eso, en esas láminas, cómo no, la enfermedad transmuta en una Eva seductora y engañosa, mortífera.

Otra imagen que aún recuerdo (con ternura, aunque suene extraño) es la de aquel ejemplar sobre la peste bubónica que tanto me fascinaba de chica y que leí de un tirón, justamente unos días en que tuve que faltar al colegio por alguna enfermedad. En aquella danza de la muerte, algunos cuerpos emergían de las tumbas rotas, semidesnudos, clamando al cielo, mientras huían de los ejércitos de calaveras armadas con guadañas (ya sabemos que la muerte siega la vida, verbo que en aquel entonces desconocía y situación que no entraba dentro de mis cavilaciones). Las figuras diminutas, en las poses más grotescas, parecían luchar contra su destino, pero la tierra temblaba, los arcángeles clamaban venganza, los esqueletos danzaban en terrible frenesí y el hombre, tan insignificante (qué poco hemos cambiado), daba los últimos manotazos de ahogado antes del hundimiento final. Es la enfermedad representada como mastín de la muerte, “animal de rapiña, perverso e invencible”, en palabras de Sontag, que llega hasta nuestros días y que, como alerta la autora, alimenta la mitificación y acrecienta la estigmatización del enfermo. Los que quedamos, los que aún podemos observar imágenes como esta y maravillarnos con ellas, nos contentamos con que la rueda gire y gire, y por favor, que no se detenga, aunque empujemos una pesada noria, que al menos estamos vivos.

A propósito de las enfermedades de la infancia, qué grato era saber, en el delirio o en el dolor, que un ser querido respondería a nuestra voz, que nos proporcionaría agua o alimento, que nos cuidaría y protegería, que, sin ni siquiera pedirlo, nos “apapacharía” (verbo que, por desgracia, no existe en Argentina)… Pero la enfermedad también puede significar todo lo contrario al cuidado y al acompañamiento, y ser la cara más cruel de la soledad. En sus textos magistrales sobre el “lenguaje de la enfermedad”, Arnoldo Kraus desentraña una “poética” o una “narrativa” de la enfermedad (que emerge de sus notas sueltas y de las anécdotas de sus propios pacientes) y, a propósito del poeta inglés John Donne (1572-1631), insiste en un aspecto perturbador de la enfermedad cuando el paciente es solo (permítanme cambiar estado por esencia, porque creo que apunta a eso, no a una situación transitoria, sino a un largo proceso plagado de ausencias): “La vida de los días de los enfermos es más inhóspita cuando el compañero es el abandono” o, como dijo Donne, “la miseria principal de la enfermedad es la soledad”. El silencio de la ausencia como antesala del otro silencio, el definitivo.

Estar enfermo es ratificar, en nuestras propias carnes, que somos mortales. A otros, la muerte se los lleva sin preámbulos, de un tirón; basta con leer las noticias para percatarse una y otra vez de ello (y digo “percatarse”, a pesar de que es el pan nuestro de cada día, porque, para sobrevivir a tanta violencia, parecemos hacernos los tontos una y otra vez). Una imagen de este arrebato se me viene a la mente: la que se esconde en la Universidad Complutense de Madrid tras una puertita insignificante. Allí, en uno de los más espléndidos (si vale este adjetivo para un ámbito de oscuridad y descomposición) museos de anatomía, donde los aspirantes a médico ensayaban disecciones y suturas, entre las numerosas momias, cráneos deformes, órganos en formol, pelvis con dos penes y figuras de cartón piedra, hay una Venus parturienta de tamaño “natural” —fue moldeada encima del cadáver de una mujer atropellada por un carruaje a las puertas del entonces Real Colegio de Cirugía de San Carlos, en el siglo xviii—, que recuerda a la Piedad de Miguel Ángel, con la notoria diferencia de que aún lleva al hijo dentro de su vientre, boca abajo y en perpetua espera de salir a la vida (la muerta tenía nueve meses de embarazo). A pesar de lo lóbrego de la escena, hay belleza en ese teatro improvisado, cuyo protagonista es un parto que nunca tendrá lugar: vida y muerte en un mismo instante.

Pero no es la muerte el tema central de este escrito y, para hablar de enfermedad, es necesario detenerse brevemente en lo que para todos es su contracara: la salud (al fin y al cabo, según Sontag, “a todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos”). La Organización Mundial de la Salud, en el “Preámbulo” de su Constitución (1946), define la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. La enfermedad forma parte de nuestra vida, se podría pensar, y no es la “ausencia de salud” (como la entendía la Real Academia Española [rae] hace no mucho). Es, por supuesto, un indicio (y un producto) más de la inequidad y de la injusticia: “Los pobres mueren jóvenes”, leí alguna vez, pues, aun cuando se esfuercen por adoptar un estilo de vida “saludable”, poco pueden hacer frente a la brecha económica y el difícil —cuando no imposible— acceso a la salud. Poderoso caballero es don Dinero…

La enfermedad es, asimismo, la construcción verbal que hacemos de ella. Hace un tiempo, con una amiga, analizamos discursivamente algunas definiciones del diccionario académico vinculadas con la enfermedad (comparamos las del Diccionario  de la Real Academia Española, de 2001, con las del Diccionario de la Lengua Española, de 2014), para identificar las representaciones sociales (concepciones, creencias y aun prejuicios) subyacentes, y hallamos datos cuando menos curiosos (por decirlo de alguna forma), como que síndrome aparecía conceptualizado como enfermedad —así suele definir aún el lego el vih, según Sontag— y que la rae ligaba el síndrome de Down con lo “subnormal”, lo que motivó una reacción ciudadana en contra de esa formulación inexacta y tendenciosa.

Qué importantes son las palabras cuando de enfermedad se trata. Sontag analiza por qué el cáncer fue, hasta no hace tanto (¿o aún ahora?), tan estigmatizado, tan silenciado: más que como “una condena a muerte” (que también puede serlo), se le concebía como una enfermedad “obscena —en el sentido original de la palabra, es decir, de mal augurio, abominable, repugnante para los sentidos—”. El cáncer es como un cangrejo que avanza lento (de hecho, antes se creía, al parecer, erróneamente, que ese era el sentido etimológico del término) y que va apoderándose poco a poco de partes del cuerpo muchas veces innombrables (los pechos, el recto, el útero, la próstata…). Lo callado, lo que no puede o debe decirse… La enfermedad también está hecha de omisiones y de silencios, y las imágenes o representaciones de ella son un buen indicio de cómo la concebimos y (peor aún) de cómo o por qué estigmatizamos a ciertos enfermos.

Diversos trabajos actuales analizan las metáforas conceptuales en torno de la enfermedad. Sería imposible resumirlos aquí, por lo que solo voy a detenerme en dos líneas que me llamaron la atención: la imagen metafórica de la “depresión”, que hunde y sume en las profundidades de sí mismo al que la padece, y las metáforas sobre los trastornos alimentarios, que humanizan a la bulimia y a la anorexia, conocidas en la red como Mía y Ana, respectivamente.2 Carolina Figueras Bates (Universitat de Barcelona) indaga en estas últimas. En un trabajo sobre las metáforas que circulan en los foros de apoyo en línea, cita a una paciente que rechaza tal personificación: “‘Ana’ es mi vecina, una amiga, la frutera… pero no es una enfermedad. Llamar a las cosas por su nombre es importante, la anorexia no es ninguna amiga y ‘Ana’, en ese sentido, no existe”. La paciente cuestiona la visión “amigable” de la anorexia, focalizando que no es una persona, sino un trastorno de la conducta alimentaria, y que, por tanto, es imposible contar con su amistad; no obstante, la ambigüedad sintáctica (pero [Ana] no es una enfermedad) pareciera condensar la vacilación de quien está transitando un largo proceso de recuperación.

Al hablar de enfermedad, es común echar mano de la metáfora de la guerra, una de las más siniestras, como insistió ya Sontag. Desde que le diagnosticaron cáncer de seno a una de mis hermanas (curioso que esté eligiendo una sintaxis impersonal, en la que “una de mis hermanas” aparece al término de la oración, como sometida a un diagnóstico y a un destino), siento un odio visceral por los mensajes “positivos”: los memes de autosuperación, el lacito rosa de la campaña en pro de las pacientes, los vivas a las “luchadoras”. Aunque sé que mi hermana es, con seguridad, una de las mujeres más fuertes que conozco, me rebelo contra la idea del cuerpo como campo de batalla y contra la concepción psicogénica del cáncer: en el tratamiento contra el cáncer, siempre y cuando se sigan las indicaciones pertinentes, la voluntad no tiene importancia alguna.

Me permito una pequeña digresión: en El sida y sus metáforas, Sontag precisa que, como el cáncer, el vih puede concebirse, en términos bélicos, como una invasión, pero que, a diferencia de aquel, supone “una guerra de alta tecnología”, como las que propician “las fantasías de nuestros líderes y los videojuegos” (imágenes que en los ochenta usó el Times). Sería interesante estudiar si la “lucha contra la enfermedad” ha implicado un pasaje de lo bélico prototípico a lo bélico lúdico, que podría interpretarse en términos de premios (o puntos acumulados) directamente vinculados con la destreza del paciente para “jugar” contra la enfermedad, como si el cuerpo fuera la plataforma en la que se dirime quién es el mejor gamer.

De lo anterior surge el fuerte vínculo entre enfermedad y culpa, habida cuenta de que, si aquella implica una guerra, no vencer es interpretado como signo de debilidad, como “ser un perdedor” (más aún en la concepción de la enfermedad como videojuego). Acabo de leer una entrevista a un enfermero francés (para qué decir su nombre) que sostiene algo así como que los órganos dañados responden a un sentimiento en concreto, y que la enfermedad es “una tentativa de autocuración, una reacción biológica de supervivencia frente a un acontecimiento emocionalmente incontrolable”. Aunque, por lo dicho, estas palabras me inquietan, no puedo dejar de recordar(me) que, a fines del año pasado, cuando hospitalizaron a mi abuela, me debatí entre realizar un viaje relámpago al sur, para verla, o esperar. ¿Esperar qué? Mientras yo oscilaba entre la inercia y la incredulidad, mi abuela murió. De un día para el otro, como una losa, la certeza de que ya no podría abrazarla y de que ya no ocuparíamos el mismo espacio me tumbó. Estuve un mes rumiando lo que le iba a decir (lo que le hubiera dicho) y ya no pude, un mes en que, sorpresivamente, me quedé sin habla. “Laringitis aguda”, sentenció el otorrinolaringólogo que me asistió después de intentarlo todo. La mañana en que volvieron las palabras, me soñé de chica, en su casa, escuchándola charlar en piemontés (la lengua lejana y extraña que usaban los grandes cuando querían contarse secretos). Creo que me quiso decir algo, pero, obviamente, no pude entenderla. Por mi parte, me guardo esas palabras que no te dije para cuando volvamos a vernos, abuela.

Quizá el desenlace esperado para la enfermedad sea la muerte, pero yo prefiero que este texto acabe hablando de amor. En español, unos cuantos prefijos y sufijos permiten construir términos médicos: pato– (patología), –patía (cardiopatía), –osis (osteoporosis), –itis (encefalitis), entre muchísimos otros. Con ninguno de ellos se construye una palabra específica para la enfermedad del amor. Cuenta Sontag (de nuevo, de modo inigualable) que el cáncer y la tuberculosis se atribuyeron a “la pasión”, y que, con el tiempo, el amor comenzó a ser pensado mediante metáforas ligadas a estas enfermedades. Como parte del proceso, la enfermedad devino adjetivo y todo se tornó “enfermizo”; seguramente de este marco surgen tantas de nuestras conceptualizaciones cotidianas: “enfermo de celos”, “enfermo mental”, “enfermo de poder” o “ser un enfermo”, a secas, para referirse a un psicópata o a todo aquel cuyas acciones son síntomas de algo que no acabamos de comprender.

Pienso, exageradamente, que esta enfermedad-sin-nombre podría equipararse a la descripción de la peste del mismísimo Ovidio, en Las Metamorfosis: “Se abrasan primero las entrañas, y de la llama oculta es síntoma el eritema y la respiración jadeante; áspera por el ardor, se hincha la lengua; reseca por el cálido aliento, cuelga la boca abierta y las boqueadas capturan un aire pesado”. Así de ridícula, así de desvalida la imagen del que sufre por amor: muchas veces, amar es desfallecer, ser frágil, quedar expuesto y “no funcionar”. Porque las palabras se atolondran y los sentidos nos traicionan, porque nos convertimos en pacientes que no desean ser curados, porque no hay antídoto posible. Calamaro lo cantó como ninguno: “Estoy vencido porque el mundo me hizo así / no puedo cambiar. / Soy el remedio sin receta / y tu amor, mi enfermedad. / Estoy vencido porque el cuerpo de los dos / es mi debilidad. / Esta vez, el dolor va a terminar”.3

Pero, aunque sabemos que el dolor no se termina, seguimos persistiendo en el amor y hablando de él. Del mismo modo, la enfermedad, en todas sus caras, aun en aquellas que intentamos no ver o conocer, siempre es un decir. En Argentina, cuando alguien nos recrimina una imprecisión o ambigüedad, solemos responder: “Es un decir…”. Elegí un título tan ambiguo a propósito: mientras que para algunos, al menos durante largas etapas de su vida, la enfermedad puede resultar algo esporádico, anecdótico, incluso irrelevante (una simple palabra), para otros, en cambio, es la diferencia entre la vida y la muerte. En todos los casos, la enfermedad se encarna en nosotros y en nuestras palabras.


1 Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas / El sida y sus metáforas. Barcelona, Debolsillo, 2013.

2 Apócopes e hipocorísticos que nacieron como nombres en clave para navegar libremente en los foros donde las personas con estos trastornos comparten consejos para bajar de peso y cumplir sus “metas”.

3 Andrés Calamaro, “Mi enfermedad”, en Buena suerte. Los Rodríguez. Madrid, Universal Music, 1991.