Habremos muerto sin haber divisado
la biforme fiera o la rosa
que son el centro de tu dédalo,
pero la memoria tiene sus talismanes,
sus ecos de Virgilio,
y así en las calles de la noche perduran
tus infiernos espléndidos,
tantas cadencias y metáforas tuyas,
los oros de tu sombra.
Jorge Luis Borges, “Invocación a Joyce”

 

El conocimiento de la muerte es estrictamente personal. Sin importar cuánta gente asuma esa verdad compartida, el final es una experiencia adelantada, una resignación individual, una certeza íntima. La muerte es un concepto que se enfrenta en soledad, de la misma manera que se presentan las sombras. El sol opone sus rayos detrás de los cuerpos y sólo delante de cada uno se oscurece la tierra, se alarga su contrario. Se asume que el sol es un dios colectivo que alumbra a todos por igual, pero quizá prefiera escoger sus objetivos. La soledad que encierra el vago descubrimiento de algunos saberes esenciales puede azorar incluso a quienes han visto los dientes de la boca del infierno.

Un pasaje de la Divina comedia muestra que las sombras pueden ser tan dispares como los alcances del conocimiento. Dante sale del Infierno y llega al Purgatorio. Al observar que sólo delante de él se oscurece la tierra, se inclina hacia Virgilio, temeroso de que lo haya abandonado. El cuerpo con el que Virgilio proyecta la sombra se encuentra sepultado; allí lo acompaña, ahora, con otra forma, con un cuerpo que la luz no alcanza a tocar. ¿Cómo puede confiar Dante no sólo en que aquella compañía no es un engaño, sino que, además, su sombra sea realmente suya? Si son dudosos los designios de la luz, ¿de qué están hechas las certezas? Y el cuerpo, pues encima se presume la imposibilidad de descubrir su materia, ¿cuándo está seguro de su muerte? Virgilio responde que es insensato esperar que la razón lo conozca todo, y, a propósito, en qué consiste el cuerpo. No obstante, Dante lo delata en el poema y la lectura de Borges lo pone en evidencia: “Virgilio impugna a los soberbios que pretendieron con la mera razón abarcar la infinita divinidad; de pronto inclina la cabeza y se calla, porque uno de esos desdichados es él”.1

Todo conocimiento es parcial, lo único seguro es que nada es seguro, y, sin embargo, la muerte. Puede no serlo, pero su certeza parece tan real como el agua que cae y se rompe. No sólo la certeza del mero impacto de las fuerzas naturales, no sólo la gravedad, sino sus efectos más íntimos: el agua cala los rincones más profundos de la duda; podría decirse que incluso la sombra de Dante alcanza a mojarse.

La sombra de mi vida asegura mi muerte, pero nada afirma que la conozco, sino quizá sólo en parte. Yo tampoco encuentro paz en las sombras, también tengo mis virgilios. Nada más la lluvia, el tiempo y sus pronósticos absurdos me traen una noción de que hay algo a lo que puedo acercarme. Las aguas verticales nunca son seguras, pero les guardo mis únicos espacios de fe: incluso en las grietas donde la razón no llega se forman pequeños arroyos de certeza. Mi memoria contiene todo lo que sé y lo que sé que puedo esperar. El conocimiento de la muerte es una cuestión de confianza. Cada uno escoge los talismanes que le dan fin a sus certezas. Confieso que el mío es algo que viene del cielo, pero, en vez de rezarle con las manos, a veces alzo mi cara hacia las nubes y espero. A veces, finjo imaginar que es la primera vez que siento el agua, pero nunca me sorprendo. Desde antes de nacer, el agua y la muerte eran lo único que conocía; sin embargo, no estoy seguro. A decir verdad, no me acuerdo.

El tiempo no gasta los recuerdos, más bien la mente se conforma con algunos talismanes de la memoria. Los pactos de afinidad que hacemos con la materia del mundo no se olvidan, pero se van traicionando. La infancia original parece no preocuparse por las aguas verticales. A pesar de las indicaciones de las madres y los letreros que, poco a poco, reprimen los primeros instintos, en los días nublados, los niños insisten en jugar bajo la lluvia y, en los calurosos, en mojarse con los aspersores y las fuentes. Nuestra necesidad mamífera de las superficies convierte los cuerpos de agua, incluso los artificiales, en espacios de gravedad inversa: la verticalidad fluye para ambos lados. Nadar es una forma elegante de flotar. El reflejo de inmersión de los bebés suele interpretarse, erróneamente, como una habilidad innata de nuestra especie para adaptarse al agua, pero no es más que un engaño que demuestra nuestro afán fallido de extender el dominio que creemos tener sobre el fuego a los demás elementos. Sin embargo, algunos bebés logran adaptar sus reflejos a la apnea. La simpatía por el agua se prolonga hasta que la lluvia se convierte en un enemigo de la moda y la ducha en un preludio tedioso de la jornada. Hasta que se da esa traición, la verdadera inocencia es un pacto con el agua. Los presagios de la lluvia se anuncian vagamente como algo que viene de lejos, con la verticalidad como única certeza.

 

Es de día, mitad de verano, llueve. Las condiciones del cielo son propicias; con el olor de la tierra mojada, también las del suelo (los pronósticos también se dan en el presente: el conocimiento es algo en construcción, una cuestión de tiempo). Mi hermana y yo nos envolvemos en chamarras e impermeables, y salimos a caminar por el vecindario. La calle está vacía, los perros siempre molestos, ahora callados. Si graniza, nos quedamos en el patio a recoger los granos de hielo y hacer bolas como si fuera nieve; una ilusión que en esta ciudad nunca se cumple: el granizo se derrite en las manos con rapidez y las bolas de hielo se resisten a la esfericidad. El juego se convierte, entonces, en ver quién junta más ficciones en una palangana.

Cuando sólo llueve, incluso cuando llueve a cántaros, vamos a la tienda por una paleta helada. El antojo no es contradictorio: la ley del enfriamiento de Newton señala que es natural que un cuerpo baje su temperatura para disminuir la diferencia con la de sus alrededores. Otras veces, no estamos de ánimo para la inmersión de sentir que somos gotas, y calentamos una bolsa de palomitas en casa. Caminamos por el vecindario como espectadores. El mejor entretenimiento no es quedarse a ver una película de aquel videoclub que tiene los años contados, ni ver el recorrido de las gotas desde el marco de la ventana. Como turistas en una concurrencia de locales, andamos entre casas conocidas; las vemos llorar y transformarse con los reflejos del agua. La bolsa de palomitas se protege como un tesoro bajo el impermeable.

Regresamos a casa con el anuncio de la noche. Traemos como recompensa de nuestra expedición una palangana con hielo derretido, un palito de paleta o una bolsa con restos de maíz palomero. Mi madre, que antes nos obligó a taparnos, nos manda a bañar bajo nuevas aguas verticales. No tiene caso, la lluvia siempre halla un escondrijo para calarse (el tiempo también tiene dobleces: hay momentos que son charcos). Cuando me quito la chamarra y el impermeable, descubro sin sorpresa que siempre estuve mojado.

 

Hay historias de la infancia que se remontan en el tiempo más allá de cuando se originaron, incluso hasta culturas lejanas. Sus moralejas se repiten como un eco involuntario, hasta que resuenan en los instintos que creíamos únicos. En el presente, ya no importa la procedencia. El agua muestra que todos los caminos van a dar al mar o se repiten; así, también la memoria tiene sus ciclos y sus ríos. A la manera de lo que aprendí durante mis caminatas en la lluvia, una lejana enseñanza oriental ya indicaba la inevitabilidad de mojarse y lo inútil que es correr para guarecerse de las tormentas, y que, en cambio, no importa empaparse cuando ya se lo tiene previsto. La “lección del aguacero” que describe Yamamoto Tsunetomo en su explicación del bushidō, el código del guerrero samurái,sirve como una analogía de la muerte. El conocimiento anticipado nada hace contra la destrucción, sino a su favor, pero también en beneficio de lo destruido. La previsión se cuela en todas partes, pero la muerte también es un líquido: llega en picada y se anuncia vertical; a veces, discreta; otras, escandalosa, pero siempre indudable.

Parece que la lluvia no mata, pero toda persistencia implica la posibilidad de un extremo. La muerte por un rayo es tan improbable como frecuente: su extrañeza la convierte en blanco de todas las referencias acerca de la probabilidad. Las madres nos enseñan que, para prevenir la electrocución, no hay que esconderse bajo un árbol durante una tormenta. Esta indicación casi sigue el camino samurái de la resignación honorable que indica el bushidō, frente al agua como frente a la muerte, pero el refugio fácilmente se sustituye por un alero; de manera contradictoria, se niega tanto la muerte como la empapada.

Uno de los días que salí a caminar en la lluvia con mi hermana, un rayo impactó un árbol a unas casas de la nuestra. En algún momento de la infancia, alguien te enseña a medir la distancia de un rayo contando los segundos entre el resplandor del relámpago y el estallido del trueno. No puedo saber si fui testigo del rayo que incendió el árbol, sólo puedo saber que lo escuché y, aunque lo hubiera visto, lo cierto es que nunca entendí cuántos segundos hubieran sido necesarios para identificar al culpable. Únicamente puedo estar seguro de la fascinación que me produjo la noticia. Al día siguiente, fui con mi madre a ver el árbol quemado. Las pérdidas tienen fama de reunir a la gente, aunque, en este caso, la aglomeración había sido anticipada (quizá anunciaba un presagio): su tronco torcido lo había hecho el preferido de los niños; su altura, el de los padres. Hasta entonces, se creía que era el más seguro. Sin embargo, ya nadie se acercaba a sus ramas chamuscadas más allá de lo que la curiosidad exigía. Todas sus hojas se habían quemado, pero, como los demás árboles, intactos tras la tormenta, también goteaba.

Leí sobre la “lección del aguacero” en un libro de Yukio Mishima, quien antes de hacer el ritual del seppuku, con el que culminaba la preparación de su muerte, escribió su última obra literaria: un jisei no ku, que tradicionalmente componían los samuráis antes de suicidarse. Más que una parábola, es una advertencia imparcial, una revelación:

Sopla una leve tormenta nocturna
diciendo: “caer es la esencia de la flor”,
precediendo a los que dudan.

 

La fascinación por ese incendio tal vez implique una propensión natural por la muerte; un impulso que simboliza la añoranza de haber estado bajo el árbol en el momento del impacto; una ambición secreta, no por el fuego ni por el dramatismo del sufrimiento, sino sólo por arder. ¿Cómo escogen sus víctimas los rayos? Mono no aware: sensibilidad ante la progresividad de lo transitorio. Las fuerzas destructivas también tienen una inclinación por lo delicado. Esconderse de la lluvia bajo una fronda que puede encenderse en cualquier momento es lo más cercano al camino samurái que sugiere morir todas las mañanas: las hojas no están ahí para proteger, sino para preparar la muerte. Frente a lo que asumimos como una evidente imprudencia y el conocimiento de las pocas probabilidades de coincidir con el árbol al que le cae un rayo, hemos inventado defensas contra el agua que, a pesar de ser seguras, también sirven para la alegoría. Los paraguas pueden ser el paradigma de lo que esperamos que pase y de lo que sabemos de sus efectos. Los modernos paraguas japoneses, con su techo transparente que asemeja lo mismo que detienen, muestran, además, que se puede estar en armonía con aquello que se teme: metafóricamente, el agua; literalmente, la muerte.

 

Los caminos que llevan a las metáforas se recorren por casualidad; llegan sin buscarlos, pero también se pueden rastrear a voluntad. Muchos años después de las caminatas en la lluvia con mi hermana, algo me dirigió de nuevo al recuerdo del árbol quemado. La traición a los pactos de la memoria puede redimirse; los talismanes mnemotécnicos se recuperan, cambian, se convierten en nuevas formas de experiencia. La interpretación de las metáforas puede ser un tipo de extensión del conocimiento.

Es de tarde, mitad de verano, ya no llueve (una cuestión climática, seguramente). He quedado de verme con una amiga. El punto de encuentro es un parque cercano a la casa donde crecí. Lucía y yo nos conocemos desde hace varios años, pero una casualidad nos hace dudar de cuántos: sin saberlo, compartíamos la memoria del mismo parque de la infancia. No hay manera de saberlo, pero imaginamos la posibilidad de haber coincidido allí mucho tiempo atrás (¿la intuición es un tipo de conocimiento?). La amistad también tiene sus talismanes: ambos reconocemos el árbol quemado. La casualidad es como el agua: a veces, anuncia la cascada de una profecía. La memoria, con sus notas de azar, tiene ríos que se conectan.

Hay lugares cuya visita se reserva sólo para guardar ciertos recuerdos; su frecuencia y compañía, sin embargo, son una cuestión de casualidad. Lucía y yo seguimos hacia un restaurante japonés, del que también compartíamos alguna historia separada. Hablamos de cómo, en el tiempo que había transcurrido antes del encuentro, estuvo a punto de viajar a Japón, pero su madre la había convencido de que el orden natural de las cosas era ir a Europa primero. ¿Se pueden escoger los recuerdos? Mono no aware: la beldad que tiene el privilegio de la elección también es susceptible a lo sensible. Repasamos todas las fotos de su viaje. Cuando llegamos a París, sacó algo de su bolsa. Me puso en la mano una Torre Eiffel, un llavero color quemado, un lluvioso presagio. Ese día apenas estaba nublado, pero compramos un paraguas en la tienda japonesa que estaba arriba del restaurante. No nos protegió de la lluvia, pero sí del pronóstico del día anterior, que ya tenía las calles mojadas, los charcos prestos a su réplica.

La verticalidad del agua se pone en pausa en los charcos: su bajura los convierte en el modelo del agua horizontal por antonomasia. En ese paréntesis de la altitud confluyen fuerzas opuestas que crean una capa en la superficie. La frágil resistencia se vence con el impacto de las gotas de lluvia que propagan su salpicadura en ondas concéntricas. El charco debe aceptar la gravedad con la misma resignación que tiene frente al sol y su ineludible mandato de evaporación. La hendidura en la tierra o en el concreto debe estar dispuesta a mojarse y a replicar el mismo charco cada temporal. Las huellas del desgaste son tan inevitables como la obligación de ver las gotas aproximarse. La misma metáfora de la muerte y el conocimiento de lo inevitable, pero el agua horizontal extiende sus particularidades.

Con la misma tranquilidad de los charcos, pero con la tensión de las fuerzas contradictorias que representan, en el cortometraje Ver llover, de Elisa Miller, la joven pareja que lo protagoniza hace una pausa frente al lugar de la infancia para decidir si están listos para irse. Se cumple un presagio nublado; recorridos verticales y estancamientos horizontales se enfrentan. “No se puede hacer nada cuando llueve”, dice ella. “A mí me gusta ver llover”, dice él. “A mí me gusta más mojarme”, dice ella. El conflicto se resuelve con otra forma de lluvia que requiere ambas fuerzas. La mutación de la inocencia abre un nuevo presagio. Al final, ella se va y él se queda, pero, como en todo lo que precede a la madurez, algo queda pendiente. El camión que la llevará a nuevas honduras se aleja y ella voltea hacia la ventana, se vuelve y, cuando se incorpora en el asiento, él emprende una inútil carrera para alcanzarla. Logra acortar la distancia, pero se vence y su silueta se pierde al fondo de la ventana. Ella nunca llega a ver su último esfuerzo. No sólo es una pérdida, un anticipo de la nostalgia: al voltear, ella se resiste; al correr, él se lanza. Por un instante que no tarda en regresar a la normalidad, ver llover y mojarse se revierten; luego, se reestablecen, pero queda el encuentro entre las fuerzas contrarias. Un charco —esa pequeña muerte que se alarga— se forma y, mientras el camión se aleja del pueblo, la distancia que los separa tensa la resistencia en la superficie del agua. El goteo invisible del olvido empieza a filtrarse.

Hay muchas maneras de conjuntar fuerzas contrarias, pero nadie decide mojarse a voluntad (tememos que el frío del agua recorra la espalda, mientras la muerte gotea desde su esquina). El pragmatismo demanda sequedad, pero es necesario un remedio que no involucre enfrentamientos. El camino samurái del bushidō de la conciliación con la muerte parece sustentar la contradicción de oponerse a las necesidades del hombre común. ¿Es posible estar siempre listo para el aguacero sin interrumpir el flujo de lo corriente?

La verdadera amistad tiene algo de samurái: admiración, respeto y hasta servicio, pero, sobre todo, conciliación de los opuestos. El paso del tiempo es un eterno aguacero. Al salir de la tienda japonesa, Lucía y yo no nos enfrentamos a la certeza del frío estremecimiento de la lluvia, sino a la nube de su anuncio. El paraguas que compramos tenía un toque de encuentro, su protección tenía la fragilidad de una claraboya que se sienta bajo el cielo abierto. En Japón es común ver ese tipo de paraguas transparentes y, aunque su popularidad se debe a su precio, es un ejemplo de la extraña conciliación entre ver llover y mojarse. Su transparencia es un indicio de que, en realidad, su protección es una ilusión. No hay una manera perfecta de mojarse; hasta el agua que logra calar más profundo sucumbe ante su propia resistencia (lo humano es la última barrera del agua: represa de carne, la piel tiene distintas transparencias). La ósmosis se regula con el miedo a la muerte. La inmersión total se rechaza de inmediato con el instinto. Mojarse, en este sentido, no quiere decir estar presto para el clavado perfectamente vertical, la entrada precisa en la disolución, la acción estrepitosa con la que caen los rayos, sino el conocimiento de que la inundación es inminente. La lluvia se parece más a los charcos y a los estanques que al mar y los ríos. El augurio siempre cumplido del interminable ciclo del agua tiene el mismo sosiego del conocimiento, no el alboroto de la acción, pero tampoco cae en su opuesto exacto —la quietud, la ignorancia—, sino que se mantiene en equilibrio del lado del saber, la reflexión y la conciencia.

 

El conocimiento de la inevitabilidad de la muerte no puede ser tranquilo. Por más preparado que se esté para el aguacero, “el agua moja”. Sin embargo, la conciencia de la transitoriedad mantiene las fuerzas del realismo y el nihilismo en equilibrio (si no es que son lo mismo). Contrario a un paraguas negro, que reduce la lluvia a un sonido apagado, el paraguas transparente es un recordatorio de que la caída del agua es inevitable, pero también ayuda a llegar seco, para no perturbar el refugio que ofrecen los interiores. Este hermetismo de los edificios no se puede juzgar igual que la protección de los paraguas negros; más que una simple herramienta, es un talismán del paisaje. La ineludible disposición de las construcciones a mojarse las acerca más a la naturaleza de los hombres que cualquier otra creación que sirva de impermeable. Las guaridas, como la piel, son barreras contra la lluvia y todos los caprichos del clima, una extensión de la sobrevivencia humana, pero, al mismo tiempo, su porosidad admite un futuro de erosión.

La falta de otras obligaciones prácticas —y quizá una cuestión de naturaleza— hace que los edificios sigan fielmente el camino samurái de resistir, a la vez de estar siempre prestos a los aguaceros, los indicios de la muerte, las destrucciones paulatinas o las repentinas. Tal vez no sea casualidad que, en Japón, los edificios verdaderamente antiguos rara vez permanezcan: las construcciones de madera han propiciado incendios que reinventan ciudades que parecen eternas. Toda construcción tiene su fin en la mira de su creación. Las piedras originarias auguran el fuego que habrá de dejarlas de nuevo al desnudo. La puerta más íntima es la que nunca se cierra, la posibilidad siempre latente del desastre, la lluvia artificial de los hombres buscando evitar lo inevitable: el corazón bombero de las aguas verticales frente a los incendios. Llamas metafóricas y literales: el fuego es un batracio, una fiera biforme.

Creamos lo que anhelamos: la permanencia, la firmeza, la impermeabilidad; sin embargo, construimos con el conocimiento de que algún día todo eso dejará de existir. Plasmamos nuestras frustraciones personales en la materia, intentamos transmitir la certeza de nuestra muerte a superficies que sentimos menos frágiles que las pieles que también habitamos. El agua es el aliado que acompaña esas verdades frente a las que no se puede hacer nada. La liquidez es más estricta que ciertas impotencias; nadar, por ejemplo, no es una habilidad humana, sino una permisión del espacio acuático. El conocimiento de la muerte también le abre paso a los cuerpos que avanzan por ella. Hay certezas tan íntimas que se desbordan: las lágrimas son la mutación más humana de las aguas verticales. Los edificios, a su manera, también lloran; los hombres, a la suya, también terminan por incendiarse.

 

Es de noche, porción de la primavera, llovió hace unas horas. Comienzo a escribir estas páginas. Hace ya casi un día que llegaron a este lado del mundo las primeras noticias del incendio de la Catedral de Notre Dame en París. Una cruz que no se concibió con el fuego en mente, sino con su hermano vagamente contrario: un destello que ha tenido el privilegio de ser confundido con aquello que Dante llamaba Paraíso. Al margen de cuestiones de fe, las únicas descripciones en detalle que he escuchado de Notre Dame me indican que debió ser algo parecido a lo que hay en el revés de las cosas, los pliegues que delatan las aguas esenciales del mundo. Al llegar a sus fotos de París, Lucía me confió las lágrimas que soltó bajo los vitrales. Creo que el conocimiento es limitado, igual que nuestra capacidad de acceder a él, lo cual, de cierta manera, lo hace infinito en nuestra percepción. Pienso en las aguas verticales como las únicas certezas a las que les concedo mi creencia; el llanto, esa confirmación de la gravedad, es el último talismán de mi fe. Sentí ese sobrecogimiento de Lucía como una confidencia personal; esa luz de los vitrales, como un presagio confirmado en los días del fuego, cuando me doy cuenta de que toda forma de lluvia tiene algo que ver con la conciencia de la muerte.

Aquella tragedia tiene sus ecos de Virgilio, sus sombras esenciales expuestas a dioses irreconocibles. Ciertas estructuras que se habían cubierto en tiempos medievales vieron de nuevo el cielo de un París que rehuía la idea de la muerte, ya no bajo esquemas de expiación, sino de existencialismo. Se ha fantaseado con la destrucción de lugares que se comparten, inevitablemente, en una suerte de memoria colectiva. En la fotonovela La Jetée, de Chris Marker, un escenario hipotético de los restos de una nueva guerra mundial muestra la destrucción de París. Imágenes de la Segunda Guerra Mundial se hacen pasar por una Notre Dame hecha pedazos, aunque la ficción no se concreta hasta que los últimos fotogramas de la secuencia exploran el esqueleto de un Arco del Triunfo en ruinas. Nadie se atrevería, sin embargo, a imaginar una muerte que tocara la memoria más personal. La Torre Eiffel se alza en los recuerdos sin dar indicios de su procedencia. La idea de su destrucción parecería una transgresión demasiado familiar, un acercamiento peligroso al augurio de la propia muerte.

El incendio de Notre Dame, como otras pérdidas semejantes, ha sido lo más cercano a ese desgarramiento del sosiego de la temporalidad de la vida para una parte del mundo occidental que no logra conciliarse con la idea de que el fin de las creaciones forma parte de su construcción. La muerte, como la lluvia, debe evitarse a toda costa. Rezar con fe en los efectos del rezo es como llevar un paraguas negro: el mundo puede arder alrededor, pero se intenta mantener la cabeza libre de disturbios, de lágrimas, de aguas profundas y gotas certeras.

 

Han pasado casi seis meses desde aquel infierno de anacronismo medieval en París y desde que comencé a aproximarme a estos párrafos. Hoy es mi cumpleaños, porción de otoño y madrugada. Llevo ensayando estas ideas toda una edad sin la certeza de que acabaré de escribirlas, pero los días pendientes encuentran su coda en presentes parciales. Hace ya más de una década del rayo en el árbol, y poco más de un año del viaje de Lucía. Cuando nos despedimos, a unas cuadras del restaurante japonés, ella se llevó el paraguas transparente y yo el llavero de la Torre Eiffel; cada uno, un presagio distinto, una forma compartida de interpretar la lección del aguacero. Mono no aware: sensibilidad ante lo efímero y, al fin, en la vida, la conciencia no de su contrario, sino de su único destino seguro. Pasar un cumpleaños hablando de la muerte no dice nada; es, quizá, sólo una forma más de transparencia.

Las verdades pueden venir de cualquier centro de gravedad; la verticalidad fluye para ambos lados: el ascenso del fuego y el descenso del agua son sólo formas de explorar el espacio que ocupan las sombras cuando el sol opone sus rayos y los cuerpos alargan su contrario. El conocimiento, ya no sólo de la muerte sino de cualquier otra convicción, revela su esencia en los finales. El cumplimiento del presagio confirma la existencia de la conciencia que lo ideó, aunque no se pueda hallar para comprobarlo. La muerte, como las aguas verticales, es una cuestión de confianza. Tengo, sin embargo, algunos atrevimientos de la previsión, nuevas historias que busco prolongar indefinidamente y una cantidad de años cuya sombra por delante no conozco, sino sólo en parte. Tengo un llavero color quemado entre los dedos, algunos nombres, virgilios dispares, obsesiones personales y certezas íntimas. A pesar de todo, incluso cuando los pronósticos se cumplen y la lluvia cae, a veces, las gotas se inclinan por afanes del cielo. Aguas diagonales y un rayo a la distancia… fuego, tal vez.

 


1 Jorge Luis Borges, “Estudio preliminar”, en Dante Alighieri, La divina comedia. 7a. ed. México, Grolier y W. M. Jackson, 1974 (Los Clásicos), p. x.