Abres los ojos. No te crees viva, pero sí despierta, porque eso lo has entendido muy bien. Sabes que hay mucha muerte en vida y mucho más dolor que gozo. Tus ojos chocan con el techo gris, un gris carajo, un gris mierda que, sin embargo, es mejor que el sueño que dejaste atrás. Porque esos ojos pequeños, marrones, recién abiertos, los tuyos, prefieren ver la tenue luminosidad blanquecina y la siniestra sombra proyectada en el techo que ver las mismas imágenes borrosas:

las de la duela de baile…

las de las barras…

las de los enormes espejos…

las que te despiertan con un sudor que no es tuyo, sino de la Ana que sí se quedó bailando, la Ana que no cayó por las escaleras la noche anterior a la gran presentación, la Ana que no se quedó clavada al piso por las muletas.

Por eso los ojos te agradecen que la cobija del párpado se haya desvanecido. Prefieren estrellarse contra el gris liso del techo que contra la imagen del espejo que te escupe un reflejo que jamás volverá a poseer la cadencia del baile; la de las piernas que no brillarán por los proyectores del teatro, sino por las malditas franjas que se cuelan a través de las persianas del departamento y te señalan las cicatrices de la operación: una grieta que baja por el muslo hasta la rodilla, la carnosidad latente sobre el fémur, un hueco que te recuerda lo no vivido.

Cuando el sobre amarillo se deslice bajo la puerta y te muestre la muerte de la abuela, la herencia de la casa en Coyomeapan y la oportunidad de caminar sobre otra vida, agradecerás tener que apagar las luces, empacar todo en una sola maleta y cerrar la puerta dejando atrás toda esa vida que no se vive, se muere.

No recordabas la sierra. No la recordabas, pero su aroma te resulta familiar, como si saliera de ti; como si la tierra y los árboles fueran tu piel y tus vellos; como si el río que vislumbraste cuando venías en el autobús corriera por tu boca; como si la neblina saliera de tus propios ojos y el frío fuera tu aliento.

Además, aquí te sientes cómoda. Aquí no eres diferente. En Nueva York, en cambio, los ojos te escudriñaban cada milímetro de la piel morena; sentías sus miradas inquisidoras, repulsivas. Sí, las conocías bien porque eran las mismas con las que tu tía Marilyn te veía todos los días. Aún te tocan, aún escuchas el eco interminable que te grita “¡india!”, “¡negra!”.

Con todo, quisiste a la tía Marilyn. La quisiste y la obedeciste. Pero ahora entiendes que la única vez que la contradijiste, el día que dijiste que querías ser bailarina, sirvió para que te corriera, para que el gruñido de las avenidas y la ceguera de neón de la ciudad borrara para siempre a la tía Marilyn.

Ahora estás aquí, en Coyomeapan, en la sierra. Y eres una más. Bien podrías ser la hija del campesino que alcanzas a ver desde la ventana del despacho o la prima del único abogado del pueblo, el que te cuenta lo buena que fue tu abuela y lo peculiar de su testamento.

Firmas y sales a buscar la casa que la abuela te dejó. En el camino, encuentras otras casas apenas vestidas con puertas, te sorprendes ante las paupérrimas ropas de los que ahora son tus vecinos. Sí, tus vecinos. Tus vecinos y tus amigos. Porque has llegado para quedarte. Porque aquí eres la nieta de la gran herbolaria estadounidense Helena White. Porque aquí la gente sí te quiere. Porque aquí nadie conoce tu otra vida, ni las cicatrices de las piernas que arden y vibran cada vez que se te ocurre acordarte de ellas.

Encuentras, en la parte más alta de una ladera, la famosa casa de tu difunta abuela. Mientras te adentras en ella, tratas de acordarte de Helena. No lo consigues. Fallas al intentar recordar su rostro o el día en que la tía Marilyn decidió ir por ti y llevarte a Nueva York. No entiendes por qué la abuela jamás te llamó. Sigues intentando recordar mientras caminas por los cuartos polvosos, por la sala apenas levantada en cuatro muros de adobe, por el que parece ser el estudio de tu abuela, de Helena. Decides sentarte en su silla, estudiar su escritorio, abrir los cajones. Desistes ante unas hojas carcomidas por el tiempo. Decides, entonces, empezar a leer el testamento y coincides con el abogado en calificar de “peculiar” lo que la abuela escribió en él. Lees, de su puño y letra, la oración que le otorga esa peculiaridad, la que dice:

“Todos mis bienes son heredados a la VERDADERA Ana White”

La verdadera Ana White. Lo repites: la verdadera Ana White.

Encuentras el diario, con el enorme “Helena White” escrito con letras doradas en la portada, durante tu tercera noche en esa casa que ahora es tuya. Es azul marino. Lo abres y el olor de sus hojas amarillentas, algunas ilegibles, te regresa a una época antiquísima. Encuentras una foto de tu abuela. Ahora la recuerdas. Ahora recuerdas todo y, mientras das vuelta a la página, el diario te dará recuerdos que ni siquiera son tuyos.

Dice que tú no eres tú, que tu madre no es tu madre, que tu abuela no es tu abuela, que ni siquiera tienes nombre. Dice que Helena sabía que Marilyn trataría mal a su nieta y que, aprovechando que la tía no la conocía, te compró. Dice que mejor una niña que vale un par de gallinas, que su nieta; que no, que a su nieta nadie se la va a llevar. Dice que, a fin de cuentas, Ana, la nieta, huyó al df y la abandonó. Dice que ella, Helena, morirá sola.

 

Y en la última página escrita, dice que ha pensado en la niña que envió en lugar de su nieta. La otra Ana, la falsa, la que ni siquiera protestó cuando fue entregada a la tía Marilyn. Dice que duda que vivas.

No. La abuela se equivocó. Porque sí, Helena fue tu abuela. Ante los ojos del mundo, naciste en Coyomeapan, tu madre murió durante el parto y la abuela te crio durante trece años. Después, la tía Marilyn, un alma caritativa, te ofreció una mejor vida en Nueva York y la abuela aceptó incondicionalmente. Fuiste bailarina, debutaste en Broadway y estabas a punto de alcanzar el éxtasis de tu carrera cuando te enteraste de la muerte de tu abuela, y abandonaste tu sueño en pos del de ella: que regresaras a la casa de Coyomeapan y vivieras ahí para siempre.

Porque tú te llamas Ana White. Tú te llamas Ana White. Tú eres la VERDADERA Ana White. No existe otra nieta. Nadie regresará del df a quitarte la abuela, la tía, la madre, la casa, el nombre… la nueva vida que la sierra tiene para ti.

Porque este libro es una mentira. Este libro está maldito. Este libro no fue escrito por tu abuela. Este libro, mejor, no existe. No existe. Está ardiendo en el fuego. Se acumula en un ominoso montón de cenizas. Se arroja sobre uno de los muchos precipicios que la sierra ofrece; se eleva y forma parte de esa neblina permanente de las montañas, las mismas montañas que desde muy lejos repiten, en susurros, que tú eres Ana White…

Tú eres Ana White…

Tú eres Ana White…

Tú eres Ana White…