En alguna ocasión había ahuyentado a unos intrusos. Me lo había dicho Luisa en un susurro. A ella no le gustaba. Acaso lo entendí después. No recuerdo dónde la había recogido, era una de esas almas en pena que vagan por la ciudad. El lector sabe cuántas hay así. Tendría unas dos semanas de nacida. Era de color chocolate, con registros blancuzcos, del color de las gasas. Merodeaba por la casa como si fuese quien mandara ahí. Yo no tenía ningún problema con ello. Luisa sí. A ella, yo la encontraba distante y apagada. Nuestra relación nunca había sido la mejor, es verdad, pero la intimidad, desde que había llegado, se había transformado en un muro intocable. Percibía reticencias dispares por parte de ambas, como si cada una reclamara su territorio. No era que Luisa y yo no nos quisiéramos, sino que todo mi afecto, de pronto, se había volcado hacia la otra, como si un imán resplandeciente me guiara, indefectiblemente, hacia allí.

Por supuesto, tenía su propio hogar, yo mismo se lo había construido: unas sábanas grises que constreñían y abrazaban aquel espacio, en el que ella se sentía cómoda y convencida de su labor. Cuando me despedía de ella en la noche, me acercaba a la casita, me acuclillaba y unos ojitos fosforescentes me devolvían la mirada. Quise tomarle fotos, pero nunca pude, pues sus ojos brillaban con tal intensidad que la cámara solamente captaba ese destello inútil y absurdo. Podía acercármele, por supuesto, pero siempre que trajera algún regalo de por medio. Si Luisa iba conmigo y notaba su presencia —mi mujer nunca ha sido hábil para los contactos no humanos—, comenzaban ciertos ruidos verticales capaces de estremecer las vértebras. A partir de ese momento, evitamos cualquier intrusión inútil. Perturbar un cosmos desconocido requiere una autoridad sólo apreciable en algunos intelectuales excéntricos.

Eran ardillas, a veces pájaros, algunas otras tlacuaches, pero la mayoría eran ratas. Las apilaba en una esquina, así de obediente era. Cubría los cadáveres con sus heces, que no me dejaba limpiar. Su cuerpo macizo, como un escudo espartano, se interponía si amagaba con hacerlo. Cuando la paseaba, procuraba sacarla bien entrada la noche, cuando hubiera pocas personas en la calle. Algunas veces, sin mediar presencia alguna, se abalanzaba, jadeante, sobre las sombras inmóviles. Salivaba como una cascada viva. La noche era su territorio, ella lo sentía así. También el día, aunque sus actividades diurnas se redujeran a cuidar otros espacios. Mi jardín comprendía ciertas áreas húmedas y otras tantas secretas, así que dejé que ella hiciera y deshiciera a placer. Una noche de verano en la que casi nos despeñamos por el calor, Luisa me dejó. Escribió una advertencia que no logré comprender.

Quedamos ella y yo. Sus dominios comenzaron a extenderse por toda la casa, sin que yo pudiese hacer nada. No faltó el día en que, al regresar del trabajo, la encontré acostada en mi cama. La acaricié durante un rato. Cuando me di cuenta, ya se había metido el sol. Intenté meterme entre las cobijas, pero no pude, así de grande y pesada era. Además, ella, reina portentosa, sabía lo que estaba haciendo. Como el otro cuarto, el de visitas, estaba en remodelación, no tuve de otra más que dormir en su casita. La verdad es que era un lugar cómodo, aunque todavía dominado por su esencia. Afuera, les comenzó a faltar follaje a los árboles; después, las temperaturas invernales nos sorprendieron con su capa de hielo. Yo seguía durmiendo en su casita, pero eso no me molestaba. El olor a heces había comenzado a incomodar a los vecinos. Yo les dije que no se preocuparan, que con el frío aquello pasaría.

No me di cuenta de cuándo sucedió, pero una nueva pareja de vecinos, con sus hijos pequeños, se instaló en la casa de al lado. Siempre he creído que nuestros vástagos fueron una plaga necesaria, pero hoy, con el planeta a cuestas, me parecen, más bien, un mal irresponsable. Por supuesto que no justifico, de ninguna forma, lo que sucedió después.

Me ascendieron en mi trabajo. “Eres muy disciplinado. La soltería te sienta bien”, me dijo mi jefe. En realidad, no soy soltero, apenas un sacristán. Una noche de borrachera, en la que llegué aturdido y cansado a casa, decidí acostarme en la cama que me había pertenecido. No medí las consecuencias. Me desperté rejuvenecido. En la madrugada había escuchado unos gritillos débiles y alejados, como un gemido expulsado por una garganta frágil. Fui a su casita. Jugaba con algo entre los dientes. La acaricié. Alguien tocó la puerta. Eran los nuevos vecinos. Detrás de ellos había un par de policías. No me dijeron nada. Sólo me dieron un cartel. Uno de sus pequeños había desaparecido con su balón. Cerré la puerta. Con paso cansino, con todo el peso del mundo sobre mis hombros, me acerqué al corazón de sus dominios. Con un palo de escoba, comencé a remover sus sabanitas. Descubrí unos dedos mínimos y, atrás, escondidos por su lomo de ogro, una pierna roída y la cara arrancada —sanguinolenta, apabullada, insomne— del niño perdido. No quise ver más. Estuve tentado de ir con los vecinos, pero… ¿para qué? Todo desaparecería.

Recordé que, cuando tenía apenas dos semanas, Luisa me dijo que la había visto comerse una ardilla viva con todo y huesos.