Aquel año, César Espina cumplió treinta de muerto. Su hijo contaba treinta y cinco el día que volvió al pueblo pensando que ya era tarde. Durmió mal en el camión: se despertó varias veces sintiendo el frío en los huesos y cada vez que palpó la bolsa del saco el dinero seguía ahí. La madrugada le dolía en el cuello y sobre los hombros, entumidos por el frío y la rigidez del viaje. En la duermevela, recordaba lo que le habían contado, que en el valle caían heladas de noche y que el sol partía las piedras de día. Sin poder estirar las piernas, sintió el cambio en el aire, que olió de pronto a sequedad y a humo. Apartó la cortina y miró por la ventana: ya estaban cerca. Vio la planicie terminar allá, lejos, en la cordillera donde el sol ponía naranja el filo de los cerros, fulgiendo a tramos como un engaño de agua sobre la sal y la tierra. Todavía brillaban las luces de las casas. En la terminal, estiró las piernas y se apretó la nuca con la mano. No quiso desayuno: apenas llegó, emprendió el camino. Vio resucitar tiendas raquíticas, pasó por fuentes llenas de basura, árboles con las ramas desnudas y pedazos de corteza muerta. Sintió un olor a hierba chamuscada traído por un viento rastrero. Recorrió las avenidas sin acercarse al centro del pueblo. Se asomó a las fondas, a las mercerías, a los talleres, oteó algún patio escondido en las vecindades. No recordaba los nombres de las calles: Huatambo ya sólo se parecía a lo que le habían dicho. Se perdió dos veces antes de resignarse a preguntar. Había poca gente en las calles. Vio a un hombre limpiando engranes con gasolina. Cuando le habló, apenas volteó a verlo. “El panteón municipal está al otro lado del pueblo”, dijo. Luego siguió lavando las piezas. Volvió a las mismas banquetas, siguió los mismos pasos en sentido contrario, cubriéndose los ojos, primero con la mano, después poniéndose el saco en la cabeza. El sol subía en el cielo despejado. Le chorreaba el sudor por las sienes. Apuró el paso.

En el panteón, todo parecía a flor de tierra: dos caminos de piedra cruzados y, entre ellos, montones de escombro, cruces de cemento desnudo y madera, hierbas amarillas ahogadas en el polvo. Lápidas sin orden, una tras otra, inclinadas sobre la tierra partida. Los ojos no se daban abasto, como si en el pueblo fueran más los muertos que los vivos. Allá donde viera, encontraba muros agrietados, esqueletos de rejas entre los matojos. Se fue al fondo del cementerio, donde le habían indicado, y caminó entre las tumbas, cuidando de no pisar los restos de cruces. Se imaginó desde lejos, como si fuera otro y no él; se vio caminar como en zancos, la cabeza cubierta en el aire ondulante. Después de un rato, confirmó lo que le habían dicho: el cuerpo de César Espina sólo conoció la fosa común y allí terminó todo. Su hijo no estuvo en el velorio: se lo llevaron de inmediato. En el camino, los tíos dijeron que iban a perder la casa. Pronto, la partida de la familia, la desbandada, cada uno hacia lugares distintos. La vida donde los parientes, siempre ajenos, la ciudad lejos, el hambre y los caminos cada tanto tiempo y, en la memoria, la sangre haciéndose barro, el cuerpo estremecido entre el polvo, Espina agonizante, degollado en tiempos en que Huatambo era apenas un caserío, una mancha de piedra basta en el desierto.

El viento le llevó el olor de los pastizales humeantes. Los rayos del sol caían como navajas. Ni ruido ni rumor de coches, ni voces a lo lejos. El brillo de la luz en la tierra pálida lastimaba los ojos. Metió la mano en la bolsa del pantalón y sacó la foto, la única que tenía: en el borde se leía la fecha, mil novecientos cincuenta y seis; arriba, un hombre de no más de cuarenta, flaco, de fríos ojos claros. Parado en el cruce de piedra, cubierto con el saco, soltó un jadeo. No separó la vista de la foto. Apretó los dientes, volvió a soltar el aire. Se tragó las lágrimas. Sintió el sobre con el dinero en la bolsa. Luego, volvió por el empedrado. Sentado frente al funcionario, pidió la parcela y la caja de pino. Firmó con el nombre de su padre, pagó el total y dio instrucciones para el día siguiente.

Quiso salir de nuevo a buscar la cerrada, pero el pueblo era ya una hoguera. Ardía el pavimento. En las calles de tierra, las grietas se hacían más profundas. Esperó una hora bajo un kiosco abandonado, entre restos de periódico ya rígido y pedazos de vidrio polvorientos. Intentó seguir su camino, pero era imposible, cada paso era como pisar sobre clavos. Le palpitaban los pies. Se aflojó las correas de los zapatos y se desabotonó desde el cuello hasta la mitad del pecho. Miró la basura rodar por el piso, los gavilanes dando vueltas encima del monte; todo lo demás, quieto. Perseguido por la curva del sol, escapó de la calle para refugiarse en la tienda donde tomó un refresco rodeado por el rumor de una televisión, imágenes de santos y olor a incienso. Sin ventanas, el fondo de la tienda estaba en penumbras, medio alumbrado por la luz de un foco desnutrido. Desde ahí, la blancura de la entrada hería más los ojos. La mujer del mostrador veía una película en blanco y negro, una película de policías buenos; ni siquiera se molestó en voltear a verlo. Dejó pasar la hora. Miró el reloj: tenía tiempo todavía. Puso la botella en el mostrador y pagó. Se detuvo en el quicio de la puerta: el sol comenzó a enfilar hacia la cordillera. Hizo cuentas para el regreso. Le habían dicho que el pueblo estaba desierto hasta las cinco de la tarde, que antes de esa hora cualquier cosa que respirara se guardaba bajo tierra o bajo techo. Salió de la tienda apurando el paso. Ni siquiera se escuchaba el ladrido de los perros. El cielo seguía claro. Respiraba aprisa, con la nariz resintiendo el aire denso. Caminaba con paso constante hacia el otro lado del pueblo, buscando las pocas sombras que el sol no engullía. La hora era una tregua ante la helada que venía. Cada paso lo acercaba al entierro, pero para cuando el cuerpo llegara al fondo de la fosa, ya estaría lejos. El rumbo todavía se parecía al de aquel tiempo, como para asegurarse de que no se perdiera esta vez. La calle debía estar ahí, se lo habían dicho: el cementerio en un extremo del pueblo, la cerrada casi en el otro. Después de ese día, no volvería a pisar Huatambo. Al llegar, el sol ya estaba cerca del horizonte. Frente a él estaba la calle. Levantó los ojos y leyó la dirección en el letrero: era la cerrada correcta. Buscó entre los quicios de las vecindades y eligió el más oculto. Ahí era más profunda la sombra, se lo habían dicho. Dejó pasar el tiempo. Aunque la temperatura bajó, todavía sudaba. Se oían cerca las primeras voces, atreviéndose a salir después del ardor de la tarde. Desde el portal, vio pasar a la gente: a lo lejos sonaban las campanas del templo. Esperó paciente a que todo ocurriera. Las mujeres iban cubiertas con los rebozos, en las manos estrujaban los rosarios y tras sus pasos quedaba el silencio. Desde media calle, los vio venir: el hombre llevaba las manos en las bolsas. Detrás de él jugaba un niño. Bajo las luces finales, vio por última vez la fotografía. Levantó la mirada y se fijó en el rostro: el mismo hombre flaco, la misma edad, los mismos ojos claros. Salió del portal, pensó en el pasaje de regreso y caminó con el nombre del padre entre los dientes. Lo miró cuando volteaba la cabeza y tendía la mano al niño, que corría para alcanzarlo. Dudó, pero se recompuso, juntó las cejas y endureció los ojos: nadie dudó a la hora de matar a Espina. Lo vio tomar la mano del niño y volver la mirada. Se adelantó, lo encontró de frente: halló en los ojos claros el espanto. Sacó la mano de la bolsa, apretó la empuñadura y acarició con el dedo el filo. “Yo soy César Espina”, le dijo al hombre, apretando los dientes. Sonaron de nuevo las campanas del templo. La noche abrazó a Huatambo.