En memoria de
María del Carmen Álvarez Menéndez

La Fuente de los Ángeles nos mira. Las llamas del verano se apartaron, regresan esas tardes pusilánimes. Septiembre las pronuncia en voz baja, lo dicen en voz baja los maizales, lo dice el Regueral con voz profunda. Y vemos discurrir las aguas mansas, brotando de la piedra hacia el arroyo, buscando ser el verso en cuya vida se vuelven rumorosos los paisajes. Y somos, como otrora, el cervatillo: no hay nadie más dichoso, siendo sábado, que un niño que se lanza a la aventura —los árboles propician la aventura, los troncos de los árboles, el bosque, las horas de castaños indecisos—. Y el caso es que no llegan los otoños y vemos aplicarse a las ardillas, que buscan con premura llenar la estancia en sus abastos solitarios.

La espuma de las olas nos lo dice: el tiempo que se fuga en cada playa responde del verano moribundo; las horas de las tardes vuelan rápido y, hablando de añoranzas imposibles, encuentran esos bosques del entonces; los besos de la brisa de la zona, cansados del susurro que pronuncian, parecen elevarse, entre eucaliptos, buscando un cielo siempre anubarrado. Y hay conchas en la costa que lo saben: septiembre, con cuchillos asesinos, cercena la esperanza de un agosto. Después de los rigores de esos meses, al fin se anuncian, tristes, los otoños en un paisaje lleno de belleza: muy pronto será el tiempo de la lluvia, muy pronto será el tiempo de los vientos, y no tardará el tiempo en que el castaño nos diga las verdades de su fruto.

Las olas de los mares lo confiesan: hay algo en los helechos que pretende llevarnos el aviso de la noche. Y es cierto que el crepúsculo y sus oros se ciernen en un cielo más oscuro, capaz de guarecernos con su manta. Y es cierto que la noche traicionera, dichosa con su imperio y sus cortinas, nos llega de lo lejos con su calma, las pausas que convocan al farero. Y quiero ser el aire con el aire: no hay nadie que comprenda esta locura que quiere mi capricho por momentos. Hay versos que son aire y que se pierden, hay noches que son aire y que se pierden, y yo quiero perderme con el aire. Así podré saber lo que el olvido retiene con sus dedos invisibles en las estancias tristes de la nada, poniendo que en la nada exista algo.

Por eso escribo versos a deshora. Lo mismo da Carranques que otras playas, pues Huelgues y Entrellusa quedan cerca; lo mismo da Palmera que el Tranqueru, mirando en lo lejano las espumas que quieren ya los besos de las olas; lo mismo dan los llantos de los mares, con ese susurrar que no se acaba, pudiendo contemplar esos pesqueros que aguardan el momento del regreso. Y sueño ese recuerdo de la infancia. Los tiempos de niñez ya quedan lejos, se apartan como el fuego del ocaso. Y el agua de los mares que, en otoño, se torna hacia la furia en la galerna, quizás se me encapricha de otro modo: yo sueño que es el agua de un verano perdido entre rumores, en las épocas colmadas de descansos y de dichas, un tiempo para bosques y hontanares.

Y todo se hace voz de tu recuerdo.