ITAM 50 años, diciembre 1996.


 

Siempre he considerado afortunado el tener un pretexto para escribir, algo, cualquier cosa; y después de que se han perdido las flores y el amor hippie uniformado en huaraches, y también ya que se ha ido aquella rabia punk intolerante e impasible parece que no ha quedado nada; el refugio light que ofrece la parafernalia rave resulta vacío.

Con el desánimo y la apatía que uno ve a menudo en los pasillos, los salones y demás recovecos y guaridas del ITAM, uno se siente un muy pequeño Don Quijote tratando de detener las circunstancias para regocijarse en antiguas páginas; cuentos, prosas y poemas que le llenaron a uno las palabras, a veces hasta hartarse.

Pensar ahora en estos dos años que he pasado debatiendo y pensando en qué es lo necesario para hacer una revista atractiva y a la vez inteligente me remite a saber que uno sólo se queda aquí porque le gusta escribir, tal vez sin proyecto, sólo con el afán y la pujanza por que esta revista salga número tras número, con un nuevo aliento cada vez, nuevas frases, nuevas palabras.

Quizá uno se queda aquí sin conocer el oficio en sus más profundas posibilidades o sin la sabiduría temporal que da el libro de técnica literaria, de teoría de la tipografía, pero escribiendo, que es como está uno aquí.

Ya Mauricio Sanders descubrió que somos bichos raros, y que Opción, si en algo tiene razón de ser, es en su calidad de refugio, no sólo para los que parece que estamos en la institución y en la carrera equivocada, sino también para los que saben que El Manifiesto Pesimista de una generación que perdió ya sus miedos —quién sabe si antes o después de lo debido— no se llevó todo lo que es posible imaginar.

Y por qué no ceder las palabras que se desperdician en diez poemas o en un cuento a un bonito “paper” económico, que resuelva o proponga un modelo con el cual justificar el por qué no se cumplieron las predicciones neoclásicas si las derivadas decían que todo estaba bien. Simplemente porque ya hay suficiente vacío como para renunciar al intento de llenar lo que nadie reclama que sea llenado.

Resulta necio repetir otra vez la falta de integridad de nuestra institución, y por supuesto que me refiero a la ya tan mencionada educación integral que se supone se debe impartir en este Instituto Tecnológico Autónomo de México. Una educación integral que por supuesto no incluye la música ruidosa porque quizá se llame rock. Que no promueve la literatura seriamente y sólo ofrece espacios marginales, aun cuando en la planta de profesores se cuente con reconocidos exponentes. Que carece de incentivos al deporte porque el hombre es mente y no cuerpo. En fin, que la “excelencia” que persigue el instituto está, al parecer, reñida con lo físico y las artes, pues ya alguien dijo que el ITAM es un centro académico y no de cultura.

Cuando recién ingresé al Consejo Editorial pude ver lo complejo que puede ser el mundillo de las instituciones estudiantiles. Me asombré de cómo era posible que nos pidieran estados contables de cuántas personas habían escrito, cuántas veces, cuántas páginas, cuántos números, etcétera. Yo mismo sabía que el trabajo que se desarrollaba no podía ser medido así.

La falta de sensibilidad puede llegar a ser sorprendente, y hay veces en las que uno se cuestiona acerca de dónde proviene ese comportamiento. Construí y analicé varias hipótesis acerca de lo aprendido o hereditario del problema. Hasta hace poco pude ver de cerca una de las causas originales.

Hay errores notables, descuidos que parecen no serlo y que fomentan comportamientos viciosos en los individuos que los viven. La praxis es la escuela más eficaz.

Yo sinceramente pregunto ¿cómo es posible tratar de formar a las personas que harán un país más justo y equilibrado si se demostró ante invitados especiales, en un día de gala en el auditorio que hay una sutil diferencia entre los treinta años de un empleado administrativo o de intendencia y los mismos treinta de un profesor? ¿Cómo eliminar las prácticas políticas comunes en México si nuestras elecciones están llenas de defectos y sesgos que muchas veces, que no siempre, nos llevan a una pequeña plutocracia? ¿Cómo fomentar una mejor educación popular, urgente si se pretende un desarrollo constante y justo, si no se enseña que un pueblo sin cultura, sin arte, sin expresión es un pueblo muerto?

He sido un observador casi siempre solitario y silente desde este medio, desde estas computadoras y tras los escritorios llenos de hojas que llegan aquí mes tras mes. He sido testigo de lo que ha tratado de ser Opción. He visto pasar a embriones de escritor que se acercaron para intentar nutrir esta revista. He sido uno más de los bichos raros que quizá no deberían estar aquí, pero he querido hacer que muchas cosas transparentes tomen cuerpo en páginas y en hojas. He intentado que en Opción se tenga al menos la posibilidad de leer un poema o un cuento, que se olviden por diez minutos de las curvas de indiferencia a cambio de un hombre que ha pintado en un soneto azul o que ha descubierto que su propia líbido es un ser independiente. Que lo urgente de los números se disuelva en el ritmo de una prosa que tal vez no enseñe algo.

Dejo Opción con la esperanza de que el futuro no se coma este espacio, que alguna parte de lo olvidado de la integralidad del instituto se refugie al menos en unas cuantas hojas que otros lean. Dejo el espacio con el miedo de que dentro de algún tiempo vuelva a leer la revista para encontrarme un recetario, con el temor de no encontrarla después de que un puñado de de-formados ­la desmantelen en pequeños fondos para cocteles y proyectos inconclusos, la dejo con el recuerdo de no-sé-cuántos textos revisados, capturados y publicados. La dejo con gusto y con nostalgia y con dos años más en el calendario de lo que se pudo haber hecho en su lugar. Para emular a Fernández de Lizardi, dejo Opción porque se me ha acabado ya la tinta y el papel.

 

Portada del número especial de Opción: Logotipo del 50 aniversario del ITAM. Diseño por Carlos F. Castañeda.

Portada del número especial de Opción: Logotipo del 50 aniversario del ITAM. Diseño por Carlos F. Castañeda.