(Fragmentos)
Cortesía del autor
Alejandro Tarrab, Caída del búfalo sin nombre. Ensayos sobre el suicidio, México, Malpaís ediciones / Mantarraya ediciones, 2017.


 

Algo que debió ser, pero no estoy seguro si sucedió, al menos no cabalmente, porque no es momento para una relectura minuciosa de lo hasta aquí acontecido. Algo que debí haber dicho: no la conocí, no la conozco, es decir, me llevó en brazos, mi abuela —hay fotografías, fracciones de la memoria que lo atestiguan—. No la conocí, pero me estrechó y me dio palmadas para sacarme el aire; engendró una hija a su imagen y semejanza, una niña que sería —pasados momentos significativos de su formación y delicadeza— mi madre, una mujer que me daría, igual que ella, palmadas leves en las nalgas y en la espalda para dejarme respirar y liberarme del soplo pesado, de las aguas duras y más crueles desde mi nacimiento hasta mi primera infancia.

No la conocí, aunque la presiento sí, a través del aire, de la mordida, de la masa repasada por los dientes, rumiada, masticada y finalmente digerida y liberada. ¿Debería entonces empezar a asumir esta pretensión como algo único, como algo mío?: ¿la conozco? Soy testigo de su presencia, de su paso por el mundo y, ante todo, de su falta. Porque más allá de ese enfrentamiento, cara a cara de la especie, está el no-enfrentamiento, el encuentro cara a cara que pudo ser, que debió haber sido, los diálogos en el ánimo que dicen ven, ven, pero también me voy, me fui, desde allá te hablaré. Está, en consecuencia, el salto de la especie a las profundidades de la especie, el acantilado de la especie que es un solo declive y nos pertenece. Debo decir —ante todo lo dicho— no sólo la conozco, sino la encarno, la vivo; al inhalar el aire denso y sumergido de la costa, por decir, esa costa de la Península (palo de tinte) donde crecimos, ella misma está inhalando; es decir, no soy ella, pero si decidiera por alguna razón hacer mi retrato, retratarme, la estaría de varias maneras reproduciendo y duplicando.

Esta úlcera que cubre mi cara, que nace de la entraña profunda y rosada y florece en dos labios, una nariz, la protuberancia de mi frente, una mirada alerta ante su propia especie malnacida, maldiciente, es también su propia úlcera, la úlcera madre, madre de mi madre. Las úlceras son flores minerales, llagas de fuego hacia el núcleo incandescente o, mejor, agujeros que conectan la esfera aglomerada, el metal líquido del fondo de la Tierra con la materia viva (el ser animal, el ser humano). Se habla con esta llaga, con esta flor de pétalos minerales, flor ígnea que destroza y duele; se habla con el ímpetu de las erupciones, cenizas se hablan, palabras carbonizadas siempre.

 

Hay una imagen amarilla, no sepia, sino negra y amarilla. Mi abuela tendría unos seis u ocho años —se presume—. Sabemos que es ella porque así se repite: aquí está tu abuela, tendría unos seis u ocho años. Al reverso de la foto está su nombre. Es un retrato dirigido a su madre. El mensaje, escrito en el envés, podría resumirse con un vocativo y una sola pregunta: Madre, ¿por qué me abandonaste? Aunque la tarjeta dice: Querida mamacita: no te había escrito porque quería enviarte mi retrato, pero si ahora lo hago con mucho gusto. No dejes de contestarme muy (ILEGIBLE. Tinta desvaída) El mensaje termina con su nombre, Carmen, escrito a lápiz.

La familia mira el nombre y repite invariablemente: ésta es tu abuela, tendría unos seis u ocho años, etcétera. En la imagen ella está sentada en algún borde a punto de lanzarse, pero la altitud es baja, aún no alcanza el tamaño suficiente. Además, está la escritura a punto de suceder, el mensaje dirigido a su madre que será anotado al reverso de la foto —siguiendo el dictado, el reclamo o la esperanza— para al final estampar la firma. Pero aún no es tiempo; hay pendientes todavía. Habrá que continuar y procrear y repetir, marcar una estirpe… Entonces, se le ve de pie junto a la puerta, Carmen en el umbral, a punto de entrar o de salir, Carmen agachada, Carmen en cuclillas, arrodillada en el mar ambarino, en el canto oscuro de la foto, Carmen pidiéndole a Dios que la aleje de lo umbrío, del resquicio entre la cama y la tierra, del espacio que ve engendrar al monstruo, la turgencia, Carmen repasando algunos nombres —Virgen prudentísima, Virgen laudable y poderosa, Vaso espiritual—, Carmen sosteniendo una peinilla de hueso y un trozo de carbón-madera, Carmen con las manos negras, tallando con los pies los espacios raídos de la alfombra, Carmen tragando o intentando tragar el odre de una piel frente a los cristales de la casa. En todos estos movimientos, el espectador pierde el rostro de la protagonista —el gesto de la imagen— o recupera todas sus caras: aquí está tu abuela de cabeza y protuberancia, aquí está tu abuela deforme. Su mirada es una línea de barrido, una constelación de Cármenes inconcebible. Al reverso camina su nombre, Carmen, Carmen, hace equilibrio en la línea delgada del grafito. Carmen a lápiz y a pie amenaza con perderse.

 

Pareciera que el suicida arrastra, se lleva consigo su vida: los recuerdos y las vinculaciones de su vida con otras vidas. Los allegados no lo son más. Se apartan, se ahogan en un no-recuerdo de la persona que cometió el suicidio. Si bien el acto es impronunciable, lo es más el autor.

No hay acto y, por lo tanto, no hay autor.

El olvido del nombre. La tachadura.

La negación e incineración del nombre y su figura.

No se dice: no diremos, no pronunciaremos, Carmen. Simplemente se aparta, se deja a un lado —oculto, maldito— ese nombre y los recuerdos vinculados a ese nombre. El lugar al que se lleva este acallamiento, este nombre y su figura encriptados, no está lejos o, mejor dicho, no está afuera. Se trata de un lugar lejos-dentro, en la esencia, en la cámara honda de nuestro pensamiento: ahí reside y desde ahí se agolpa. Cuando sale —en ocasiones lo hace— es un espectro, no se sabe cómo llamarlo: no hay un o un ella. Es impronunciable y deforme, es fugaz y desvanecido, el nombre.

Yo le llamo Búfalo. Yo nos llamo Búfalos en la caída.

 

La caída está irremediablemente asociada con el suicidio. Los dos, suicidio y caída, son los actos más extremos de libertad y evanescencia.

 

En 1981 Gilles Deleuze reflexionaba así respecto a la caída: “La sensación es inseparable de la caída que constituye su movimiento más interior o su ‘clinamen’. Esta caída no implica un contexto de miseria, de fracaso o de sufrimiento, aunque un contexto tal pueda ilustrarlo más fácilmente. […] La caída es lo más vivo que hay en la sensación, aquello en lo que la sensación se experimenta como viviente. De manera que la caída intensiva puede coincidir con un descenso espacial, pero también con un ascenso”.

No es casualidad entonces que Deleuze haya escogido trazar esta línea de ascenso-descenso para terminar —para intensificar— su vida. Más que eliminar al testigo, lo que hizo fue trazarlo, mostrarlo finalmente de manera conclusiva a través de su cuerpo en la caída, de su cuerpo acentuado, subrayado, acontecido en el salto y en el aire.

Yo le llamo Búfalo. Yo nos llamo Búfalos en la caída, Búfalos sin nombre.

 

La sustitución del nombre por el silencio, C_men, C__n, (     ), paréntesis en blanco al interior del pensamiento, podría ser un modo de llevar al suicida a un destino “más seguro”, lejos del destierro de los violentos, de la tierra trágica de los impetuosos, vehementes contra sí: un bosque espeso en el que los hombres-suicidas están convertidos en árboles nudosos, árboles sin savia o árboles cuyos troncos son vertederos de sangre; una arboleda intrincada en donde se escuchan los álgidos lamentos de las arpías (cabeza humana, cuerpo de pájaro) devorando esmeradamente las ramas de esos árboles.

«Si de estos macilentos / vegetales un ramo tronchar quieres, / se quebrarán también tus pensamientos».

El no decir de nuestros muertos-suicidas, el no pronunciarlos, significa no sujetarlos a su designio, no sujetarlos a la lengua. Aquél que no es nombrado desaparece o, cuando menos, aparece sin su marca —hay una presencia más tangible y real en el nombre—.

 

Refutación. Al callar estos nombres los desligamos fatalmente de su caída: de lo más vivo que hay en la sensación, lo que los condena y los mantiene ardientes, delirantes, en el corte fatal de sus días.

Refutación. Al callar los nombres de estos seres —cíbolos en la caída— abrimos un espacio de evocación silenciosa: el susurro apenas, la musitación, el bisbiseo del nombre que brilla en la remembranza y en el delirio.

Escribir los muertos, sus nombres suicidas, para no mudarlos del pensamiento, para no salvarlos de nosotros, de sí mismos, de su propio tiempo, de la abyección obtusa de los otros, nostra, sí, mía.

 

1977. Con un ahogado en los riñones, la cabeza. Toda mi fuerza consiste en alejarme maquinalmente de este ser anegado hasta las rodillas y rebasado, intempestivamente, por unas aguas feroces, fuera de cauce.
Ese ahogado es ustedes, todos ustedes, los presento y me los saco del cuerpo, de los riñones de la testa.

 

[En glosa, en el original tachado]

A mis hijos en la dispersión.
A mis hijos que caminan en la carne,
yermos, apacentándose a sí mismos. A mis hijos

errantes y despiertos en la oscuridad nuestra y reservada.

A mis hijos hijos maniatados,
ahogados en el alcohol negro de mi leche.

Mil novecientos setenta y siete. Me he intuido la mañana entera, he puesto mis ojos en mis ojos. Son mis ojos de años, estoy segura de ello.

He visto mi mano izquierda trazar torpemente un círculo hacia el lado contrario de mi cuerpo, un círculo único hacia el aire, mi primera tentativa.

He masticado el odre de una piel frente a los cristales de la casa. Lo he tragado largamente a través de seiscientas trece entradas, de todos mis peligros, lo he llamado a mi circunstancia. Lo he llamado pedazo de animal. ¿Qué puedo ofrecerte?

He intuido brutalmente tus ojos contra los míos, tus pliegues cerrados mortalmente contra los míos. Te he visto marcharte varias veces a la altura de mi boca.

Nochedía.

Te he seguido en la correspondencia por delgadas apariciones, he sostenido en vilo la hebra que nos dio la vida por encima de ti mismo, por encima de tu cabeza fuerte de mi protuberancia, por encima de mí misma de mi boca abierta contra tu pecho negro. Desnudo.

He escuchado el silbido de mis pulmones en la casa vacía, he bebido el añil para estar en mi presencia. He pesado como un árbol cubierto por la nieve pero yo no soy una mujer quemada por la nieve. Mi cuerpo blanco está en el agua pero en esta casa no hay fuerza de lirios.

Separarse viene de la sal amargamente.

He notado que cierro la mandíbula hasta trabar la escotadura que trituro mis dientes gastados con ustedes que repaso entre las encías los odres de viejas pieles con ustedes. Mi lengua está muerta dentro de mi boca muerta.

Quiero encender contigo las hebras del tabaco.