Ensartaba sus agujas de tejer en mis pezones cuando recibí su llamada. “Cómo deseo que mi bebé no viva este tormento”, había leído minutos antes. A los 17, luego de leer su diario por primera vez, resbalé mi sexo por uno de los mástiles de la cama hasta conocer el orgasmo. “¿Qué le esperará a mi hijo más adelante?”, leí en aquel entonces. Lo escribió cuando mi padre aún nadaba dentro de su vientre. Desconocía el porvenir y escribía una y otra vez lo que tenía la certeza de no desear en el futuro del que sería su único hijo. Faltaba tiempo para que encontrara su cadáver tirado en el patio de su casa. Aún más para que yo comprendiera que Los Ideales no eran un grupo de personas que habían asesinado a papá.

—Llegó el momento; ven por mí —dijo, mientras yo interpretaba un dueto para violines deslizando las agujas de tejer convertidas en arco. Su llamada no me sorprendió, la preví unos meses antes, cuando la encontré mirando por la ventana, quejándose de la impuntualidad de mi padre; cuando preguntó si mi madre, cuyo cuerpo aún permanecía en la lista de desaparecidos, llegaría a la hora de la cena.

“No se cumplen, los deseos”,leí alguna vez, tallado en la puerta de un baño.

Retomé lo que aprendí acompañándola de pequeña: despertar, verter papilla dentro de la boca y limpiar la orina y el excremento expulsados al unísono, como las aves. A veces, pasada de copas, me descubría hablándole de los pañales desechables; divagando acerca de cuánto le hubieran facilitado la vida mientras cuidó de su propia madre, de haberle alcanzado el dinero para comprarlos. Si bien yo aún no entendía el balbuceo, idioma que volvió a hablar, confié en que ella seguía comprendiendo el nuestro cuando le pedía que no se fuera y le explicaba que con su muerte nos separaría a todos para siempre.