Introducción

Cuando hablamos de neoplatonismo, la corriente espiritual desarrollada entre los siglos II y VI d. C. que trataba de conciliar el mundo helénico (platonismo, pitagorismo, aristotelismo) con las religiones orientales (cristianismo, zoroastrismo), probablemente nos sintamos evocados de un modo curioso, a la manera de un espejo en el que

después de tantos años, en mi casa solitaria
me contemplo embriagado nuevamente.1

La época en la que vivió Proclo (Bizancio, 412 – Atenas, 485) también conoció los influjos irrefrenables de nuevas religiones que buscaban encontrar un sentido íntimo y personal a la vida en medio de un contexto sociopolítico a punto del colapso. En su libro dedicado a estudiar las corrientes filosóficas de la antigüedad, Pierre Hadot nombró “ejercicios espirituales”2 a los mal llamados sistemas conceptuales, una de cuyas preocupaciones era modelar una sabiduría de la vida y del instante preciso de la muerte. Ejercicio que se vuelve primordial en la tarea de esculpir las formas de lo subjetivo bajo una autoridad dominante, ímpetu de “cuidado de sí” —ἐπιμέλεια— en el que Foucault insistirá tanto al abordar el complejo tejido de relaciones de poder que establecen los seres humanos entre sí. Para los neoplatónicos —entiéndanse los maestros espirituales comprendidos entre Plotino (a quien Proclo cita en algunos de sus escritos), sus sucesores y Damascio, que fue alumno de nuestro autor— la filosofía se vivía como una disciplina de purificación en la que palpar la verdad equivalía a la salvación. Dicha purificación consistía en desviar todo lo que obstruye el conocimiento del centro del alma.

En su capítulo sobre el neoplatonismo, Jean Trouillard esboza la pléyade de pensadores que iniciaron la espiritualización de las filosofías de Platón y Aristóteles para el desarrollo de un sendero espiritual que incorporara, simultáneamente, las diversas creencias orientales y la fe cristiana, que pululaban en la atmósfera de principios de la era:

Atenerse a las fórmulas de Platón después de siete siglos hubiera sido decir algo distinto que Platón, ya que el lenguaje es significante en función de un medio y una óptica que no cesan de transformarse […] Por ello puede sostenerse que a la vez que el plotinismo es el florecimiento auténtico del platonismo y que constituye, partiendo de él, una verdadera creación.3

Si Proclo produjo el renacimiento de la memoria cultural helénica en medio del ascenso del cristianismo fue porque logró crear una nueva imagen del mundo inspirada en una sabiduría que entreveía como medio para responder a las interrogantes espirituales que le planteaba su contexto social. Con el propósito de llegar a tal disyuntiva de readaptación de una tradición tan lejana en tiempo y espacio, los neoplatónicos antepusieron dos procesos: los juicios al egocentrismo y al pragmatismo biológico, así como el distanciamiento de las seguridades de la razón. Así, la concepción de una potencia ininteligible en el seno mismo de la consciencia humana permite abrir un campo de espontaneidades en el que las infinitas posibilidades del Otro-Yo provocan una fisura en el raciocinio del individuo. Debido a esta última intención, resulta pertinente reconsiderar, en un tiempo convulso y variable, la obra de Proclo como una perspectiva de abundante riqueza para el estudio de la antigüedad.

La globalización creciente y los encuentros mundiales que buscan fomentar el intercambio entre culturas aparentemente distintas recuerdan la sentencia de Plotino: “el ser no es sino la huella del Uno” —τὸ εἰναι ἵχνος ἐνός—. Y la frase “el filósofo debe ser el común hierofante del mundo entero”(Vida de Proclo, XIX), que Marino, sucesor y biógrafo de Proclo, le atribuyó a su maestro, permite visualizar la preocupación por la comunión entre seres humanos distintos, la cual movió a estos autores a revivificar una cosmovisión anclada en el pasado con miras a modificar la forma de vivir del hombre contemporáneo.

En su comentario sobre la República, Proclo advierte que, antes que un valor educativo, el mito posee un valor místico. De ahí que nuestro autor decidiera retomar la forma del himno para resimbolizar la alegoría de la caverna —a través del empleo de recursos pictóricos o, más precisamente, de la exploración honda en las metáforas planteadas por los dialogantes en una de las obras de madurez de Platón— para dirigirse, de manera más íntima y personal a lo desconocido, en el umbral donde “una luz centellea después de una larga meditación”, como advierte Platón en su Séptima carta apócrifa.

Este contacto directo con las imágenes de una tradición, en este caso el crisol de culturas que representa la obra de Platón, no debe pasar desapercibido a la filología, que en su afán de ser incluida en el estrecho marco competitivo de las ciencias se olvida que toda tradición constituye una religión4 y, por ello, se halla capacitada para responder a las inquietudes de una población humana carente de mitologías, pero que se encuentra en la búsqueda de nuevos derroteros para colmar su sed espiritual. La ausencia del espejo del mito —y de sus ráfagas de reflejos orientadores y reintegradores de la unidad— que tanto preocupaba a los neoplatónicos hoy se manifiesta en crisis que tocan los ámbitos más profundos del ser humano: las luchas de género y las revueltas ecológicas. Ambas problemáticas muestran tanto la incapacidad del ser humano moderno para entenderse con su lado opuesto y complementario, como la falta de voluntad para armonizar con la naturaleza.

 

Himno IV – Proclo

Escuchen, dioses, poseedores del timón de la sabiduría sagrada,
quienes abrasando el fuego que levanta a las almas de los mortales
las atraen hacia los que carecen de muerte, olvidándose de la ciega caverna
y tras haberse purificado en los misterios impronunciables de los himnos.
Escuchen, grandes liberadores, y a partir de los libros enteramente divinos                       5
concédanme la luz pura después de que ustedes alejen la niebla,
para que conozca fácilmente tanto al dios admirable como al hombre.
Y que el demiurgo que ofrece cosas perniciosas debajo de los fluidos que producen olvido
no me retenga siempre estando alejado de los dichosos,
ni la espantosa Expiación encadene con los lazos de la vida                                               10
a mi alma que ha caído en los oleajes de la cruel generación
y que no desea vivir desterrada por mucho tiempo.

En cambio, dioses, aurigas de una sabiduría muy radiante,
empiecen a escuchar al que se apresura por el camino que debe llevarse hacia lo alto,
saquen a la luz los rituales y los misterios de los mitos sagrados.                                       15

 

Comentario

Lo primero que llama la atención es el empleo de una forma verbal imperativa, “escuchen” —κλῦτε (vv. 1, 5, 14)—, para dirigirse a los dioses. El verbo que se usa para invocar a los númenes es “escuchar, oír”, incluso puede llegar a significar “oír hablar de sí”. Es la voz que se proyecta desde afuera y narra su propia historia, a la manera del dios que sueña su creación en el cuento “Las ruinas circulares”de Jorge Luis Borges. Las almas que serán conducidas en este rito pertenecen a “los caducos, los de voz articulada” —μερόπων (v. 2)—, por lo que no debe pasar desapercibido el importante valor que se le confiere al medio sonoro para el encuentro entre hombres y dioses, posiblemente acompañado de danzas.

Pese a que este poema se inspira, sobre todo, en la alegoría de la caverna, también se debe atribuir una influencia del mito de Er para la configuración de sus sentidos. A su vez, los dioses a los que el iniciado se dirige podrían representar a los jueces que el soldado armenio entrevé cuando se reúne con las almas de los demás hombres, muertos en un “lugar maravilloso”. La frase que acompaña al “camino” o “sendero” —ἀταρπὸν (v. 14)—, que el suplicante debe recorrer para llegar a la sabiduría, es “que debe ser llevado hacia lo alto” o “hacia las cosas sublimes” —ὑψιφόρητον—, lo que escenificaría los dos huecos de la tierra que conducen hacia el cielo y a los que Er se refiere en su relato. Asimismo, abrevan de esta imagen los “líquidos que se derraman y producen olvido” —ληθαίοις χεύμασιν (v. 8)—, de los que las almas que han elegido su nuevo modo de vida deben beber antes de regresar a la tierra. La plasticidad del mítico río de Leteo va acompañada de la preposición “debajo” —ὑπὸ—, que le confiere una ubicación subterránea; incluso la palabra elegida por Proclo para referirse a esa famosa corriente es “libación” —χεῦμα—, que deriva del verbo “derramar” —χέω— y que provoca en el escucha una atmósfera ritual en la que ocurren libaciones o se vierten líquidos provenientes de una vasija cultural. Tanto esta visión húmeda como la de los “oleajes de la espantosa generación” —κρυερῆς γενέθλης κύμασι (v. 10)— no prefiguran en el penúltimo de los neoplatónicos una imagen negativa, sino que representan la infinitud de la materialidad en la que se despliega la unidad y a través de la cual el sabio debe penetrar para llegar a develar su misterio.

Vale recordar que Proclo usa en otros textos un vocabulario mítico para referirse a las potencias de lo inteligible (noche, silencio, caos), precisamente para evocar en el iniciado ese terror y ese pánico que representa el encuentro con lo numinoso. Sólo quien sienta el llamado de lo divino en su interior, ese “fuego ascendente” —πῦρ ἀναγώγιον (v. 2)— que menciona en los primeros versos, será capaz de despojarse de las “cadenas de la vida” —βίου δεσμοῖσι (v. 12)— y convertir su errar por la tierra, “vagar, deambular” —ἀλᾶσθαι (v. 11)—, en una marcha hacia la perfección —ἐπειγομένῳ δὲ πρὸς (v. 14)—. El pánico del iniciado es uno de esos obstáculos que los “misterios inefables de los himnos” —ὓμνων ἀρρήτοισι τελεῇσι (v. 4)— son capaces de curar, mientras que las “cadenas de la vida” han de interpretarse como un rechazo a los lugares fijos que el sistema de la vida —βίος— impone a los hombres y que el ser humano sólo es capaz de explorar mediante una ascesis.

El himno exige la presencia de una primera persona que, así como ocurría en los coros de Safo y Alcman, seguramente es un “yo múltiple” —ἐγώ— que, representado por un grupo de iniciados, se escuchará en el himno en tres ocasiones:

  1. En el verso 6, con un “para mí” —ἐμοὶ— que va a determinar al beneficiario del don de los dioses.
  2. En el verso 8, con un “a mí” —με— que marca la separación de las leyes del destino que le impiden reunirse con lo numinoso.
  3. En el verso 11, con el posesivo “mía” —ἐμὴν— que determina al alma que, hasta este punto, logra observar los tres abismos que la cercan: su pasado, como caída; su presente, como errancia; y su futuro, como nuevas cadenas vitales derivadas de una expiación por sus acciones.

El himno ha ido avanzando en sus procesos alquímico-gramaticales, de tal manera que este iniciado personalizado —en lo que el autor ha convertido a su lector— aparece al final como una tercera persona, “el que se apresura” —ἐπειγομένῳ (v. 14)—, quien ya ha abandonado el envoltorio provisorio de su ego para aproximarse a la experimentación de lo sagrado.

Los contrastes continuos entre luz y oscuridad —“fuego” (πῦρ) y “caverna ciega” (σκότιον κευθμῶνα); “luz pura” (φάος ἁγνὸν) y “niebla” (ὁμίχλην); “fluidos que producen olvido” (ληθαίοις χεύμασιν) y “sabiduría muy radiante” (σοφίης ἐριλαμπέος)— deben interpretarse como las proyecciones de una dualidad que las engloba —“dios inmortal” (θεὸν ἄμβροτον) y “hombre” (ἄνδρα)—.

Esta certeza aparece revelada en el verso 7, es decir, exactamente a la mitad del himno. Esto pone de manifiesto que las metáforas de la oscuridad son las tendencias pictóricas del ser humano, mientras que las metáforas de la luz corresponden a las de los dioses veladores. Sin embargo, la belleza del poema yace en la completa fusión de ambas realidades. El paso que produce el cantor del himno por medio de la divinidad es la develación, “den a la luz” —ἀναφαίνετε (v. 15)—, de una serie de realidades que naturalmente estarían vedadas y ocultas a los ojos de los mortales: los misterios y las ceremonias de los mitos.

Más allá de proponer un sistema filosófico, Proclo busca establecer los límites de la razón humana para conocer el sustrato último del universo. Un himno es la forma que más podría aproximarse a ese misterio, pues el simple hecho de ponernos en la posición de suplicantes —en calidad de seres humanos que realizan una acción y exigen su correspondencia— ante las potencias dinámicas del cosmos nos regresa a nuestra condición perdida de humanidad.

La humildad, que en la lengua latina proviene del sustantivo humus (“tierra”),no está desasociada del ser humano. En todo caso, funciona como una actitud frente a los dioses y, a su vez, teje un lazo de unidad entre los participantes del ritual. Es por eso que la reinvención de la filosofía de los neoplatónicos debe servirnos como una valiosa perspectiva para reintegrar la literatura a la vida cotidiana y social.

La traducción que aquí presentamos intenta ofrecer al lector un primer acercamiento a la relectura del mito platónico que Proclo realiza en sus himnos. Una relectura que acontece en medio de un movimiento de resemantización —y, por ello, traducción— de una tradición filosófica que el neoplatonismo consideró importante rescatar de los oleajes del olvido.

 


1 Constantino P. Cavafis,“Una noche”, en Poemas completos.Trad. de Juan Carvajal. Ciudad de México, Juan Pablos, 2010, p. 69.

2 Pierre Hadot, Exercices spirituels et philosophie Antique. París, Albin Michel, 2002, pp. 19-25.

3 Jean Trouillard, Historia de la filosofía. Del mundo romano al Islam medieval. Vol. 3. Madrid, Siglo xxi, 1972, p. 102.

4 Danièle Hervieu-Léger, La religión, hilo de memoria. Barcelona, Herder, 2005, pp. 17-20.