Esta es la historia de un hombre que vio un fantasma en el elevador. El calor, en la ciudad, hacía polvo las esperanzas. El hombre, de unos treinta años, había llegado del trabajo. Casi eran las once de la noche. Vestía traje oscuro y una corbata de rayas azules y negras. El elevador solitario, por un momento, parecía una habitación abandonada, una celda que lo recibía con un abrazo caliente, un poco húmedo. El hombre entró y esperó a que se cerraran las puertas. En su mente evocaba densas palmeras, arena muy fina metiéndose entre los dedos y viento salobre que impregnaba las cortinas de una habitación desconocida. Por ahí, también había un par de gaviotas y, por qué no, un par de lanchas. Quería ir a la playa. Quería huir. Quería tener la sensación, quizás, de estar en otro lado.

El hombre presionó un botón y cerró los ojos esperando que el viaje al noveno piso fuera rápido. Era administrador de una fábrica. Ahora, después de varias horas de trabajo, podría descansar, tomar un trago para refrescar la garganta y prepararse para el siguiente día. Su esposa lo estaba esperando. Cuando el elevador iba a llegar al quinto piso miró, por el rabillo del ojo, una especie de bulto en una esquina. Fue cuestión de un segundo, el tiempo que abarca un parpadeo. Por inercia, movió la cabeza y descubrió, en una esquina, a un viejo que custodiaba, muy silencioso, una gran maleta. El hombre sintió, por el miedo, un estrépito en la cabeza, como si las venas de sus sienes registraran el escape de una manada de búfalos;  pulsos eléctricos en el pecho y en las axilas. Las pupilas se dilataron y la sangre dejó su caudal perezoso y triste. Lo primero que hizo, quizás para eliminar el miedo, fue aparentar que no lo había visto, así que se concentró en las puertas metálicas que le devolvían partes de su rostro. Pensó que en un siguiente parpadeo, como sucede en cualquier truco de magia, las cosas volverían a la normalidad. Sin embargo, el viejo seguía ahí, con el gesto apretado y el ceño endurecido. El hombre pudo comprobar, con un creciente terror, que el otro también se reflejaba en las puertas, solo que su imagen era borrosa y parecía una escena congelada en un televisor defectuoso. El hombre, entonces, dominando su miedo, lo miró y le ofreció una leve sonrisa. El otro apenas lo miró y siguió, muy firme, a un lado de su maleta. El hombre pensó que el viaje al noveno piso era tan lento que podría durar siglos. Escuchó el tintineo de la llegada y salió sin despedirse del otro. Después de suspirar, se secó el sudor de la frente y caminó por el pasillo. Se dio cuenta de que no estaba en el noveno piso, sino en el segundo. Estuvo un rato, inmóvil, pensando en su distracción. También pensó que la presencia del viejo, de alguna manera, había modificado el viaje en el elevador. Regresó al centro del pasillo, pero tuvo miedo de encontrar de nuevo al intruso cuando volvieran a abrirse las puertas. Meditó y meditó. Después de un momento, decidió subir por las escaleras aunque, mientras arrastraba los pies, peldaño tras peldaño, imaginaba que el otro estaría en la siguiente vuelta o, peor aún, en el pasillo. Incluso podría estar atrás de él, arrastando su maleta, resoplando y sudando como loco.

El hombre llegó a su piso y comprobó, con una contenida euforia, que estaba desierto. Aún seguía pensando en el viejo y en la equivocación de piso. Lo segundo tenía una explicación más fácil: distracción, el estrés que le había jugado una mala pasada. Sin embargo, el hecho de encontrar al otro con su gran maleta era algo que no podía entender. Entró a su departamento y saludó a su esposa. A pesar de que la noche seguía su curso previsible, normal, la vida del hombre tomaba otra dirección. Dejó su portafolio y se movió lentamente por la sala, con paso cansino. Con gestos de animal pesado, fue a la ventana para abrir las cortinas y esperar que entrara alguna racha de viento fresco. La noche era una gran boca hirviente. El ventilador no se daba abasto con el aire que maceraba sus respiraciones. Gotas de sudor bajaban por su frente. Iban, una tras otra, en perfecto orden. Su cuerpo, bajo el traje de tela barata, sudaba. Se quitó la corbata y el saco. Entonces, le dijo a su esposa que había visto un fantasma en el elevador. Se lo dijo así, sin muchos aspavientos, como si fuera algo que sucediera todos los días. Su esposa pensó que estaba bromeando. Sin embargo, cuando miró su gesto detenido y la mirada entrampada en los mosaicos del piso, supo que era verdad. El hombre trataba de digerir el encuentro. Buscaba infructuosamente alguna explicación racional, pero el viejo pertenecía a un ámbito distinto, estaba hecho de una materia ajena, ambigua, que lo interrogaba.

Esa noche, después de ver las últimas noticias, los dos se quedaron con la mirada clavada en el techo. Entonces, la historia de un hombre que vio un fantasma en el elevador fue también la historia de lo que ocurrió después: la historia de las cosas que se prenden y no se apagan; la historia de los que tienen miedo de cerrar los ojos o de los que interpretan mal los ruidos tras las paredes. Los dos estuvieron callados, como si las palabras de todos los días, aquellas afirmaciones intrascendentes pero necesarias, se hubieran ido. No era insomnio. Era como mirar una planicie blanquísima, sin gravedad, en la que no hay ningún relieve, ningún horizonte. El hombre pensaba que el fantasma era un mal augurio. Había leído en alguna parte que los aparecidos suelen anunciar tragedias. Así que hizo un repaso de su vida, sobre todo de los últimos días, tratando de encontrar, como aguzado detective, aquellas decisiones, aquellos hechos riesgosos que podrían acabar en una mala sorpresa. Recordó su infancia solitaria y la primera vez que recorrió la ciudad sin estar acompañado de sus padres. Recordó la decisión de mudarse a aquel departamento y las palabras que le dijo a su esposa cuando lo aceptaron en la fábrica. Ella, por su parte, apenas cubierto el torso con las sábanas, pensaba en la fragilidad mental de su marido. Las últimas semanas había llegado muy tarde del trabajo. Sin embargo, había sido tan vívida su descripción que le costaba creer que la historia fuera puro aire, una ficción generada por el calor y las avenidas saturadas de tráfico. Aunque el calor, por así decirlo, podía generar cosas raras: era una enfermedad que se metía en los ojos, inflaba burbujas invisibles que desordenaban los pensamientos y creaban fantasías, mundos alternos.

El hombre siguió usando el elevador. Siempre lo encontraba solo y aprovechaba aquellos momentos para descansar del ruido de la ciudad, del feroz ronroneo de los autos y de las respiraciones de millones de personas. Era un páramo el elevador. Era como pasar de un mundo a otro. Sin embargo, a pesar de aquella normalidad, tenía la sensación de que alguien lo observaba. En algún momento aparecería el viejo con la maleta. Quizás estaba mirándolo desde algún punto del techo o respirando al otro lado de las puertas, esperando con paciencia a que se abrieran para encontrarlo de frente y mostrarle, una vez más, su gesto endurecido y eterno. Una noche, después del noticiario, le dijo a su esposa:

—Creo que nos vendrían bien unas vacaciones.

Ella se puso de costado, acomodó la almohada bajo su cabeza y le respondió:

—¿Es por lo que te pasó en el elevador?

El hombre evitó mirarla a los ojos. Le daba vergüenza aceptar que el incidente aún lo afectaba. Ella, comprendiendo que lo había puesto en un aprieto, le dijo:

—Podríamos ir a Acapulco. ¿Te acuerdas del cupón?

Al hombre se le iluminó la mirada. En una rifa de la fábrica había ganado un cupón para un par de noches en un hotel de Acapulco. El papel seguía guardado en uno de los cajones de la vitrina del comedor.

 

Los preparativos del viaje fueron rápidos. El hombre pidió permiso en su trabajo. Ella suspendió unos días las clases de inglés que daba. Una mañana de viernes tomaron un taxi a la central de autobuses. Era temporada alta, así que había filas enormes para comprar boletos y apenas se podía caminar entre la gente. A pesar de los inconvenientes, estaba satisfecho con la decisión de viajar. No le quiso decir a su esposa que, en realidad, estaba huyendo del viejo y que temía encontrarlo en cualquier lado, en la estación de autobuses, como uno de los innumerables peatones que habían visto a través de las ventanas del taxi: gente arracimada en una banqueta esperando el transporte público, comprando chucherías en una esquina, comiendo en los puestos callejeros que inundaban la ciudad. A pesar del temor al encuentro, tenía la esperanza de que los próximos días serían una experiencia agradable.

El viaje en camión fue lento por el tráfico. A veces, permanecían detenidos varios minutos esperando que el flujo de autos volviera a la normalidad. No pensaba mucho en Acapulco. Nunca había ido y las imágenes que asociaba con el puerto eran las de cualquier centro turístico en la playa. Quizás irían a cenar a algún lugar elegante o buscarían, después, alguna cabaña a buen precio para extender las vacaciones un par de días más. A ella le gustaba salir de la ciudad, caminar en otros lugares, dejar el departamento aunque fuera por unos días para darle un giro al verano monótono, aburrido, que se repetía año tras año. Adormecida por el vaivén del camión, parecía un poco más joven. La película que estaban pasando, casi inaudible, arrullaba a los pasajeros.

Llegaron a Acapulco. El calor era húmedo y se pegaba a la cara, a los brazos, a todas partes. Tomaron un taxi para llegar al hotel. El conductor apenas platicó con ellos. Les recomendó algunos centros nocturnos mientras trataba de sintonizar un radio vetusto. Las calles estaban repletas de autos. Sonrieron cuando llegaron a la dirección que indicaba el cupón. La recepcionista, al inicio, les dijo que la promoción no era válida. El hombre le explicó que era un acuerdo entre la fábrica y la cadena a la que pertenecía el hotel. Después de un par de llamadas, la recepcionista se quedó con el cupón y les dio las llaves de su habitación en el último piso. El edificio tenía cinco niveles y estaba lejos de las principales playas. “No podemos esperar mucho de un lugar cuatro estrellas”, le dijo su esposa. Siempre le buscaba el lado bueno a las cosas. El edificio había tenido tiempos mejores, pero ahora la alfombra del pasillo estaba carcomida en las orillas y el tapiz de las paredes había desaparecido en algunas partes; los sillones de la recepción tenían quemaduras de cigarros. Entraron al elevador y llegaron al último piso. Acomodaron sus maletas y prendieron el aire acondicionado que soltó un leve ronroneo. Se sentaron en la cama y estiraron las piernas. Ya era muy noche para salir y estaban cansados, así que decidieron acostarse y recorrer la ciudad el día siguiente. Se durmieron casi de inmediato. Él soñó que se internaba en una superficie muy blanca, sin dimensiones perceptibles. Después, ese espacio se reducía hasta ser del tamaño de un elevador. Sin embargo, no sentía inquietud por la breve extensión. La temperatura era agradable. En el sueño, se sentaba en ese espacio sin tiempo y se dejaba habitar por una tranquilidad creciente. Era como estar bajo la sombra de un árbol, lejos de todas las preocupaciones. La apacibilidad del sueño fue diluyéndose y se interrumpió cuando lo despertó bruscamente un grito de su esposa:

—¡Una cucaracha!

El hombre se levantó de inmediato y fue a prender la luz. Ella se acercó a la puerta, como si quisiera huir ante la llegada de un ladrón. Él buscó entre las sábanas hasta que dio con el bicho. Parecía, precisamente, un ladrón descubierto por sorpresa. Ante la amenaza, se había quedado inmóvil, pero estaba dispuesta a huir rápidamente ante cualquier oportunidad. El hombre, sin dejar de mirarla, tomó uno de sus zapatos y acabó con el asunto después de dos o tres golpes. Se deshizo del bicho aplastado lo más rápido que pudo. Su esposa, sin atreverse a acercarse a la cama, le dijo que le daba asco dormir en esas sábanas; habría que pedir otras y, de paso, reclamarles por la higiene. El hombre bajó a la recepción. La recepcionista no estaba. Tocó la campanilla del mostrador y se quedó un momento mirando, a través de los cristales de la puerta principal, la calle por la que aún pasaban algunos autos. Al fin, la mujer salió de una puerta lateral y escuchó la petición. Le dijo que no tenían sábanas de repuesto pues llegaban de la lavandería en la mañana, antes de que las recamareras hicieran su ronda en las habitaciones. El hombre, molesto, no le respondió. La despedida de la muchacha se quedó flotando en el aire. Sabía que no podía hacer mucho. Maldijo entre dientes al cupón. En el elevador, pensó que el viaje era un castillo de naipes que empezaba a desbaratarse. Compadeció a su esposa. Así como le ponía buena cara a ciertos asuntos también le gustaba pelear guerras perdidas. Ella habría reclamado agriamente a la recepcionista; tal vez hubiera pedido hablar con el gerente y enturbiar aún más la situación. Las dificultades eran una constante desde que empezaron a vivir juntos, pero habían desarrollado una especie de tranquilidad, una mezcla de resignación y testarudez que les hacía persistir hasta que llegaban tiempos mejores. Llegó a la habitación y le comunicó las malas noticias. Sin tener otra opción, se acostaron sobre el colchón desnudo. No pudieron cerrar los ojos de inmediato, porque tenían la sensación de que otras cucarachas podrían salir de cualquier coladera y acercarse, lentamente, hasta la cama. Ella se levantó y cubrió con una toalla la coladera del baño; él apretujó bolsas de plástico en el quicio de la puerta. Aun así, tuvieron que pasar varios minutos para que pudieran conciliar el sueño.

Al siguiente día, se despertaron con dolor de huesos. El aire acondicionado, a pesar de que estaba a su máxima capacidad, apenas diluía el calor que se metía por todos lados. Parecía que habían dormido en posiciones extrañas, como si hubieran intentado, durante lo más profundo del sueño, huir del ataque de insectos imaginarios. No quisieron desayunar en el pequeño restaurante del hotel y prefirieron salir para recorrer las zonas aledañas. El puerto estaba lleno de gente. Muchos negocios ofrecían, con grandes letreros, sus promociones. Caminaron asediados por el calor húmedo sin atreverse a entrar a ningún lado. Los gritos de los comerciantes llenaban las calles y los aturdían. No había un solo sitio para estar tranquilos. Las voces, el sonido de los autos, la música… llevaban el ámbito a un ritmo frenético. Después de caminar varias calles, cansados, encontraron un lugar para comer algo. Se miraron en silencio mientras la mesera apuntaba su orden. El aire salino llenó sus respiraciones. Una guacamaya de plástico se columpiaba en un aro que colgaba del techo de palma.

Cuando llegó el desayuno, las cosas parecieron mejorar, aunque fuera un poco. Ella sorbió su jugo de naranja y le dijo:

—Creo que fue un error venir.

Él tuvo ganas de contradecirla. Le molestaba aceptar que su idea, de principio a fin, había sido un fracaso. Ella suspiró y miró la calle. No podían pelear porque, en realidad, no había forma de no estar de acuerdo. Conforme pasaba el tiempo, había menos cosas rescatables. De pronto, extrañó el calor sofocante del departamento, la rutina de todos los días, la llegada en las noches, después de tomar el último autobús del transporte público. Incluso extrañó el edificio gris, con el recibidor iluminado por dos ventanas rectangulares y la correspondencia apiñada bajo los medidores de luz.

La historia del hombre que vio a un fantasma en el elevador se convirtió en el relato de una pareja que estaba, casi naúfraga, en un lugar ajeno, a muchos kilómetros de su hogar, pero aún dispuesta a encontrar algo que valiera la pena en las calles de un puerto populoso. Para no enfrentar la mirada de su esposa, el movimiento del popote entre los restos del jugo de naranja, su gesto displicente y algo aturdido, comenzó a pensar en el viejo del elevador. Él, en aquella ocasión, estaba a punto de viajar. ¿Qué era lo que cargaba en su maleta? ¿Por qué parecía aferrarse a ella? Eran muchas preguntas. Su esposa, después de acabar la pieza de pan que había estado mordisqueando, lo miró detenidamente. Sabía lo que estaba pensando, pero no quiso intervenir una vez más.

Pagaron la cuenta y deambularon por las calles atestadas de turistas. La gente se formaba en largas filas para subirse a las lanchas y otras atracciones. Las motos acuáticas no se daban abasto ante la muchedumbre. A lo lejos, se veían cabezas pequeñas, cuerpos casi uniformados con playeras, gorras y blusas de colores brillantes. La arena estaba llena de basura. Ellos pasaron de largo por todos los lugares. El sol caía a plomo. A cualquier oferta le encontraban un defecto y a cada oportunidad le veían muchas dificultades. Los mejores complejos estaban en zonas lejanas y, seguramente, sus playas eran privadas. La cabaña que había idealizado no aparecía en ningún lado. Sin intercambiar una sola palabra, casi por inercia, emprendieron el regreso tratando de encontrar la ruta más corta. Antes de entrar a su hotel, sabiendo de antemano que no estarían ahí una segunda noche, miraron una pequeña tienda que les había pasado inadvertida. Estaba en una esquina y tenía algunos letreros en inglés que promocionaban guías del puerto y los horarios de los camiones cuyas rutas iban a poblaciones cercanas. Entraron y, después de curiosear por los estantes, vieron una esfera de cristal en la que navegaba un barco de color rojo. Era la única. Quizás ya se habían vendido las otras. El mar, azul turquesa, estaba lleno de pequeños caracoles de plástico, estrellas de color rosa, arena brillante y muy blanca. “Recuerdo de Acapulco”, leyó ella en la base de la esfera y la agitó para que el mar tuviera movimiento. El barco navegó en aquel mar diminuto y controlado. Sonrió y la compró sin pensarlo mucho.

Esa tarde volvieron a empacar sus cosas. La recepcionista asintió con la cabeza cuando anunciaron su salida prematura. Parecía, por su gesto condescendiente, que no eran los únicos desencantados con Acapulco y el hotel. Les dijo que las últimas corridas en la terminal salían hasta bien entrada la noche. No pudieron dejar de pensar que, durante su ausencia, se habían paseado entre su ropa algunas cucarachas. Para consolarla y consolarse, le dijo que esos bichos eran nocturnos o, al menos, eso era lo que le había dicho un compañero de trabajo. Tenían un sentimiento de nostalgia, como si estuvieran abandonando un lugar habitado durante largo tiempo. Ella entró al baño. Él cerró una de las ventanas. Miró la bahía de Acapulco, los cruceros y yates que parecían saturar el mar. Desechó la idea de tomar una foto. Mientras cerraba una de las ventanas miró, cerca de la tienda en donde habían comprado la esfera, a un viejo arrastrando una pesada maleta. Aguzó la vista. Era él. Un temblor recorrió sus labios. Sin saber muy bien por qué, más por un impulso que por la búsqueda de una respuesta, le dijo a su esposa que se le había olvidado comprar algo para el viaje de regreso. No tuvo paciencia para esperar el elevador y bajó corriendo por las escaleras con la mente alborotada. En la calle, caminó apresuradamente hasta el punto donde había visto al viejo. Solo encontró turistas extranjeros y algunos vecinos de la zona. Cuando les dio las señas del viejo, les describió la gran maleta, se encogieron de hombros. Insistió con algunos más, pero tuvo los mismos resultados. Quiso explorar las calles aledañas, pero presintió que su esfuerzo sería en vano. Regresó con la desilusión marcada en el rostro, pero aún con la curiosidad intacta.

Entró a la recepción del hotel. Apenas miró a un chico que trabajaba de botones. Mientras esperaba que el elevador llegara a la planta baja, pensó que, con ese nuevo encuentro, se saldaba una parte de su vida, aún no sabía cuál, pero tenía la vaga certeza de que, a partir de entonces, serían diferentes sus días. El elevador llegó y entró mientras seguía entrampado en sus pensamientos. Quizás, desde la altura, podría hacer una última búsqueda. Aún no se resignaba a perder el rastro del viejo. Imaginaba varias estrategias cuando el elevador se detuvo en el quinto piso. Sin embargo, las puertas no se abrieron. Pulsó una y otra vez el botón que tenía el símbolo de apertura. Tal vez la enseñanza de todo era que un elevador podía fallar en el momento menos adecuado. Le dieron ganas de reír ante la idea, pero se sintió ridículo. El elevador pareció reaccionar, pero las únicas señales eran un rechinido y el sonido de los cables tensos, sosteniendo el peso de la caja metálica. El hombre comenzó a sudar por el calor y por la ansiedad de salir lo más pronto posible. En medio de la inmovilidad, en medio de una contenida desesperación, le quiso decir a su esposa que lo había encontrado, que, de alguna forma, el viejo había pasado del sueño a la realidad y que no sabía lo que eso significaba. Se lo diría no para que empatizara con él o le creyera sin cuestionarlo, sino para desahogarse. Las luces de techo parpadearon y, después, se apagaron. Las puertas seguían cerradas. Iba a presionar de nuevo el botón para ver si reaccionaba algún mecanismo aletargado cuando escuchó la voz de su esposa. No lo buscaba a él, tampoco decía su nombre, sino que parecía dialogar con alguien. Le gritó, pero la voz de ella seguía imperturbable. Las voces en el pasillo eran ininteligibles y, sin embargo, contagiaban una sensación de familiaridad, como la de dos viejos amigos que se reencuentran después de varios años. Antes de gritar por segunda vez, alcanzó a distinguir el arrastre de una maleta, una maleta muy pesada, y entonces estuvo seguro de que ahí estaban contenidas todas las cosas del mundo.