Soy prisionero de las palabras que conozco,
sólo sé llamar a las nubes y tormentas por su nombre.
No sé de más comienzos
que las, los y les,
trinomios que señalan por mí
y por otros
las huellas que dejamos
sin sonido, ni voz de regreso.
¿Qué palabras tenemos que hallar, para que nuestras letras reclamen
un lugar en la interpretación de las cosas?

Observo
diccionarios, libros y demás olvidados,
breve respiración antes de sumergirme
donde las palabras son peces que danzan
mientras doblo las rodillas,
recordándome que seguiré aquí,
contemplando en silencio sus escamas.

Soy prisionero de las palabras que conozco,
unas pocas,
a lo mucho,
el desecho, el sargazo del Océano de las Lenguas.
Meditabundo, recojo por las tardes
el sonido de las gaviotas que presumen mi impotencia;
así, mi boca es un soplo pequeño ante la nada,
pide el grito que sea trazado aunque sea en la arena,
¡vaya cosa más trillada!
Y aunque inmensa la orilla, inmensa la mar, inmenso el cielo…
las metáforas no alcanzan a cubrir mis pies con la seda.
Escribir es andar en círculos por esta isla
formada de recuerdos, lecturas y palabras.

Lamento,
mientras me observan inquisitivas
las aves de quisquilloso vuelo;
saben que encubro mi naufragio,
saben que aparento ser el viajero nocturno indiferente
donde las constelaciones reclaman devotos,
donde soy peregrino en busca de los rezos.

A, ante, cabe, con, contra, de, desde…
pequeñas semillas
que me recuerdan
la fragilidad de las hojas en blanco ante los días
donde soy prisionero de las palabras que conozco
y resisto;
no sabré cuánto
porque me niego,
me niego una vez más
a navegar rumbo a la orilla de los todos,
donde cohabitan las certezas, los duraznos y la hoguera;
a volver a tierra firme,
donde se pronuncian sin reproche
la vida
lo mismo que
la muerte.