La traducción de un poema nace de dos impulsos contradictorios: la búsqueda de originalidad por parte del autor al escribirlo, y la imposibilidad de mantenerla por parte del traductor que lo recibe y traslada a un idioma distinto. Aunque fuera del ser y del silencio todo parece traducible, no hay palabra alguna, ni siquiera en el idioma propio, que pueda leerse de la misma manera por dos personas. Así como al mirar un cuadro la perspectiva depende de si nos situamos delante o a un lado, de modo similar cada palabra se piensa desde un lugar particular; siempre hay distancias entre un lector y otro. Lo que uno ve y escucha no es el color ni es el sonido que perciben las otras personas. Incluso si miramos una nota en el papel pautado, habrá diferencias notables entre cómo resuene en la voz de una niña y en la de un anciano. Esto es sólo el principio. Una nota o una sílaba, que a veces es palabra por sí misma, puede estar condicionada a quien la interpreta, pero si la acentuamos, incluso tiene la posibilidad de reafirmarnos.

La traducción de un poema es una suerte de zigzag escritural entre el autor originario y el autor consecutivo. Es un intercambio entre dos lenguas para crear una más: líneas que se tocan y separan en un flujo que podríamos comparar con la estructura del adn y sus células y hélices, una forma mitocondrial a partir de genes distintos, X y Y en un sexo reacio a la clasificación genérica de un acto menos social que orgánico. Es diversidad textual, pues el primer poema, que quiere ser lo mismo en otro idioma, al final se muestra como algo diferente. Es cara y revés de una moneda cuyo valor siempre será variable.

La traducción de un poema es un retrato hablado, no un espejo. Es como hablar de alguien más y recordarlo de manera imprecisa. Como ojo atento que empieza por escuchar, el verso se abre paso mediante su música, su dicción, la forma originaria en que fue concebido. Luego viene su huella: la marca que dejó, la solidez del viaje.

Si la música tiene que ver con el tiempo y la pintura con el espacio, el poema conjuga ambas categorías. La traducción quebranta esta disposición: no puede reproducir de modo fidedigno el ritmo original y traslada el espacio hacia otras latitudes, incluso temporales. Si median varios siglos, el lenguaje seguramente habrá cambiado. No es lo mismo la lectura en inglés de un soneto de Shakespeare pocos años después de su escritura que en el siglo xxi. La traslación se da de forma natural por el paso del tiempo. De ahí tantos ensayos para mantener al día diversos textos, por ofrecer una versión actual de algo que siempre estará incompleto, aunque se muestre de manera definitiva. Las múltiples facetas que refleja un poema incluyen una mirada cóncava y hasta un guiño convexo.

La traducción es una expectativa, una ilusión que entraña, por ese simple hecho, su fracaso inmediato. Así sea la más fiel, apegada a su forma y a su ritmo, no dejará de reflejar ese tono distinto que le imprime otro pulso.

En un vals en pareja dos personas se acompasan y consiguen figuras de elegancia y destreza que maravillan a todos. Sin embargo, cada cuerpo es distinto y los latidos difieren. Esa distancia impide hablar de una comunión total. Así, el intento de que un autor y su traductor bailen en el mismo poema es improbable. El autor marca el paso. El traductor lo sigue. Si el traductor se impone, el autor deja de ser la primera figura de esa danza y hablamos de un poema que no ya no es el suyo. Por eso es que pasar del adn de “nuestro autor” al adn de un “nuevo autor” es la traición suprema.

La traducción de un poema es la reinterpretación de un vocabulario. Cada palabra tiene una raíz que puede ser la misma en dos idiomas, pero el resultado no es el mismo árbol. El lenguaje tiene una niñez intransferible que siempre nos recuerda nuestra existencia humana. Para Umberto Eco Dios no inventó las palabras porque su divinidad le permitió comunicarse con Adán directamente. En cambio, el primer hombre, carente de esa divinidad, debió inventar la forma de entenderse con su dios y con otros seres humanos. Luego vino Babel y, ya sabemos, fue posible la traducción de esos lenguajes que, a modo de castigo o penitencia, nos mantienen separados. Para el poeta existirá por siempre la tentación de morder un poema de otros árboles. Como dice Charles Simic: “Estar en el cielo es algo que los dioses deben agradecer a la poesía”. En la traducción hay que aprender a pecar con respeto, pues la intención es que un poema sea mejor que su propio autor. Una buena traducción tendrá que estar a la sombra del poema.

La traducción de un poema, pese a lo antes escrito, es más que necesaria. Si el lenguaje poético se crea por medio de los cinco sentidos, si tanto la emoción —distinta en cada entraña— como el espíritu de la lengua del poeta pueden ser transmitidos a la lengua de los lectores, dejemos que la unión entre lenguas nos transforme en amantes de esa imposibilidad que es la poesía. Bífida comunión que nos realiza como seres humanos y nos trasciende más allá de fronteras y tiempo. Conocer otros cielos es algo que los lectores debemos agradecer a quien traduce. Más allá de recibir un eco solamente, escuchemos, veamos, crezcamos con una voz que diga, de otro modo y sin condiciones, lo que también no somos.