Varias miradas me siguen al entrar a Terapia Intensiva para entregar el medicamento indicado al paciente en turno. Dejo la dosis y lo veo tirado en la cama. No puede dormir. Un auto lo atropelló, causándole severos traumatismos. Me observa de reojo. En su situación, mi vida debe parecerle envidiable: sin fracturas, sin dolor, de pie. Quiero quedarme a platicar con la enfermera, pero me gana el remordimiento de hacerlo frente al accidentado.

Salgo rápidamente y encaro de nuevo las miradas de los visitantes. Usar bata blanca otorga poder. Unos creen que soy médico practicante; otros, que soy enfermero. En realidad, soy un estudiante que, a cambio de pagar sus estudios, entró al negocio de la muerte, o de la vida, según se le quiera ver. Después de un par de años trabajando en el hospital, aprendí que a la muerte le gusta llamar la atención. Ya conocemos sus mañas: aparece cuando cenamos, leemos revistas o vemos películas, o cuando estamos durmiendo y no es hora de venir por alguien. Los médicos se llevan bien con la muerte; es astuta y ofrece jugosas ganancias. La clave es aplazar las agonías para cobrar más honorarios. En cambio, la vida es discreta, ofrece una recompensa moral. Es más barato reanimar a un paciente que acabar de matarlo. A mí me caen mal las dos, fastidian cuando negocian el futuro de algún paciente. Si algo sale mal en su acuerdo, uno es quien lleva las de perder: “¡Se agravó porque no trajiste a tiempo el oxígeno!”, “¡¿no pudiste tardar más?!, ¡apenas llegaste a tiempo!”. Siempre tenemos la culpa los del Almacén Médico.

La oficina siempre se encuentra a media luz, la suficiente para contribuir a salvar o acabar vidas, atender dolencias y leer un poco cuando se puede. Los internos están inquietos y, para colmo, ingresa un tipo que tuvo la ocurrencia de querer matarse con medicamento caduco. Delira a boca suelta en Urgencias. El médico de guardia pide una dosis de Valium para tranquilizarlo. Lo llevo y aprovecho para platicar con Ángel, el enfermero en servicio.

—Dice el doc que se quería matar porque no pasó un examen en no sé qué universidad privada.

—Y ¿por qué sus papás no pagan para que lo pasen y ya? —le pregunto.

—¡Pues por pendejos! El dinero lo tienen —me contesta.

—Pues sí, ¿verdad? Y mañana… ¿qué harás?

—Tengo práctica en el Hospital General. Me iré directo de aquí, ¡sin dormir, para variar! ¡Por qué no intentan matarse de día!

—¡Sí, ya sé! Bueno, ya me voy. Mañana tengo un examen y quiero estudiar un rato.

No tengo ninguna intención de estudiar, pero me aburro con Ángel. Sólo habla de jeringas y quirófanos. Él dice que yo siempre hablo de libros. Nos llevamos bien, o al menos matamos la parsimonia nocturna conversando.

Hace frío. Pienso en el largo día que acabó y el largo día que está por iniciar. Suena la sirena de otra ambulancia. No tardarán en llamar por teléfono. Enciendo la radio y escucho La hora nacional. Cierro los ojos, están cansados, quieren dormir y no los dejan. Ya falta menos. En dos meses darán los resultados de las becas y una será para mí, ¡estoy seguro! El empleo no está mal si llevas una vida sencilla, de esas que se llenan con una casa de interés social, un automóvil de segunda mano, un matrimonio que se divierta los domingos en el Centro Histórico y unos hijos con su carrera técnica, para que se crean profesionistas. Mi vida no está hecha para eso; yo voy por algo diferente. Sólo estoy de paso. Los solos de violín que han programado en la radio son arrulladores… suaves… casi impercepti… ¡El teléfono!

El paciente que llegó se intoxicó por beber alcohol. No es grave. Piden que les ayude porque Ángel está con el que quiso matarse. Lo desvisto y le pongo una bata. Hay otro con facha de junior; son los que más lata dan, de todo se quejan, ¡no aguantan nada!… Son las cinco de la mañana. Ahora sí quiero estudiar. Termino de canalizar al alcoholizado y me refugio en la oficina.

Repaso mentalmente lo que ya sé de memoria para el examen y el accidentado de Terapia Intensiva cae en paro respiratorio. Piden tres gramos de adrenalina y atravieso el hospital corriendo. Con las prisas, se me cae uno de los frasquitos. Regreso por otro y voy de nuevo a Terapia. Cuando alguien cae en paro respiratorio, el hospital crece, los pasillos parecen no acabar, las escaleras se vuelven infinitas y el suelo es un resbaladizo trozo de hielo. Le he ganado la carrera a la muerte varias veces, pero otras no. Una vez, me lanzó por las escaleras cuando se intentaba salvar a una joven. Me levanté y casi volé para llegar a tiempo. Ella ganó. Me dio coraje porque era una veinteañera. ¡Otra vez no llegué! Las enfermeras hacían maniobras desesperadas… nada. Desde que nuestra visitante cotidiana movió mis manos para que se cayera un gramo de adrenalina, ya sospechaba que no iba a vivir ese hombre. También lo sabían las enfermeras, pues cuando la muerte llega no es discreta: todo se enfría, nada se mueve, nada se escucha, el negro de la noche es más negro y su hedor a rancio invade las tuberías. El médico les dice a los familiares que se preparen para lo peor. Resolvió comunicarles el deceso hasta dentro de una hora, para darnos un descanso.

Las enfermeras beben café y un camillero juega cartas. Me quedo con ellos y me recuesto en una de las camas libres. Los familiares deben estar orando, prometiendo mandas, encomendando a cuanto santo recuerden la vida de alguien que dejó de existir. Quiero descansar. Pasan los sesenta minutos y no me alcanzan para conciliar el sueño. El médico va con los familiares. Gritos, llantos y quejidos retumban en la puerta. Ayudo a la enfermera a taponear el cadáver antes de que el servicio funerario llegue. Les permiten pasar a la esposa y uno de los hijos. Abrazan el cadáver, lo colman de atributos: “Era tan bueno, tan trabajador, tan noble…”,los necesarios para amortizar arrepentimientos y culpas. ¡No nos dejan hacer lo que debemos y voy a llegar tarde a mi examen! Mientras terminan su despedida, hablo por teléfono a la escuela. Podré presentar el examen la siguiente clase, pero la calificación disminuirá. ¡Muerte estúpida! ¡Si al menos hiciera bien su trabajo! ¿Por qué tuvo que llegar al amanecer? ¡¿No pudo esperar a que llegaran los del siguiente turno?! Al fin se van los familiares y podemos concluir. Entra Ángel y dice que el médico que llegó a revisar el caso del alcoholizado ordenó un lavado de estómago. Aprovechando que subió al paciente a quirófano, entró para saber del recién fallecido. Le preguntamos por el que entró a quirófano:

—No se ve tan mal, no es para tanto, pero el doctor dice que sí tiene algo.

—¿Y qué tiene, según él? —le pregunto.

—Cincuenta mil pesos en su cuenta bancaria.

Es hora de iniciar la jornada de estudiante. Espero poder dormir un poco en el camión.