Extraña nos parece la imagen de personas arrojadas a la lentitud del movimiento ondulatorio de la tarde: cuerpos tomados de la mano o del brazo, con una sincronía de los pasos, en permanente eclipse que deja los tobillos cansados tras el paseo por las calles. ¿En qué momento el horizonte se volvió una lejana vista? Cierto es que plantearnos el horizonte implicaba la posibilidad de caminar linderos, por lo tanto, la imaginación estaba después de esos límites, y no antes, como la mayor parte de lo que hoy nos resulta desconocido, una forma abstracta, indeterminada, traducida en incertidumbre incluso antes de surgir.

Los sonidos de las suelas de los zapatos aplastando las hojas secas son, en el imaginario tras variadas historias de suspenso y terror, sinónimo de misterio, y no de un recorrido, un día apacible, entre los árboles que van mudando hacia el invierno. Hoy, aun con nuestra anticipación, el miedo nos habita con mayor facilidad. Rara vez lo desconocido, lo misterioso, nos alcanza en el espacio inmediato; rara vez nos toma por sorpresa. Por eso, caminar, más que un hábito inherente a nuestros cuerpos, se ha vuelto, en estas ciudades carentes de espacios públicos, un acto político, un acto de búsqueda, una resistencia, una apuesta, un redoble por los sentidos. La percepción y el anhelo de certeza gobiernan la expectativa. En la vida citadina, los trayectos son cúmulos de pasos necesarios o predecibles, incluso por medio de algoritmos, entre el estacionamiento o la parada de autobús y los sectores cercados o cerrados a los que asistimos. No hay posibilidad de improvisación. Los espacios están ligados al destino que tenemos asignado y nuestra percepción del entorno se sujeta a lo visible y a lo mucho, a lo que hay de novedoso dentro de nuestros parámetros, que tiene su expresión en percances, pequeños desvíos, encuentros fortuitos, restauraciones…

En la literatura, resulta clave para algunas historias perderse en los lugares, escapar de alguna desventura corriendo o caminando a toda prisa hacia lo desconocido, entre recovecos, de lo cual el lector puede intuir que el personaje no verá retorno. Caminar, como voluntad física y atrevimiento emocional más allá de lo conocido, significaba entonces una ruptura. Las calles y puertas encontradas durante el camino, llegaban a ser barreras físicas entre los mundos. Atravesarlas suponía en potencia, la alteración del tiempo y el espacio.

Caminar hoy es un hábito extraordinario, sobre todo en aquellos lugares cercenados para la espontaneidad humana, reducidos en su espacio público; sitios donde, para caminar, primero hay que trasladarse en auto. Caminar como un acto precarizado por la necesidad de “ocupar el tiempo” frente a la pantalla, frente a lo “verdaderamente importante”; caminar como un medio para recuperar algún aspecto de la salud: acumular kilómetros es una medida del éxito. Caminar y observar los restos del paisaje, la uniformidad del ambiente que nos envuelve con la certeza de poder volver. Resulta primordial tenerse al control y a lo conocido, no así, en cambio, al despertar simultáneo de otras esperas y otros sentidos, como el olfato, la vista, el tacto o el oído —éste último, dicho sea de paso, condicionado por la música que resuena en nuestro reproductor—. El oído, como señalaba Sontag, discrimina menos que el ojo. La percepción de los sonidos es clave para disfrutar la complejidad del paisaje. Nos preguntamos ¿qué mensajes se han dejado de asimilar?, ¿cuáles se anulan al ponernos los audífonos?, ¿podremos recuperar la paciencia para aceptar y ser sensibles a los sonidos del ambiente? Claro, una cuestión es prescindir temporalmente de cierto sentido para potenciar otro, como cuando cerramos los ojos para oler la comida, sentir el viento o escuchar la música; y otra distinta es prescindir de éste para limitar la experiencia, como el caso de amputar el paisaje sonoro mientras deambulamos por los caminos.

Nuestra imaginación, acotada por la percepción —interpretación maniquea y preconcebida de los lugares—, se funde en su propia subjetividad, endogámica, sujeta no a tensiones externas, sino a nuestros propios estímulos. ¿Saldremos de este laberinto abstracto y autoimpuesto? Es cierto, tampoco se puede romantizar o redimir ese mundo físico que está afuera de nosotros, pero sentir sus quietudes y movimientos a través de caminarlo es, quizá, la primera muestra de sensibilidad a nuestro entorno. En este escenario, las primeras víctimas de este degradado proceso son las piernas, pues, tras varias capas de protección para caminar, vemos su uso como una separación de nuestra condición inherente. Sabedores, una gran mayoría de nosotros, de la obvia potencia no utilizada, caminar se resuelve como un evento extraordinario, una opción que rompe la rutina, pero nunca una condición sine qua non de nuestra normalidad.

Renunciamos así a la combinación vectorial de los olores, las vistas, los roces y los sonidos que, de asumirlos, no dejarían indemne nuestra percepción del territorio que nos rodea, toda vez que, trastocando nuestra subjetividad, el retorno no sería opción, ya que algo habría sido añadido, modificado o reemplazado. De cierto modo, caminar se ha vuelto un acto bidimensional, sin relieve alguno, en el sentido de lo real que limita nuestra percepción y, por lo tanto, nuestra imaginación, esta última concebida por Gaston Bachelard en su ensayo “El aire y los sueños” como “el tipo de movilidad espiritual más grande, más vivaz, más viva”.

Finalmente queda preguntarnos, ¿qué experiencia nos queda del trayecto si anulamos sus estímulos más sinceros, más impredecibles? Si la imaginación es posibilidad y movimiento, y si el traslado de la riqueza del mundo real a nuestro ser se encuentra acotado, habremos de volver a caminar, rescatando esa danza rota entre nosotros, la imaginación y el peso y los mensajes del mundo, que necesitan ser leídos, decodificados y transmitidos con toda la complejidad sensitiva y perceptible que se reproduce más allá de nuestra voluntad.