No sabemos mucho de los celtas. Cuando se nos enseñó historia, siempre fue la de los griegos y romanos; los conocemos como padres del mundo occidental y dejamos de lado a todos los demás pueblos que forjaron la historia. Al pensar en nuestra cultura, difícilmente vemos la herencia de los celtas, y es así porque no se nos enseñó, pero el legado tanto de los celtas como de los germanos está frente a nuestros ojos, en nuestras costumbres, tradiciones, festividades e incluso en nuestro vocabulario.

Fruto de las migraciones indoeuropeas hacia el occidente durante el final de la Edad de Bronce, un grupo de pueblos con una religión y lengua comunes se asentaron en lo que hoy es Austria, Suiza y Alemania. Los celtas eran un pueblo duro y, como los demás indoeuropeos, eran diestros con los caballos y en las artes bélicas. Su sociedad estaba constituida por clanes familiares y tribus económica y políticamente independientes. Se sabían uno con la naturaleza y su religión, la religión de los druidas, enseñaba que esta vida es pasajera, sólo un andar para llegar a la otra, la eterna.

El descubrimiento del hierro y el desarrollo de la ganadería les dieron a los celtas, en el siglo viii antes de nuestro Señor, una enorme ventaja sobre los demás pueblos europeos. Su expansión llegó tan al oriente como Anatolia y tan al poniente como Irlanda, ocupando casi toda Europa, incluyendo la Galia, los Balcanes y la mitad norte de la península ibérica.

Al principio, más que una cultura, eran una etnia concreta, pero al llegar a distintas tierras no exterminaban a sus habitantes, se establecían como la élite guerrera y, en poco tiempo, se mezclaban con ellos, enseñándoles su lengua y religión, sus tradiciones, su conocimiento y su amor por la guerra. Fue esta admiración lo que hizo que tanto varones como mujeres convirtieran la guerra en el centro de sus vidas.

Cuando la vida se quedaba sin batallas, los antiguos celtas la terminaban por su propia mano. Como dice Silio Itálico, nec vitam sine Marte pati, los celtas se suicidaban porque no querían una vida sin Marte. La enfermedad y la muerte senil eran una gran deshonra. Morir en una cama era la forma de sepultar los honores de toda una vida y conseguir la condenación eterna. El celta estaba enamorado de la bravura de la guerra y si ésta se apartaba, lo mejor era empuñar la espada contra uno mismo para no dejarse vencer por el paso del tiempo.

El celta conocía bien el honor, pero también la desesperación. Al llegar al límite, sabía aceptar la muerte, pues el fiero guerrero estaba consciente de que su honor y su futuro eterno eran mayores que su paso por la Tierra. Griegos y romanos pugnaron contra ellos y siempre, tras un último cerco, mientras esperaban la rendición del enemigo, fracasaban en el intento de capturarlos. Ellos daban su último grito de libertad terrena negándose a la voluntad contraria.

El que vive para la guerra repudia más la cobardía del capturado que la misma muerte en cama. El amor a su libertad era tan grande que era preferible aceptar la muerte a las cadenas. Cuando la libertad estaba a punto de desaparecer, el antiguo celta ponía fin a su vida con la espada, como en aquella escultura del gálata de Ludovisi; con el fuego o, como murió Catibulco, rey de los eburones, con el veneno extraído del árbol del tejo.

El tejo, Taxus baccata, siempre fue sagrado para este pueblo. Su longevidad aparenta la inmortalidad y el guerrero que conoce la naturaleza sabe que si alguien no muere es el amo de la muerte misma. El tejo apartó a los antiguos de la deshonra de la cobardía y de la cautividad miserable, y los condujo a las islas más allá del mar, a la salvación.

Aunque los pensamientos de los antiguos celtas estén más allá de nuestra comprensión, sabemos que conocían el sentido de su existencia: siempre listos para el combate, esperanzados por el futuro, sin miedo, libres.