María Gainza, El nervio óptico. Buenos Aires, Anagrama, 2017; La luz negra. Barcelona, Anagrama, 2018.

María Gainza quería pintar un autorretrato, pero como no es artista visual, sino escritora, dibujó El nervio óptico. En él encontramos trazos de su difusa historia familiar, apuntes sobre sus artistas preferidos, episodios autobiográficos y citas siempre bien traídas que esconden su erudición al insertarse no en un tratado académico, sino en la cotidianidad. Libros así, híbridos, abundan en nuestra época, tan propensa a mezclar los géneros literarios (una forma muchas veces berrinchuda de tomárselos demasiado en serio). No obstante, lo que en muchos más bien parece la confesión de no poder escribir nada siguiendo las reglas (o la comprobación del viejo dicho de que cualquier experimento, si lo parece, es fallido), en Gainza es pura naturalidad.

En un escritor más torpe, el procedimiento de Gainza daría como resultado textos insoportablemente pretenciosos; después de todo, tienen todo para serlo: la pertenencia a regañadientes a la vieja aristocracia porteña, el esnobismo de ir por la vida dando por hecho que los demás también son expertos en arte, y la insolencia de encontrar paralelismos entre la propia vida y la de Rothko o la del Greco, ni más ni menos. Pero estos gestos desmesurados y excéntricos se presentan con tal espontaneidad que uno no sólo los lee admirando su (in)genio, su técnica o su escritura, sino, ante todo, disfrutando de su encanto, una cualidad tristemente extraña en la literatura latinoamericana contemporánea.

El de Gainza es un libro hospitalario porque todo cabe con familiaridad en él. En esto consiste, precisamente, su proceso artístico, similar al de nuestro Pitol: en encontrar correspondencias entre la historia del arte y un mal día en Buenos Aires, en entender que los libros que más nos gustan fueron escritos para cada uno de nosotros y en saber encajar las viñetas autobiográficas apropiadas para formar una manera peculiar de ver el mundo, o mejor, de verse en él.

Pero las correspondencias no son explícitas, pues nada más alejado del temperamento de Gainza que el autoritarismo y lo didáctico: es el lector el que las va ensamblando y, de esta forma, se convierte también en un huésped de este libro. Gainza, por su parte, se contenta con narrar y describir. Cabría esperar que la narración se refiriera a su propia vida y a la biografía de los artistas que pueblan El nervio óptico, mientras que la descripción (la écfrasis renovada) estaría reservada a los cuadros preferidos de la autora, y así ocurre en un principio, hasta que uno cae en la cuenta de que lo que se narra es el cuadro, mientras que lo que se describe es la vida. Este entrecruzamiento —discreto pero decisivo— responde a la certeza que sostiene todo el libro: lo que se ve y se lee tiene el mismo estatuto de lo vivido; y las obras de arte, al menos nuestras preferidas, lo son porque, de forma un tanto misteriosa, nos contienen.

Todos los textos —cuentos agazapados— siguen el mismo procedimiento, pero todos lo hacen de forma diferente. En uno de los más logrados, “Gracias, Charly”, por ejemplo, Gainza condensa una mañana contaminada en la que necesita huir de Buenos Aires con la biografía y la obra del pintor argentino Cándido López, con la Guerra del Paraguay (acaso la más atroz en un continente pródigo en crueldades) y con un soberbio cuento de horror y de locura ubicado en el Paraguay contemporáneo. Al final, todo confluye en una llamada telefónica de un loco a una María Gainza embarazada e insomne que escucha con alivio la sentencia “nadie nunca está preparado para nada”. Así sucede en la mayoría de ellos: un paseo por Buenos Aires en busca de un cuadro en el Museo Nacional de Bellas Artes desemboca en una muerte absurda durante una escena de cacería en un bosque francés, o una remembranza del Greco termina con el suicidio del hermano. Arte, literatura y vida se mezclan en el tema, mientras que cuento, ensayo y autobiografía lo hacen en la forma.

Resulta sugerente leer La luz negra, el segundo libro de Gainza, como el complemento o la refutación de El nervio óptico. La autenticidad de la ópera prima parece haberse perdido, y el lector encuentra el mismo universo, pero como si fuera una mera reproducción. Esto podría parecer decepcionante, de no ser porque La luz negra trata sobre una simpática banda de falsificadores de obras de arte, de modo que es posible leer la novela como una Gainza que se falsifica a sí misma. Mi desconocimiento integral del arte argentino me permite ignorar si los artistas que Gainza menciona y que tienen un papel determinante en la trama existen o si ella los inventó; resistir a la tentación de verificarlo en Google permite maravillarse ante la posibilidad de que si son reales parecen de ficción, y si son ficción merecerían ser reales. Después de todo, Gainza pertenece a la literatura que más y mejor mintió en el siglo pasado, y mucho les debe a los ambientes decadentes de Silvina Ocampo y a la exquisita curiosidad de Edgardo Cozarinsky, otros dos magníficos inclasificables.

En algún punto de alguno de los dos libros —mezclarlos es un derecho del lector— Gainza cita a Anthony Powell: “La mayor parte de lo que nos ocurre en la vida acaba por resultar apropiado”. Es verdad, como lo comprobará quien se acerque a Gainza con la certeza de que lo que leemos también nos ocurre.