Antes de dormir y antes de cada comida, la abuela nos pedía hacer una sola oración:

—Dios es todas las vidas. Dios es todas las muertes. Dios también es todas las cosas y todos los nombres. Amén.

Al terminar el almuerzo, mi hermana y yo debíamos pedir permiso a la abuela para poder levantarnos de la mesa. Antes, claro, debíamos repetir la plegaria. La abuela, complacida, asentía con la cabeza, aunque muchas veces también parecía enojada o triste y no nos respondía. Ni siquiera nos miraba. Se levantaba de la mesa y, sin decir más, salía de casa. Al cerrar la puerta, nosotros corríamos hacia la ventana para observar a la abuela y escuchar el ruido de sus tacones perdiéndose a lo lejos. Entonces éramos libres. Corríamos por los cuartos o brincábamos sobre las camas, pero sabíamos que, antes de que la abuela regresara, nosotros debíamos volver a nuestros lugares en la mesa. No importaba si su salida duraba minutos u horas; a su llegada, nosotros debíamos seguir frente a nuestros platos.

—¿Ya dijeron la oración? —preguntaba al entrar al comedor.

—Ya, abuela —respondíamos a coro.

—Díganla otra vez.

Y la repetíamos. Así había sido cada día desde la muerte de mis padres. Cuando la abuela nos dejaba retirarnos de la mesa, nos metíamos al cuarto que había desocupado justo antes de nuestra mudanza y no salíamos de allí hasta la siguiente comida. Cuando era la hora de acostarse, la abuela se paraba bajo el dintel de la puerta de la habitación y nos miraba acomodarnos en las camas.

—La oración. No olviden la oración.

“Dios es todas las vidas. Dios es todas las muertes. Dios también es todas las cosas y todos los nombres. Amén”, rezábamos al unísono y la abuela no volvía a decirnos nada. Apagaba la luz y, antes de cerrar la puerta tras de sí, se quedaba mirándonos, aunque yo sentía que, en realidad, no nos veía. Creía que miraba a otra parte, a otro punto.

Mi hermana y yo nos quedábamos largo rato despiertos, sin hacer el mínimo ruido, respirando lo más bajo posible. Sobra decir que le teníamos miedo a nuestro nuevo cuarto, a nuestra nueva casa. Y le teníamos mucho miedo también a la abuela, pero más que a cualquier cosa, le temíamos al dios que era luz cegante y sombra larga. Al dios que podía nombrarlo y borrarlo todo al mismo tiempo. Al dios que era vida, pero sobre todo, muerte.