Suicidio, del latín caedere: “cortar, talar, matar, asesinar, destruir”, y el prefijo sui: “de sí mismo”. Significa talar un bosque dentro de sí, arrancarse la vida desde su raíz. Dirigir las fuerzas de la vida hacia ese acto que simboliza la cerrazón de la vida. Muerte vital: oxímoron de un gesto ancestral para la condición humana.

“Salta de Léucade”,1 profetizó la Pitonisa a Afrodita, apesadumbrada por la pérdida de su amado Adonis. “Sólo así recuperarás la alegría, sólo así reencontrarás la calma en el oleaje aprisionado de tus sentimientos”. La diosa saltó y salió ilesa de las aguas; su corazón ya no experimentaba sombra alguna. Tenía esa sonrisa solemne de los dioses que los seres humanos desconocen, porque son incapaces del olvido.

Desde entonces, muchos mortales siguieron su ejemplo. Corrieron descalzos sobre la rugosa roca del risco y se lanzaron al líquido abismo, huyendo de las llamas del desamor que los consumían por dentro. El resurgimiento hacia la vida, después de haber bebido un sorbo del río Leteo que produce amnesia; eso era lo que buscaban, aunque no todos lo lograron.

Hubo, sin embargo, una excepción. Pascal Quignard cuenta que Butes, tripulante del Argo y miembro de la expedición por el Vellocino de Oro, saltó a las aguas para escapar del ritmo marcial que Orfeo, el hijo de Apolo, tocaba sobre el caparazón de una tortuga para evitar que los remeros escucharan el canto embriagante de las sirenas. En su salto aparece la entrega a aquello que nos excede. Una música misteriosa que inunda los poros de la piel y diluye las fronteras entre el yo y el mundo. Afrodita lo rescató de las aguas y lo convirtió en una isla.

No todos los suicidios son por causas amorosas. A veces, el suicidio es hipócritamente impuesto. Antonin Artaud llamó a Vincent van Gogh “el suicidado de la sociedad”. La psiquiatría y las “bien pensantes” conciencias de la Provenza francesa cumplieron a la perfección su tarea: arrastrar a un ser hasta ese punto en el que, enloquecido, no le queda más que apretar el gatillo y acabar con su vida en un callejón sin salida, aunque éste sea un trigal rodeado de cuervos, al que la sociedad lo ha empujado. El crimen perfecto. Quizá por esa razón se trata de ocultar el suicidio, pues un cadáver al que se le impide la sepultura sería un escándalo para el orden establecido.

El suicidio también puede tener connotaciones políticas. El novelista japonés Yukio Mishima se aplicó el harakiri o seppuku, “corte de vientre”, en 1970, frente a los soldados del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa, para protestar contra la anulación del régimen imperial y el aminoramiento de una disciplina bélica. Dejó un jisei no ku o “poema de despedida”, y una confusión inmensa ante el cercenamiento de su vida en una proclama de regresión militarista. Él ya había hablado antes. En su libro sobre la ética del samurái, defendía la actitud del guerrero que está dispuesto a morir en cualquier instante por una causa humana. Repudiaba la exaltación de una vida superficial producida por la globalización norteamericana y criticaba las huelgas de los jóvenes del Japón moderno, que daban la vida en favor de una consigna que apenas conocían.

Su pensamiento tal vez intentaba aproximarse a las palabras de Paul Valéry: “sólo para los perfectamente dichosos está permitido matarse”. Un imperativo imposible. Sólo para los perfectamente vivos está permitido cruzar el umbral de la muerte. Si bien decidir el final de nuestra propia vida puede constituir el último acto de libertad humana, su resolución no deja de ser una paradoja abierta a múltiples debates e interpretaciones. Desencantado del mundo, Fausto pactó con Mefistófeles el término de su vida cuando se presentara el instante inasible de plenitud absoluta. Sólo entonces éste llevaría consigo su alma, dejando sobre la tierra su cuerpo inerme. Lamentablemente, ¿quién sería capaz de abandonar la vida cuando ella le brinda su dicha y buena fortuna?

Acaso las preguntas deberían dirigirse hacia el periodo inicial de angustia que cierne sus sombras sobre todo suicida en potencia, es decir, sobre todo ser con la vida entre las manos. ¿Cuándo inician los dolores de parto de un suicidio? ¿Quiénes o qué empuja a un ser humano a la cumbre del risco donde traspasa el dintel que no admite regreso? ¿Es ese salto un grito mudo de afirmación o un llanto desesperado de impotencia? Responder a estas preguntas nos llevaría a hacer un examen total de la sociedad en la que vivimos y a replantear la concepción filosófica de nuestra existencia. Una cosa es clara, sin embargo, la coimplicación entre el saltador y su universo (seres humanos, instituciones, cultura, naturaleza). Infinito como todo símbolo, su gesto se inscribe en la tradición de la ruptura, cuyas páginas deberían ser leídas con mayor ahínco por aquellos que seguimos habitando el limbo entre la vida y la muerte, donde todas las emociones y padecimientos humanos interpretan su dinámica incesante y, a su vez, inevitable.

En los Diálogos con Leucó,de Cesare Pavese, la poeta Safo y la ninfa del mar Britomarte conversan acerca del destino y la muerte. Ambas han saltado al océano: la primera, buscando ser nada; la segunda, huyendo. Han optado por la muerte para no ser reducidas a otra cosa que no sea ellas. Pero en el mar todo muere y vuelve a nacer. El deseo, la inquietud, el tumulto… todo sigue allí, a pesar de que ellas no sean más que olas y espuma. Entonces, un resplandor invade la costa: es ella, la que no necesitó huir para ser ella misma, cuya piel y textura son todas las metamorfosis que sufren los mortales y las ninfas. Ambas se estremecen ante esa presencia cuya mirada no conoce la diferencia entre la vida y la muerte.


1 Acantilado de la isla homónima, situada en el mar Jónico, en la periferia de Grecia, del cual se arrojaban los enamorados en la mitología.