Vivir es una tarea que ofrece la posibilidad de llevarse a la ligera, a fuerza de casualidades; sobrevivir, en cambio, es un ejercicio que requiere disciplina. La respiración, como pueden serlo la vista y el pensamiento, es un encargo irrenunciable, a veces inconsciente, otras paranoico, pero siempre instintivo. Desde el inicio, el cuerpo se somete a su rutina de sobrevivencia, pero la interrupción de la disciplina lo acerca un poco más a la vida, a su imposible anhelo de irse a la ligera. En ese diálogo con el abismo de la enfermedad, ambos, vida y sobrevivencia, se ponen en riesgo. Respirar es la posibilidad de dualidad por antonomasia: en su vaivén la vida se resiste, pero también se vence. El espasmo es el encuentro de estas fuerzas coyunturales. Los músculos son el primer obstáculo al que se enfrenta la voluntad. Abrir los ojos es un acto de liberación; obligarse a ver es su resignación inevitable.

 

Al pensar en la ceguera, la fiel percepción de lo aparente aleja al privilegiado de la auténtica naturaleza de la carencia; como en los comunes defectos de la vista, la verdad se ofusca a media distancia. La figuración de lo que ven los ciegos se suele reducir a un imaginario extravagante, pero, contrario a la idea común, ciertas formas de invidencia se asemejan más a un destello descompuesto que a lo que el colectivo vidente ha nombrado oscuridad. Para quien está en proceso de quedarse ciego, la aceptación de su inminente desfiguración de la luz es una metamorfosis psicológica paralelamente paulatina. En Siete noches, al llegar a su conferencia sobre la ceguera, Borges describió esto como un “lento crepúsculo” que había empezado, en su caso, con la vista misma.

Un ciego como Borges —en ese entonces con una “modesta ceguera”, es decir, casi total— viviría en un mundo “de neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa”. Sin embargo, la ausencia de claridad de otros colores puede producir una infinita variedad de nieblas. Quizá sea cierto que es imposible imaginar el extraño mundo de la ceguera, de igual forma, o incluso más imposible, que tener la certeza de que entre videntes se comparte una sola realidad —la justificación del quizá está acaso en la jerarquía entre imposibles—; sin embargo, puede que una tenue esperanza de quebrar esa imposibilidad resida en los ciegos capaces de dar descripciones de sus mundos borrosos, realidades que al quitar la niebla son, quizá para todos, las mismas.

Pero la distancia de la luz no solo provoca nostalgia, sino olvido. La visión que, aun sin alejarse, cede ante el retrato de las cosas, tiende a perder el recuerdo de los caracteres materiales. Así como del lugar abandonado desde la infancia se pierden las texturas, los olores o el recuerdo de un escalón especialmente incómodo en el que se solían gastar los pantalones del uniforme, así el ojo que se aleja de sus colores pierde referencia. La vista es el ejercicio mnemotécnico inmediato para el color. Considerando esto, ¿cómo podría describirse el mundo de los ciegos sin la referencia que haga par con el objeto de los videntes?

La pérdida paulatina de los sentidos es como acercarse a una ventana en un día lluvioso para ver a los amigos jugar del otro lado y, lentamente, a fuerza de aliento, empañar el vidrio. Lo que queda es más nostalgia por los amigos que añoranza del juego: se extrañan los detalles que se omiten más que la totalidad del sentido casi extinto.

 

Escribo esto porque, caso muy distinto, en los últimos años he ido perdiendo poco a poco el sentido del olfato, pero también porque, contrario al proceso paulatino, súbitamente, al menos en una brevísima visita, también he estado en el incierto mundo de los ciegos.

Cuando el único médico que estaba cerca del lugar del accidente me pidió que describiera los colores de su llavero, tuve que inventar algo, no por la frecuente necesidad infantil de llamar la atención, sino porque, según me parecía, aunque no fuera capaz de describirlo, había perdido la vista, al menos momentáneamente.

Parecido al mundo borroso de Borges, yo también vi una neblina, aunque no vagamente, sino fuertemente luminosa. Si de algo sirve mi descripción, en los momentos posteriores al impacto, después de quedar inconsciente por el tiempo suficiente para que algo en mi cabeza se inflamara, vi una sombra blanca, contraria al negro reflejo de los párpados cuando bajan. En la lechosa superficie de la nada resplandecían —como tras frotarse los párpados con fuerza— puntos luminosos, lunares de colores que escapaban de sus nombres y que, en su inmovilidad parecían no corresponder con nada del mundo de fuera.

La inflamación de los impactos no solo es física, sino psicológica; contrario a lo que conozco como oscuridad, el blanco, más que calma, fue el terror de lo irreconocible. Nada, ni siquiera los puntos de colores, resplandecía más que lo vacío. Un aviso anticipado de ceguera y más tiempo que la hora que estuve en la niebla podrían haber conciliado una amistad con esa sombra inversa, en lugar de lo que experimenté como un pánico de lo inmediato, similar a otra ocasión en que quedé completamente incapaz de moverme tras caer de espaldas en una escalera (el flirteo de mi cuerpo con los abismos sensoriales ha sido resistencia, pero también recaída: la anatomía mecánica en su anhelo de acercarse a la vida más que a la sobrevivencia). Aun así, me niego a describir mi modesto acercamiento a la ceguera con la palabra luz; en el impacto, el pozo de blanco en mis ojos no respondía a los artificios del exterior (¿realmente la vista está en los ojos?). No tardaron en llamar a una ambulancia cuando anuncié de color verde la bola de billar negra en el llavero del médico.

En el hospital, lo describieron como algo similar a lo que yo ya estaba acostumbrado a llamar espasmo. Una explicación que superaba mis ocho años describía una inflamación que algo tenía relacionado con el líquido cefalorraquídeo; para mí, eso solo sonó a la medicina que me obligaron a tomar.

El mundo de los ciegos también escapa de los intrusos imprevistos. Mi breve aventura en la invidencia podría acercarme a entender la cotidianidad de esa carencia en la misma medida que podría alejarme. Esa realidad me sigue pareciendo tan ajena como la posibilidad de algún día llegar a ella con un simple ejercicio de la imaginación. Sin embargo, por más ridícula que parezca ahora mi anécdota, hay una idea que puedo rescatar de ella: la vista es una imposición irrenunciable, una muestra de que el cuerpo se resiste a nuestros designios. Incluso cuando se padece un impedimento de la vista, la obligación se abre paso entre las formas borrosas. En esa resistencia se encuentra la naturaleza de la sobrevivencia; lo que solemos confundir con el valor intrínseco que le atribuimos a la vida podría no ser más que el reflejo de nuestra naturaleza corporal de sobrevivencia. Pero tal vez todo esto, como buen recuerdo de la infancia, sea mucho más sencillo; puede ser que pensar sea otra forma de ceguera, de resistirse al anhelo de la vida de irse a la ligera, de negar que todo esto no es más que un recuerdo de tiempos mejores.

 

La idea de que el cuerpo tiene un ánimo irrenunciable por sobrevivir podría verse opacada por todos los casos en los que sucumbe. La ausencia de algún sentido o habilidad se presenta como una falta de disciplina, como una señal de que no solo nosotros queremos alejarnos de las imposiciones para acercarnos a la vida —la parte de la existencia que puede no tomarse en serio—, sino que nuestro cuerpo a veces también sigue sus tentaciones. Y podría parecer sacrílego separar la primera persona —nuestra conciencia— de nuestro cuerpo, pero es que en la enfermedad se disgrega la existencia: nuestra voluntad entra en guerra con las posibilidades corporales. No podría decirse, sin embargo, que en la sanidad se manifiesta la existencia enteramente, siempre hay una pulsión de enfermedad que nos niega. A fin de cuentas, ¿no vivimos siempre a medias?

No puedo identificar el momento más que por sucesos aislados: una práctica en el laboratorio de la secundaria en la que no percibí un derrame de vinagre, un día que no me molestó la atmósfera de sudor en el aula tras una clase de deportes y la posibilidad de entrar a la horrible cafetería escolar sin sofocarme; no puedo establecer en mi memoria a partir de cuándo empecé a perder el sentido del olfato. Por otro lado, que el gusto se mantuviera intacto tal vez podría justificarse con que mis habilidades olfativas siempre fueron inferiores. No puedo saber si toda la vida he tenido una percepción gustativa deficiente o si simplemente tengo un pésimo paladar, pero pienso en la pérdida de estos sentidos no solo como un mal menor o un bien limitado —el mundo de aquellos a los que les falta el olfato no amerita conferencias como las de la ceguera; aquí, un ejercicio de la imaginación es suficiente para despejar cualquier misterio—, sino como una manera del cuerpo de apegarse a la vida —excepto, tal vez, en el caso de una fuga de gas o una llave mal cerrada—. La ausencia de la habilidad sensorial es un capricho del cuerpo de bajar la guardia, de disfrutar más intensamente con los estímulos restantes —aunque no, contrario a la creencia popular, no he experimentado la mejora de algún otro de mis sentidos—. La verdadera sobrevivencia del cuerpo no se dirige a la vida, sino a la muerte.

Más allá de las condenas cotidianas —respirar, ver, pensar—, el cuerpo tiene el comando ineludible de dirigirse hacia su muerte. En el proceso, para cumplir dignamente con su encomienda, tiene que apegarse a una disciplina que lo aleje de la vida y lo mantenga, en la medida de lo posible, en el estricto camino de la sobrevivencia. El auténtico camino de la muerte no es el de la descomposición repulsiva, sino un desfile de honor en el que se preserva la unidad de la existencia (conjunción de cuerpo y consciencia). Bajo este ideal, en el momento final, el cuerpo tiene la orden de mantenerse estoico a pesar de la inevitable “falla del sistema”.

En el caso de la enfermedad, el cuerpo se ha acercado a la vida dejando en descuido su compromiso con la sobrevivencia, pero el instinto de la muerte honorífica se mantiene. En este sentido, incluso podría pensarse en una muerte adelantada como una más deseable en el caso de que la prolongación de la vida represente la denigración y el vencimiento de la sobrevivencia: una muerte indigna. El enfermo, sin embargo, dentro de sus capacidades, tiene la posibilidad de ejercer la disciplina, ya sea con el cuerpo, con la voluntad o con ambos. La decisión por el camino de la muerte, que implica su aceptación, es el camino a un final digno.

Quiero pensar que, a pesar de mis acercamientos a la vida, he aprendido la disciplina de la sobrevivencia. Si bien mi falta de olfato y mi posible deficiencia del gusto no han provocado la mejora aparente de algún otro ámbito sensorial, sí me han hecho depender de algo más importante: la memoria. Mi modesto mundo de niebla también tiene matices; hay ciertos olores que nunca tuve y otros que he perdido, pero algunos puedo evocarlos todavía como recuerdos. No sé a qué huelen los alcatraces, pero sí a qué olía la casa de una tía que, según me dijeron, tenía el jardín repleto de esas flores; podría ser mentira que ese fuera el olor, pero no mi recuerdo. Ahora se ha ido esa casa, y también la tía, pero para mí hay una cartografía de la memoria que me indica que al ver el espádice amarillo de los alcatraces les corresponde esa parte de mi infancia.

Guardo entrañablemente el olor de los alcatraces, la tierra mojada y los limones, pero más que cualquier otra cosa, un recordatorio de la dignidad en la vida y el honor en la muerte me ha hecho guardar el olor del oxígeno puro.

Tengo, tal vez, tres años, cinco años u ocho años, una edad que no recuerdo pero que corresponde a los mismos tiempos. Estoy sentado en un hospital extraño. A lo lejos, se escucha una caricatura en la televisión; afuera, la fragilidad de la madrugada en una ciudad en la que viviré toda mi vida, pero que todavía no conozco. El doctor acaba de venir a revisar el aparato y se ha ido a hacer alguna anotación, aunque lo cierto es que no lo recuerdo más que por el blanco, la enormidad de la bata que se precipita cada vez que viene a hacer una pregunta. Estoy conectado a la pared por un tubo. A mi lado está mi padre. Entre todas las cosas que llegará a enseñarme, esos días está enseñándome las más importantes: “sigue hablando, respira”.

El olor del oxígeno es como un círculo, es inmenso y también es verde, como la máscara que tengo alrededor de la boca. El aire es eso que no veo, pero imagino, todo lo que entra cuando mi padre dice que siga hablando, que le platique algo. Él también tiene una máscara, sé que no la necesita por ahora, pero la está usando para enseñarme (además, cómo no podría querer probar el oxígeno si tiene tan buen olfato). Me pide que le platique algo para que siga hablando y haga circular el aire, pero no se me ocurre nada. Pienso que él tiene cosas más importantes que decir; pienso, aunque después de muchos años de silencio tampoco seré capaz de decírselo, que algo tan puro como ese oxígeno solo puede estar acompañado por algo de la misma naturaleza, algo más parecido a su voz que a la mía. El futuro tendrá muchos momentos, no de máscaras, pero sí de aire. Él ha de recordar mejor que yo esas ocasiones en las que tenía que manejar al hospital más rápido de lo que se me cerraban los pulmones. Yo soy el que escribe, pero solo él podría saber con precisión lo que debería ser escrito: “sigue hablando, respira”.

El hospital significaba para mí, además, un masaje con un aparato del futuro —antes de que cualquiera pudiera comprar uno en una oferta de la televisión— y unos golpes en el pecho que mi padre replicaba cuando regresábamos a casa. No era asma, pero empezaba unos días antes, cuando mi madre me regañaba por respirar en el vaso al tomar agua. El tiempo que ha pasado no me da certeza del diagnóstico, pero para mí siempre ha sido como mi padre me dijo que era: un espasmo broncopulmonar. Hace muchos años que el aire que respiro ya no es todo oxígeno, pero mi aliento todavía es tan sonoro como si nunca me hubiera quitado la máscara.

“Rebelarse contra la herencia es rebelarse contra millones de años, contra la primera célula”, dicta un aforismo de Cioran en Del inconveniente de haber nacido. De acuerdo con esta regla, pero contrario a su aplicación, mi herencia se mantiene fiel. En la casa de mis padres hay una figura de madera del rey Pakal y, como emanada de esa máscara primitiva de la genética, heredé la enorme nariz de jade de mi padre; también, la máscara de oxígeno. Además de las historias, la respiración ha sido su forma de hablar conmigo. Hay enseñanzas tan primigenias que escapan de la memoria; sería difícil recordar nuestra entrada en la bipedación o en el idioma. No obstante, por un milagro de la memoria que explico con el espasmo del amor, ahora recuerdo que mi padre me enseñó a respirar.

 

Otra enseñanza de mi padre fue cierto espectro de la disciplina. No puedo evitar pensar que, por esos mismos años de aprender a respirar, para mí, la vida laboral de mi padre no se caracterizaba por sus actividades —otra explicación que se escapaba de mi edad—, sino, materialmente, por el edificio a donde íbamos a recogerlo y, abstractamente, por su cercanía con lo japonés. Incluso desde antes de mí: una serie de fotos de la boda de mis padres revela que la mitad de los asistentes habían sido nipones. De igual forma, los nombres de los personajes que mi imaginación complementaba a partir de las historias del trabajo de mi padre siempre incluían un sufijo honorario en lugar de un prefijo; el sincretismo que conlleva trabajar en una empresa extranjera atrae fórmulas híbridas como “Antonio-san”. De ellos, aunque al final quedaran puros mexicanos, recuerdo que no había llamada telefónica en la que mi padre no contestara con alguna palabra en japonés.

Quiero pensar que mi introducción a la disciplina se dio, al menos indirectamente, con algo de esa influencia oriental, y que más que con un efecto en las tareas de la vida, se dio en las de la sobrevivencia. Así, el encargo irrenunciable de la respiración también está sujeto a una disciplina samurái. La obligación del cuerpo, compartida a ratos con la voluntad, está encaminada a la muerte honorífica, a la existencia que se extiende en la dignidad y el amor: la senda hereditaria del oxígeno.

También el espasmo está encaminado hacia la muerte: la interrupción de la respiración, la contracción de los músculos, la irrupción en la memoria, la pausa del tiempo. El espasmo es, simultáneamente, vida que se resiste y sobrevivencia que se vence. La enfermedad en sí misma no nos acerca al equilibrio de la existencia, al punto coyuntural de acercarse a la muerte por el camino de la vida, pero la disciplina del decaimiento sí. El espasmo puede disciplinarse para que, aun cuando la sobrevivencia se venza, la vida no caiga en la facilidad de llevarse a la ligera.

En atención al enfermo, la filosofía de la medicina tradicional japonesa se basa en algunos de los principios del espíritu samurái: chu, como obediencia y lealtad absoluta, y sei, como congruencia total entre pensamiento y acto. En el tratamiento, la obediencia se presta como si el médico mismo fuera el paciente. La interrupción de la sanidad permite un momento de identificación no solo entre ellos, sino también entre la vida y la muerte. Contrario al juramento hipocrático, en la medicina kanpō, lejos de sus adaptaciones contemporáneas, la máxima muestra de amor por el paciente incurable es darle la oportunidad de una muerte honorable: bushi-no-nasake, “la piedad del guerrero”, el espasmo samurái que consolida la dignidad de la vida. En correspondencia, la frase más conocida del código samurái establece que “el camino del samurái es la muerte”, pero opuesto al barroquismo mexicano volcado a las causas perdidas, el hagakure se refiere a que el innegable destino de la sobrevivencia no solo es algo que debe aceptarse, sino hasta defenderse. El cuerpo es un territorio frágil al que la voluntad se somete en obediencia samurái para defender su digna entrada en la muerte. Incluso el vencimiento definitivo ante una enfermedad terrible —así como con una muerte tan violenta como la del suicidio por el que opta el samurái— puede ser digno si su ritual se fundamenta en una vida de respeto hacia el momento de la muerte. La disciplina que ordena la sobrevivencia halla justificación en los momentos de enfermedad.

El espasmo, ya no solo en términos médicos, sino también como interrupción del flujo de la cotidianidad, puede adquirir un nuevo significado cuando se somete a la disciplina, cuando se piensa en la enfermedad o la carencia como una renovación del compromiso con la sobrevivencia, a costa de la comodidad de la vida. La interrupción del aliento es una oportunidad para disciplinar nuestra forma de seguir viviendo, para aprender a respirar de nuevo.

 

Si bien aún estoy lejos de una respuesta, tal vez puedo imaginar que el mundo de los ciegos es un doloroso espasmo de la vida que permite afianzar la realidad con el prodigio de los otros sentidos. El compromiso con la niebla puede ser el camino de entrada a lo que queda de luz: la imaginación, los sueños y la memoria.

El espasmo es una contracción del músculo de la realidad, un vacío en el aire en el que el oxígeno es más verde. La vacación de mis sentidos es el tiempo en el que me enseño a usarlos de nuevo: ensayo la casa de la tía con mis recuerdos para cuando vuelvan los alcatraces.

La disciplina de mis pulmones me mantiene en el camino hacia mi muerte; se vencen, se resisten, pero no se rinden. Cuando noto la sonoridad de mi aliento sé que todavía llevo puesta la máscara de oxígeno, por si mi padre llega a necesitarla, por si un día de estos un espasmo samurái nos obliga a enseñarnos mutuamente a respirar de nuevo: “sigue hablando, respira”.

El amor huele a oxígeno. Así respiro, esta es mi forma de seguir hablando.