Cerebro: El primer cáncer que le diagnosticaron a mi tía María Eugenia, hermana de mi papá, fue en ese punto en el que la mandíbula emerge del cuello. Por ese entonces, mi tío Paco, otro de los hermanos, trabajaba en Guerrero Negro, la salina ubicada en la península de Baja California. De alguna manera, supongo que no muy legal, consiguió que la empresa se hiciera cargo de los gastos médicos y mi tía fue a que la atendieran en San Diego. Como mi mamá era la única de la familia que hablaba un inglés fluido, se fue con ella por algunas semanas. El tratamiento coincidió con unas vacaciones y, a la fecha, mis primos recuerdan con alegría ese verano en California, cuando conocieron a Mickey Mouse y, de pasada, su tía se curó del cáncer; al menos por cinco años, porque desde aquel tumor inicial, con una puntualidad macabra, cada lustro le volvía a salir un tumor a mi tía en una parte diferente del cuerpo. El último y definitivo fue en el cerebro. Lo recuerdo bien, pues yo ya tenía unos veinte años. Decían que el tumor era tan agresivo que, en su búsqueda por expandirse, incluso le deformó el cráneo, aunque eso a mí no me consta. Mi padre ya había muerto, y yo, lentamente, había empezado a distanciarme de mi familia paterna; creo que de una forma un tanto misteriosa e inconfesada me culpaban de su muerte. Aun así, visitaba a mi tía de vez en cuando. Una regla que se debía seguir con rigor era que en su casa no se podía pronunciar la palabra cáncer. Nunca la dije, por supuesto, e ignoro si mi tía supo de qué había muerto mi papá y de qué moriría ella, o si nunca se atrevió a aceptarlo. Su padre y su marido habían muerto de cáncer; motivos para el rencor había, eso no lo niega nadie, aunque el rencor no sirviera para mucho. Recuerdo que mi primo Paquito, su primogénito, nos anunció a toda la familia que su madre estaba agonizante y que seguramente moriría ese mismo día. Mi tía vivió tres o cuatro años más. Morirse no es fácil, y parece mentira, por absurdo que se oiga, lo mal que tiene que estar uno para al fin morirse, pero acaba pasando, claro que sí, y mi tía murió de la palabra que nunca quiso escuchar. Ignoro si su cáncer, al aparecerse cada cinco años en un órgano inesperado, fue muy cruel, o si, por el contrario, fue un cáncer amable, pues mal que bien la dejó hacer su vida durante un cuarto de siglo, anunciando, eso sí, con una prudencia siniestra y exagerada, que ya estaba allí para quedarse.

Colon: Mi familia paterna, de una izquierda priista, todavía afirma con orgullo que mi abuelo fue el único abogado que le ganó un pleito a Cárdenas en los juicios de la expropiación petrolera. Mi abuelo era el abogado de la Sinclair Pierce Oil Company, oficio que lo llevó a vivir a Tampico, por entonces la capital petrolera del país, donde nacieron sus cinco hijos. Dicen que un aula de la Escuela Libre de Derecho lleva su nombre; nunca he ido a comprobarlo y no tengo intenciones de hacerlo. De origen humilde, mi abuelo, a fuerza de estudio y dedicación —se metía a estudiar en las iglesias, amplias, frescas y silenciosas—, logró ascender socialmente y, para demostrarlo, construyó una casona en la Santa María la Ribera. Dicen que fue un error, porque la colonia ya se encontraba en decadencia, y a donde había que mudarse, si uno tenía mucho capital y más pretensiones, era a la Roma. La casona aún existe, en medio de esas calles con nombres de árboles y poetas; ahora es un centro médico, propiedad de mi primo Emilio —oncólogo, por cierto—. Tampoco sé mucho del cáncer de mi abuelo, salvo que fue de colon, uno de los cánceres menos glamorosos que hay. Creo que fue amable, es decir, rápido. En el patio de la casa, al salir a trabajar, mi abuelo se cayó y ya no se levantó; murió a los pocos días. Convencido de que las mujeres no sabían nada de dinero, no quiso dejarle su herencia a su esposa —mi abuela—, y nombró heredero de todos sus bienes a su hermano, confiado en que velaría por su viuda y sus huérfanos. No fue así y, predeciblemente, su hermano se robó la herencia; generoso, solo les dejó a su cuñada y a sus sobrinos la casa que habitaban, que aún existe, a unas cuantas calles del kiosco más hermoso del país, del museo que conserva un dinosaurio y de La Niña Oscura, esa librería secreta que solo abre los sábados, ubicada en un precioso edificio porfirista que supuestamente habitó Gutiérrez Nájera. Así fue como mi abuelo murió de cáncer y yo perdí mi herencia petrolera.

Hígado: Mi primo Jorge tenía una mano deforme, lo que le forjó el carácter. Se convirtió en el mejor peleador de su escuela —el Simón Bolívar—, por golpear a quien se burlara de él, y golpeó a muchos. Había nacido con un solo riñón, entre otros problemas, me parece que debido a que, durante el embarazo, mi tía Marta tomó un medicamento que causaba deformidades en el feto, como se demostró años después. Cuando Jorge era bebé, el perro de la familia —un dóberman— jamás se separaba de él; dormía a su lado y, cuando Jorge se quejaba o despertaba, el perro de inmediato corría a avisarle a mi tía. No sé si el dóberman presentía que el bebé era débil y necesitaba su protección o si, por el contrario, era tan fuerte que lo consideraba uno de los suyos. Con todo, no tuvo una salud endeble: estudió derecho, se casó con una mujer muy guapa —mi prima Lourdes— y tuvo tres hijos. No lo traté mucho, porque era mayor que yo y porque su familia era la más rica de toda mi rama materna, por lo que nunca fueron muy apegados. No obstante, lo recuerdo como un tipo divertido que no le hacía el feo a las cubas en las esporádicas reuniones familiares. Murió de cáncer de hígado cuando mi tía Marta aún vivía. Fue el primer miembro de mi generación en morir. En morir de cáncer.

Ingle: Tenía un estilo de vida modélico: hacía deporte, comía verduras, no fumaba ni bebía más de la cuenta. Precisamente, el practicar deporte retardó el diagnóstico, pues durante meses los médicos creyeron que ese dolor en la ingle era una lesión por darle muchas vueltas a los Viveros. En realidad, era un cáncer en la articulación. Lo atendió el doctor Beltrán, el mismo oncólogo que veinte años antes había curado a mi mamá de un cáncer de lengua. El caso de mi papá no parecía muy complicado: el tumor —creo que un carcinoma, aunque no sepa qué significa eso— no era muy agresivo. El problema radicaba en que la ingle no se puede cortar; vamos, no se puede cortar sin que lo corten todo entero a uno, y fue lo que sucedió. En la primera cirugía le extirparon la ingle, aunque ni yo, que presencié todo, entiendo bien a bien cómo puede hacerse eso desde el punto de vista anatómico, y le implantaron una prótesis. Entonces, yo tenía veinte años y vivía con él; vivíamos los dos solos en una casa en Taxqueña. Con el apoyo de mi mamá —ellos se habían separado veinte años atrás— y forzado por las circunstancias, aprendí a administrar medicamentos, a tratar con enfermeras, a hacerme cargo de la casa. En unos meses, la situación se estabilizó y mi padre parecía haberse recuperado. Yo estudiaba letras en la unam cuando estalló la huelga. Partí de viaje a Europa sin fecha concreta de retorno: atravesé el Mar Negro, entré de incógnito en Sebastopol —una de las últimas ciudades prohibidas del mundo, aunque, para ser sincero, no hay nada para ver ni hacer—, me emborraché en Estocolmo y leí los cuentos completos de Hemingway en Cracovia. Regresé porque finalizó la huelga de la unam y porque mi papá volvió a enfermarse de cáncer. La cirugía fue más agresiva: le cortaron la pierna y la cadera. Ya sabía cómo cuidar a un enfermo y cómo administrar una casa, así que lo hice con naturalidad; incluso tenía tiempo para salir de noche hasta las tantas y para leer los cuentos completos de Ribeyro y de Onetti. Parecía que mi papá se iba a recuperar. Seguíamos las indicaciones del doctor al pie de la letra y tres veces a la semana íbamos juntos a nadar; la gente nos veía raro, parecía molestarle que alguien nadara con una sola pierna y sin cadera. El tumor volvió a aparecer, lo operaron de nueva cuenta y lo cortaron un poco más. Extrañamente, el doctor nos enseñaba el tumor cada vez que lo sacaba: una bola de carne ensangrentada, negra, llena de venas; un puño que golpea por dentro. En el mismo hospital, le volvió a salir “una bola”. Mi papá se negó a que lo operaran de nueva cuenta y regresamos a la casa. Todos los días aparecían síntomas nuevos, extraños: una vez se puso a temblar y cuando le tomamos la temperatura el termómetro marcaba 30 grados; una mañana amaneció con la espalda llena de ampollas; todo el tiempo se le infectaba todo. Lo único que hacíamos los últimos días era esperar a que se muriera. Ambos ansiábamos ese momento. Un par de veces, por los analgésicos y los delirios, al despertarme, lo encontré tirado en alguna recámara de la casa. Murió un domingo, a mediodía. La víspera habíamos ido por un cura, para que lo confesara. Fueron sus últimas palabras y escuché todo, pero no puedo contarlo porque, supongo, es secreto de confesión; lo que sí puedo decir es que el cura salió algo molesto. Me quedé viviendo en esa casa cosa de un año; ahora me arrepiento: no debí haberme marchado.

Laringe: De camino al trabajo, mi mamá me dejaba en casa de su hermana Elena. A ella le encantaban los niños, por lo que no se quejaba de las confianzas. Pasaba todo el día en su casa y, cuando me recogían, yo apestaba a cigarro, porque Elenita —como siempre la llamó todo el mundo— se fumaba un par de cajetillas de Impala a diario. Después, Elenita, quien era maestra normal, entró a trabajar en un kínder, y allí fui yo a seguirla, mitad alumno, mitad pariente. Ya en la primaria, pasaba las tardes en su kínder, siempre bajo sus cuidados. La quería tanto que me ponía celoso de que sus propios hijos —María Elena, Eduardo y Gabriela— la besaran, y ante uno de mis berrinches infundados, Gaby, la menor, me reclamó: “¡Si también es mi mamá!”. No lo era, pero como si lo fuera, lo que vale más. La tos del cigarro y la tos del cáncer se confunden, por lo que la detección fue tardía. Dejó de fumar de golpe, pero ya para qué, si el cáncer había tomado la garganta entera. Los doctores le operaron la laringe y le dejaron un hoyo en la base del cuello para respirar. Por ese mismo hueco tenía que hablar, pero nunca aprendió a hacerlo. Mi tía Elena siempre fue algo tímida, y no faltó quien dijo que el cáncer le había caído a pedir de boca, pues así podía quedarse callada sin parecer aburrida o grosera. Ya adolescente, la acompañé a un par de consultas en el Pabellón de Oncología del Siglo XXI; todavía recuerdo las salas de espera llenas de moribundos —al menos así me lo parecían a mí—, tremendamente flacos y con una cara de siempre tener sed y no encontrar un vaso de agua por ninguna parte. Vivió varios años sin voz, con un hoyo en la garganta, hasta que el cáncer regresó. No recuerdo las metástasis y qué más da, no tengo ganas de llamar a uno de mis primos para preguntarle en qué órganos tuvo cáncer su madre. Siempre fue flaca, pero eso al cáncer no le importa, y uno se sorprende de qué tan flaca puede llegar a ser una persona, como si se escondiera detrás de sus propios huesos. En los últimos días, mi tía Elenita solo comía paletas heladas —las pedía a gritos, aunque no tuviera voz—, pues sentía que solo estas podían apagar el incendio que sentía en el pecho. Yo fui la última persona por la que preguntó, pero cuando llegué ya no me reconoció: despertaba solo para delirar. Allí estábamos, fijándonos si la respiración ya se había detenido, pero Elenita de pronto mordía otro bocado de aire inútil. Hasta que nos fijamos bien y ya se había muerto.

Lengua: Hace casi cuarenta años le advirtieron que era un cáncer muy agresivo, y ahí sigue, convencida de que ni en la agresividad del cáncer se puede confiar. Casi todos los cánceres se anuncian con una bolita o con un dolor, y este se manifestó con una bolita muy dolorosa en la lengua. El diagnóstico fue rápido, y el doctor Beltrán le extirpó un pedazo de lengua. Santo remedio. No pudo hablar durante algunas semanas, y nunca sabré qué pensó mi mamá durante ese periodo de silencio obligatorio, en el que ignoraba si viviría o moriría antes de recobrar la palabra. Fue un caso extraño, pues el de lengua es un cáncer típico de fumador y, salvo por el cigarro que le dio a probar de niña su hermano Tavo, mi mamá jamás fumó. Puede ser que el origen del tumor haya sido alguna sustancia tóxica que, sin la menor protección, pipeteaba durante sus prácticas de laboratorio en la Facultad de Química. Qué más da. Curiosamente, mi mamá acabó investigando el cáncer en su laboratorio. Dice que hay una predisposición genética y que también tienen que ver los factores de riesgo: yo llegué a la misma conclusión hojeando mi álbum familiar. Era muy niño cuando su cáncer. Recuerdo, o creo que recuerdo, una atmósfera, la de la sala de espera en un consultorio médico, en el que uno aguarda pacientemente su turno para escuchar malas noticias. Recuerdo, o creo que recuerdo, que una vez que me llevó al teatro —el Helénico, sobre avenida Revolución—, el taquillero, al ver que no podía hablar, se dirigió a ella con lengua de señas. Nos dio mucha risa. También creo que recuerdo, o más bien recuerdo, que de camino o de regreso al consultorio del doctor Beltrán, en la colonia Roma, en una de esas calles con nombres de ciudades y estados del país, sentí unas ganas especiales de tomarla de la mano, aunque todavía no supiera pronunciar la palabra cáncer. Ahora que lo pienso, su cáncer solo me dejó buenos recuerdos, lo que, sobra la aclaración, no es mérito de la enfermedad, sino de la enferma que, a sus ochenta años, salvo por algo de presión alta y de artritis en las manos, goza de cabal salud.

Piel: A la fecha, mi tío Tavo es una leyenda familiar. Desde niño mostraba maneras: tras haber reprobado dos veces quinto de primaria, mi abuelo lo inscribió en un internado en Querétaro, famoso por su rigor. Un par de veces, a los diez años, sin ningún peso en el bolsillo, se escapó de allí y se las ingenió para llegar a su casa en la Ciudad de México. Ya de adulto, era famoso por su carisma y por su ira, que se manifestaban aleatoriamente: en casa de mi mamá —la que fue la casa familiar—, aún quedan algunas de las botellas de toda clase de licores con las que Tavo agasajaba a sus visitas, y también permanecen, en las puertas de madera, las marcas que dejó al azotarlas. Se inventó toda clase de negocios, desde comprar una flota de camiones de carga hasta importar bacalao de Noruega, para sacarle dinero a quien se descuidara, y los más descuidados, claro, fueron mis abuelos. A veces, visitaba cariñosamente a alguna de sus hermanas, quien, horas después, se percataba de que faltaba alguna joya de su alhajero o algún adorno de la abuela; mi tío Tavo, misericordioso, días después dejaba por allí la nota de la casa de empeño, para que, si tanto le interesaba a su hermana, recuperara lo perdido. Para sorpresa de todos, cuando mi abuela murió, Tavo se hizo cargo de todos los gastos; más tarde, mi mamá y mis tías cayeron en la cuenta de que, en cuanto su mamá murió, lo primero que su hijo menor hizo fue “tomar” el dinero de su escondite. Ya se imaginarán el pleito por la herencia: fue, de hecho, el pleito definitivo. Tavo se fue a vivir al Norte, a alguna ciudad de Chihuahua, no recuerdo si Delicias o Parral o alguna así. Eso pasó hará unos treinta años. No volvió nunca. Hasta la Ciudad de México llegaban noticias de sus andanzas: que si en Chihuahua había puesto un restaurante de carne y acabó estafando a sus socios, que si en Juárez legalizaba carros chocolate, que si en Cuauhtémoc había intentado exportar quesos menonitas. Si hablo tanto de él es porque sé poco de su cáncer. Solo sé que le salió un lunar o una bolita en la oreja, y que seis meses después estaba muerto: la familia siempre será familia y el cáncer no se deja estafar fácilmente.

Pulmón: A pesar de que el supuesto neumólogo más famoso de ese tiempo ya había emitido su diagnóstico con base en el cuadro general, mi mamá le pidió una confirmación incontestable de que su papá —mi abuelo— tenía cáncer de pulmón; de ello dependía su decisión de partir a Japón a estudiar un doctorado. Le practicaron una broncoscopía —mi abuelo le llamaba brutoscopía— y el resultado fue negativo. El neumólogo más famoso de ese tiempo se vio obligado a diagnosticar que, según el estudio, el paciente no tenía cáncer, pero que sí tenía. Le practicaron, entonces, otra broncoscopía, y el resultado volvió a ser negativo. El neumólogo más famoso de ese tiempo se vio obligado a diagnosticar de nueva cuenta que el paciente no tenía cáncer, aunque sí tenía, acotó, y aseguró que, con suerte, en una tercera broncoscopía, sí extraería una muestra de pulmón infectado. Con todo y su fama, ya no le dieron el gusto. Mi mamá les creyó más a los resultados del laboratorio que a la opinión del neumólogo —después de todo, era química— y partió a Japón, pero todo pareció indicar que el neumólogo tenía razón y, mientras mi mamá aprendía a descifrar los primeros kanjis, mi abuelo perdía peso; mientras mi mamá perdía la vergüenza de bañarse en el baño japonés, mi abuelo empezó a toser sangre, y mientras mi mamá aprendía a separar la basura en orgánica e inorgánica, enfrentaba a los pasajeros borrachos que la acosaban en el metro de noche de regreso del laboratorio y descubría el mejor restaurante de Tokio para comer tonkatsu, los dolores de mi abuelo se convirtieron en un incendio. Con todo, mi abuelo le prometió que si regresaba vestida de geisha él iría a recogerla al aeropuerto. Era una petición cuando menos extraña, quién sabe si fruto del delirio, pero ambos cumplieron con su parte: mi mamá se las ingenió para que, en Los Ángeles, donde el vuelo hacía escala, unas azafatas de Japan Airlines la ayudaran a arreglarse, y mi abuelo consiguió levantarse de la cama donde moriría días después para ir al aeropuerto a recibir a su hija, a quien reconocería sin mayores problemas (la única mujer vestida de geisha en la Ciudad de México). Los incendios se extendieron y mi abuelo pedía a gritos que llamaran a los bomberos para que apagaran el fuego que le quemaba el pecho. Murió en su casa, mientras la familia comía. Con letra victoriosa, el neumólogo más famoso de ese tiempo, en el apartado de causas de la Muerte (sic) del acta de defunción, escribió: “Cáncer de pulmón”.

Tiroides: Tenía diecisiete años y vivía en Francia, en Lyon. Mi mamá había ido a trabajar en su año sabático a la International Agency for Research in Cancer (iarc) y yo marché con ella. Fue un año espectacular: tuve mi primera novia, conocí todas las regiones de Francia, leí a Céline en francés y a Del Paso en español, y probé —los tenía anotados— más de cincuenta variedades de queso. Me salió una bola en el cuello. Fuimos al doctor y, tras practicarme una punción en la bola —fue bastante impresionante, aunque no sentí nada—, nos dijo, a mi mamá y a mí, que todo parecía indicar que era un cáncer muy agresivo y que me quedaban unos cuantos meses de vida, aunque esta información tenía que confirmarse con los análisis. La semana que transcurrió hasta que los análisis estuvieron listos fue, vista en retrospectiva, tremendamente normal: no elaboré una lista de deseos, no me arrojé en paracaídas, no me puse a escribirle cartas a mi familia y amigos. Cuando el lapso había concluido, hablamos por teléfono para pedir los resultados del laboratorio. Estábamos mi mamá, mi papá —llegó porque era verano y tenía programado el viaje; no viajó para la ocasión— y yo, en Niza. Quizás ese viaje, organizado de pronto, sí respondía a las funestas circunstancias, aunque yo no lo viví entonces así. Una secretaria nos informó en el teléfono que era un tumor benigno y que, si así lo quería, podía quedarme toda la vida con mi bola en el cuello. Mi papá se echó a llorar y fue hasta ese momento cuando entendí que había vivido una semana muerto. Ya de regreso en México, me operaron y me extirparon la mitad de la tiroides. Debo tomar de por vida 100 mcg de tiroxina a diario. Tengo una cicatriz bastante grande en la base del cuello; su tamaño, la verdad, merecería una mejor historia. O quizás, más que una historia, cuenta una profecía.