Casa: arquitectura de pintura blanca, impoluta; edificio vacío. 

I

El largo proceso que la casa inicia para convertirse en hogar da comienzo con un colchón sobre el piso. Antes de él, las paredes viven una prehistoria de arañitas y ecos. La historia del hogar se calcula en a. C. y d. C.: antes y después del colchón. La caída de un matrimonial en un cuarto vacío dictamina el destino de lo que pronto será una recámara. Y con su retumbar de resortes aún macizos inaugura una era. Habitar es invadir. Desperdigar. Ser el amo del atiborramiento.

Una casa comienza vacía, comienza en soledad de licuadora y frigobar. Los electrodomésticos ausentes son inventados por el ingenio y por la tecnología del trabajo mecánico. La precariedad nos enseña a apachurrar, triturar, morder; a hacer de nuestras manos una herramienta a falta de las que funcionan con la corriente eléctrica. Una casa en construcción es remembranza de la era del quinqué, está despojada de comodidades. En un principio se habita un espacio tan blanco que sólo recuerda a la nada y las paredes desnudas traslucen su piel friolenta. La sala de esa casa no tiene sillones acolchonados sino muebles de jardín, y el comedor no es sino tres sillas metálicas cuyo respaldo dice Cerveza Corona. Un aprendizaje se extrae de la casa en construcción: mesas, libreros, bancos, todo mueble puede ser reemplazado por una caja de cartón robusto.

De pronto, con el correr de los días, muebles y accesorios llegan. Aparecen poco a poco salpicados por el azar: una silla de madera, una cortina de baño. Y luego del centro de entretenimiento y las alacenas, la casa comienza a poblarse de decoraciones: un colguije para las llaves, un cuadro sobre la pared, una artesanía poblana. A diferencia de la casa, un hogar se abarrota. Se construye a partir de la mugre y la acumulación; las dos son maneras de apropiarse de esos muros que por su asepsia se revelaban sin dueño. ¿A poco el hogar no es, chist, donde se hace la lumbre? Exige hollín y ceniza. Necesita de esos pequeños vestigios testigos del tiempo que se ha pasado entre sus paredes. Existir es dejar polvo y regar cabello por donde se pasa. Es transformarse; mudar de piel y no notarlo.

Hay costumbres que sirven como indicadores de que una casa está en proceso de ser propia. El hogar no existe en la perfecta pulcritud: necesita manchas y pelusas. Se construye capa por capa, es un proceso de sedimentación de las costumbres. Nace cuando somos capaces de asegurar la identidad de los cabellos tirados en el piso y cuando sabemos que el polvo rasguñado por la escoba es nuestro cuerpo desmoronado en células muertas más pequeñitas que los granos de sal.

En la suciedad del hogar está condensado el paso del tiempo. Son síntomas de esta apropiación la mancha amarillenta del lavabo o un cenicero sucio con costras de cigarros inscritos en el pretérito. Y en este proceso de conquista, el asentamiento humano hace que la basura cobre una nueva vida. Un envase de un litro de yogurt de fresa se convierte en contenedor de frijoles refritos, el vaso de vidrio se usa para beber agua tan pronto la veladora contenida se ha consumido por completo. El desperdicio es útil para formar el rostro de un hogar, casa donde el plástico renace y se almacena dulcemente en las bolsas que guardan bolsas, epítome de la resurrección del desecho.

 

Una bolsa de plástico que, a su vez, guarda bolsas de plástico no se adquiere o se compra: se construye. Se debe ser paciente para ver su gestación, como el feto que comienza a hincharse en las entrañas y sólo revela su forma en el ultrasonido. La vida de la bolsa que guarda bolsas es un espejo de la vida propia. Se nutre de ella, de las salidas al supermercado, de cada compra. En un punto de la historia del nacimiento del hogar se deberá seleccionar a aquella que se tragará a sus hermanas. Fatal destino.

Llegará un punto en el que el abarrotamiento de las paredes haga cumplir su ciclo a las cajas que servían de mesitas, a los huacales sustitutos de libreros. Pero en esa circularidad de los muebles, las bolsas de plástico se distinguen por su trascendencia: jamás son reemplazadas, sino que se acumulan una tras otra y crecen de manera desmedida en este reciclaje al que nos obliga, no la conciencia ambientalista, sino la precariedad y la pobreza clasemediera.

 

II

 

En la fila de Walmart veo desfilar mis productos por la cinta mecánica. A la bolsa la vi nacer en cada caja registradora con el bellísimo ritmo de la producción en serie de una fábrica colosal. Su primer grito tiene el sonido de un trueno, de un chasquido. Dejan de ser láminas de poliuretano para convertirse en recipientes. Las bolsas nacen cuestionando los principios de la procreación. Los empacadores son padres donde la paradoja del tiempo se encarna: viejos y niños dadores de vida plástica. En cada cerillo del supermercado, la chispa de su vida se enciende. Con un soplo, la bolsa se abre a la existencia, se infla de una sola exhalación, lista para deglutir jitomates, latas de atún, jabón de manos.

Cada una se abrió y generosamente cedió su interior a las legumbres. Otra, a una caja de Choco Krispis. Unas más se llenaron de cartones de leche y fácilmente se olvidaron de sí mismas.

Toda bolsa nace para ser maternal resguardo, aunque algunas se rebelan al designio de su naturaleza y prefieren la muerte abrupta agujereando su fondo. ¿Existe algo más triste que una bolsa que nace deforme, mutilada, e incapaz de funcionar para su único propósito? Quizá por eso, debido a una trágica visión, hemos encontrado formas de hacer de la bolsa una materia prima que sirve para atornillar el vaso de la licuadora, para fungir como guante al recoger las heces caninas del paseo matinal, para cubrir el cabello como una gorra de baño.

Pero incluso en las bolsas existe la terrible jerarquía racial. Muchos las discriminan y las dividen dependiendo su alcance estético: las que sirven como envoltorios para regalo, las resistentes para transportar comida y ropa, las feas cuya deformidad sólo alcanza para ser cubierta del bote de basura. Hay quienes tiran las peores bolsas como si fueran tan sólo un desecho. Y en ese acto aparentemente insignificante, subyace un egoísmo fatal. Toda bolsa tirada a los basureros está condenada a ser un Sísifo del desperdicio: su levedad la hará rodar por el mundo, llegar a las alcantarillas, desagües, a los océanos y a las playas. Sin poder detenerse se sumará a otras tantas que corrieron igual suerte. Bolsas fantasmas que vuelan como globos deformes recordándonos nuestra fiebre mercantil. Uno de cada tres kilos de plástico producido mundialmente tan sólo es para envoltorios. Nuestras fábricas se dedican a procrear bolsas que guardan a otras: en el supermercado metemos envoltorios dentro de más plástico cobertor. Y aunque quisiéramos cambiarlo, parece no existir solución alguna, pues la eliminación de todos los recubrimientos nos obligaría a regresar al uso del papel. Cubrir la alta demanda de nuestro frenesí, acabaría de una vez por todas con los bosques.

El mundo es una bolsa que guarda bolsas. Mundo desechable.

Contundente y resignado envoltorio.

 

III

 

Cebolla plástica, capa por capa te contienes a ti misma. ¿No te da miedo tragar a tus semejantes? Yo siento asco de sólo pensar en mis dientes masticando un cuerpo humano que podría ser el mío. Pero tú no tienes límites y en tu naturaleza está ser ese Saturno poliuretano que se traga a sus hijos sin sentir culpa alguna. Tu estómago no se sacia de viernes a domingo, su digestión es lenta y no se corta ni con el golpe de la hoz.

Como matrioshka tu cáscara de dinosaurio se duplica. Tu naturaleza es la de un cuento de Sherezade que se gesta en el supermercado y se narra en la casa. Por golpe del azar, tú fuiste elegida entre las otras para no ser devorada sino para devorar. Te diferenciaste entre el racimo inaudito de tus hermanas que se olvidaron de guardar tomates y manzanas, cajas de cereal y chiles enlatados. Bolsa madre, hija del petróleo.

Tú y yo nos parecemos, aunque cueste admitirlo. Como tú, voy guardando en mis entrañas las tristezas más hondas. Las dejo ahí, húmedas, sin ponerlas a secar. Y no me importa recubrirlas con otras nuevas, hasta lograr tantas capas que se pierda el sentido. Lacan dijo que los traumas son como una cebolla. No hay que confiar en la superficie. Si te pones a excavar, encontrarás algo asqueroso.

Más que cebolla, creo que el hombre es como una bolsa que guarda bolsas. Eterno, sin reincorporarse a la tierra. Sin lograr pudrirse. El cuerpo ya es otro estado de la materia. Duele como la carne, pero parece plástico. ¿Qué monstruo amenaza desde el fondo y no nos permite escarbar?

 


Fragmento del libro de ensayos Tomografía de lo ínfimo, ganador del Premio Internacional Sor Juana Inés de la Cruz 2017.