Desde hace años, George Lakoff y su equipo —heraldos de la retórica cognitiva— nos han venido alertando acerca de un prejuicio harto extendido que parece afectarnos a todos más o menos por igual, denominado trampa racionalista, el cual sostiene lo siguiente: es falso suponer una razón universal y pura, es decir, libre de sesgos y pasiones. En virtud de lo anterior, los tan manidos “hechos” ni ostentan la fuerza de la evidencia, ni les ha de secundar una adhesión súbita o cosa parecida.1 En esta apretada definición, sería posible reconocer notas de las “fake news” y, si éste fuera el caso, no andaríamos precisamente desnortados. Ahora bien, una vez aceptado lo anterior, creo que es posible seguir profundizando en las repercusiones de esta trampa. A este respecto, la llegada de Trump al poder es, a mi ver, una oportunidad ejemplar para llevar a cabo esta exploración.

Pues bien, si así lo ensayáramos, bastaría haber seguido la prensa estos tres últimos años (incluyamos el periodo preelectoral y su estancia en la presidencia) para contar con una muestra harto significativa de los modales expresivos del Sr. Trump. En este sentido, está de más decir que la falta de “manners” y decoro —si nos atuviéramos exclusivamente al conjunto de sus declaraciones públicas— revelaría la omisión de discreciones otrora inexcusable y, tras de sí, la muy probable desaparición de un antiguo orden mundial. Vetusto orden, dicho sea de paso, que, al menos de palabra, se jactaba de poner en práctica una astucia de enorme importancia; a saber, la de postergar la guerra por medio de la política. Nos estamos refiriendo, ya sin rodeos, a ese talante característico de la diplomacia capaz de capear los peores escenarios y atemperar las más insospechadas fricciones, con las únicas armas de la palabra y la retórica. No en vano, y de antiguo, duchos en la palabra siempre han sido aquéllos capaces de atenuar posiciones e ideas, por ejemplo, mediante el uso de figuras como la lítotes, pero también, y sobre todo, aquéllos que podrían —siguiendo el consejo de Talleyrand, el gran diplomático francés del siglo XIX— no revelar, sino ocultar sus pensamientos gracias a la esquiva ironía.2

Pues bien, en lo que sigue trataré de defender que el estilo montaraz de Trump manifiesta —sí, manifiesta— una pericia singular en el campo de la sofística; en concreto, en el uso y abuso del argumento ad personam (lean bien, digo ad personam y no ad hominem).

A este respecto —y por aquello de acudir siempre, en caso de duda, a las autoridades—, no parece ciertamente casual que alguien como Schopenhauer decidiera, en su Dialéctica erística, situar esta falacia nada menos que al final de su breve tratado, es decir, como la última de las treinta y ocho estratagemas allí consideradas. Si recordamos el comienzo de este texto, Schopenhauer lo hacía arrancar de la siguiente guisa: “La dialéctica erística es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente —por fas y por nefas—”.3 A juicio de este autor, el problema que presenta la erística estriba en el hecho nada baladí de que ésta, lejos de ceñirse al esclarecimiento de la verdad, parece conformarse, en un bastardo y sutil desplazamiento, con la mera obtención de la razón. Sólo así se entiende, pese a todo, el contexto forzado y limítrofe que Schopenhauer le hacía confiar en última instancia: “[el uso del argumento ad personam puede aparecer] cuando se advierte que el adversario es superior y se tiene las de perder, se procede ofensiva, grosera y ultrajantemente; es decir, se pasa del objeto de la discusión (puesto que ahí se ha perdido la partida) a la persona del adversario”.4 Si entiendo bien la argucia, ésta, cual extrema ratio, apelaba a lo peor del ser humano.

Dicho esto, la cosa revela más aristas y matices de lo que se presenta a simple vista. Se antoja, por ello, un mínimo examen. Por lo pronto, porque el argumento ad personam no es un subtipo o variante del argumento ad baculum (o “argumento que apela al bastón”);5 y, efectivamente, aunque en ambos la violencia está operando subrepticiamente, en este último es imprescindible la presencia de una amenaza o coacción. Dicho de otro modo, en este argumento, el interlocutor aceptaría las conclusiones de su contrario ante las consecuencias negativas que para su persona (u otros) pudiera comportar el no hacerlo. Por lo tanto, sería importante discernir, antes que nada, qué tipo de violencia entraña cada una de estas dos falacias. Cabría aventurar, a este respecto, que el argumento ad personam se halla en una suerte de tenso punto equidistante, a medio camino entre los argumentos ad baculum y ad hominem.6 De esta manera, al renunciar a la réplica racional (a los argumentos), ésta sería substituida por un ataque “ofensivo”, aunque sin amenaza, hacia el enunciador de los argumentos. Este cortocircuito, que en modo alguno es disuasorio en términos argumentales, es interesante porque pone de relieve, probablemente más que ninguna otra falacia, las limitaciones —ora de razón, ora de poder— del litigante. En cierta manera, podríamos concluir que sería el último recurso, a la desesperada, de los que ya no tienen recursos. Schopenhauer incluso iría más allá al postular que el origen de este porfiado obrar residiría en el peor de los pecados capitales, a saber, el de la soberbia o vanidad:

La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario […]. Junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad.7

Y todavía podría tirarse del hilo un poco más. El propio Schopenhauer, prolijo en sus explicaciones, correlacionaba su popularidad, así como la razón de su éxito, con el hecho de que todo el mundo pudiera, “democráticamente”, poner en práctica su dialéctica sin especiales impedimentos. En efecto, no hacía falta ser un letrado ni pasar por la universidad (diríamos hodiernamente) para ser diestro en este tipo de ardides sofísticos. No obstante lo cual, no era óbice para que, a línea seguida, el filósofo lanzara asimismo una preocupante advertencia: una réplica de igual o superior intensidad transformaría, inexorablemente, toda querella inicial en “pelea, duelo o proceso por injurias”.

Pues bien, si a lo anterior —la dialéctica— sumamos su especial predilección por la exornación retórica, y en particular por la hipérbole (esa estrategia de la exageración), la mise en place trumpiana debería despertar cierta alarma. Sólo a modo de ejemplo, sirva este consejo mefistofélico del magnate:

La clave para la autopromoción es la bravuconada. Yo juego con las fantasías de la gente. Las personas no siempre piensan en grande por sí mismas, pero aún así pueden llegar a emocionarse con aquellas que lo hacen. De ahí que alguna que otra hipérbole no sea criticable. A la gente le gusta creer que algo es lo más grande, lo mejor y lo más espectacular. A esto lo denomino hipérbole veraz. Es una manera inocente de exageración.8

El sintagma hipérbole veraz, en su calidad de oxímoron, lo dice todo, y nos exonera de tener que decir mucho más.

En virtud de lo dicho, no parece superfluo airear alguna suerte de corolario. Por lo pronto, y si alcanzo a entrever correctamente lo que está en juego, todo parece indicar que tendremos que empezar a desarrollar una paciencia extraordinaria para no vernos inmersos en altercados que, me temo, irán normalizándose de manera gradual. Y tratándose, para más inri, del presidente de Estados Unidos, va a resultar extremamente complicado seguir aquella máxima de Aristóteles que prudentemente nos aconsejaba, en los Tópicos, ignorar a todo aquel que nos saliera al paso con deseos de pleito, máxime si al susodicho le precedía una incuestionable fama de pendenciero (como parece el caso).

A tenor de lo anterior, y como antídoto eficaz, se me ocurre que tal vez no sería un dislate empezar a distribuir y divulgar entre la población y la clase política el Diálogo de la verdadera honra militar (1566), de Gerónimo Ximénez de Urrea, volumen en el que, gracias a una lección magistral de semántica y pragmática, de filosofía y retórica, se socavaba cualquier conato de honra o vanidad huecas, y se reprendía toda forma de duelo como método resolutivo.9 La conclusión de este texto podría quedar resumida de este modo: en “injurias de palabras”, no el injuriado, sino el injuriante, es el que está obligado a probar su dicho. La moraleja no se hacía esperar, pues si la difamación de por sí no era motivo alguno para el descrédito (por tratarse de mera incorrección semántica, i. e., falta de concierto entre el decir y el ser), entonces, tampoco podía ser candidata a conflicto. De asumirse esta enseñanza, no tengo la menor duda de que personajes como Trump se quedarían sin contrincantes y desahogarían sus energías en vanos soliloquios, semejantes a los del rey de El principito.10 O dicho ahora con las sensatas palabras de Shaftesbury:

Sólo la costumbre de razonar puede volvernos razonables […]. Las únicas condiciones en que tales conversaciones especulativas pueden resultar agradables son la libertad para bromear, la posibilidad de cuestionar cualquier cosa siempre que no usen una lengua insultante, y la licencia para socavar o refutar cualquier argumento sin ofensa del argumentador […]. Un debate libre es un cuerpo a cuerpo. El soliloquio, en comparación, no es más que un luchar contra molinos de viento.11

Y eso es lo que deberíamos hacer: aprender, según convenga, a metamorfosearnos en molinos de viento; o dicho con el sabio refranero popular: aprender a despreciar a todos aquéllos que no son dignos de nuestro aprecio. No arredrarnos, en suma, de plantar cara a ese tipo de sujetos, aun cuando este gesto se materializaría, antes bien, en un plantarles la nuca.12

Una neorretórica empieza a instalarse en nuestra lengua y, por ello, es quizá más urgente que nunca tomar conciencia de sus estrategias y propósitos. En esta tarea, la retórica, tan maltratada durante siglos por la filosofía (y la lingüística), habrá de ser la gran aliada.

 


1 Véase, por ejemplo, su Puntos de reflexión. Manual del progresista. Barcelona, Península, 2013; o bien, No pienses en un elefante. Lenguaje y debate político. Madrid, Complutense, 2007.

2 La anécdota se puede encontrar en varias fuentes. En este caso, fue sacada del prodigioso y voluminoso estudio de Kierkegaard sobre la ironía, “Sobre el concepto de ironía”, en Escritos 1. Madrid, Trotta, 2000, p. 281.

3 Arthur Schopenhauer, Dialéctica erística o El arte de tener razón, expuesta en 38 estratagemas. Madrid, Trotta, 1997, p. 45 (título original: Eristik, publicado de manera póstuma en 1864).

4 A. Schopenhauer, op. cit., p. 83.

5 Me permito remitir a la exposición de falacias que, sarcásticamente, recoge Laurence Sterne en el capítulo XXI de su Tristam Shandy.

6 Como nota al pie, concédaseme esta gracia, que no he podido corroborar: Me parece que, en términos nacionales (“intramuros”), Trump suele decantarse por las falacias ad personam y ad hominem; no suele suceder así en sus relaciones internacionales (“extramuros”), donde lo que abundan son las falacias ad baculum y ad consequentiam. Este diferente tratamiento, en función del grado de amistad o enemistad (schmittianamente hablando), quizá revele ese imperialismo estadounidense que Chomsky no se ha cansado de denunciar.

7 A. Schopenhauer, op. cit., p. 46. Este tipo de necedad humana, demasiado humana, evoca tiempos lejanos; más cercanos, por ejemplo, al célebre parlamento del conde Lozano en Las mocedades del Cid: “Confieso que fue locura, / mas no la quiera enmendar”. A propósito de esta terquedad tan española, y tan bien resumida en la máxima “sostenella e no enmendalla”, valga esta anécdota: En los pueblos de Castilla, todavía hoy es habitual toparse con la coletilla “por cojones y no por razones”.

8 Donald Trump, Trump. The Art of the Deal. Nueva York, Ballantine Books, 1987, p. 58. A propósito del vanidoso charlatán, Schopenhauer escribía lo siguiente: “hablan antes de haber pensado”; pues bien, mutatis mutandis, se podría declarar algo parecido de la impulsiva forma de expresión trumpiana: “tuitea antes de haber pensado”.

9 Vid. Gerónimo Ximénez de Urrea, “Prólogo”, en Diálogo de la verdadera honra militar. Zaragoza, 1642. Ed. facs. Disponible en <https://books.google.com.mx/books?id=MHWxq6jpO_UC
&printsec=frontcover&source=gbs_ge_summary_r
&cad=0#v=onepage&q&f=false
>. [Consulta: 8 de noviembre, 2019.]

10 La gracia del capítulo x de El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, es que el rey toma conciencia de las condiciones de posibilidad del poder, es decir, aquello de que, para serlo, el rey necesita, al menos, un súbdito que se preste a ello, esto es, a ser súbdito. En suma, se es rey si y sólo si se es “rey para alguien”.

11 Shaftesbury, Carta sobre el entusiasmo & “Sensus communis”. Ensayo sobre la libertad de ingenio y el humor. Trad. de Eduardo Gil Bera. Barcelona,Acantilado, 2017, pp. 79-80.

12 Otra opción, mejor o igual de buena, sería la propuesta por Sterne en su novela ya citada: el argumentum fistulatorium; a saber, el ponerse a silbar para interrumpir cualquier conato de diálogo (sugerencia que le debo a David Martínez Antón).