¿Por qué lo vi?
¿Por qué mis ojos hicieron de mí un culpable?
¿Por qué descubrió una falta la imprudencia mía?
Ovidio

 

Expulsado, con la marca en el cuerpo y ahora
fugitivo soy de la tierra de mis progenitores;
el Edén, no por ultimar a mi hermano el pastor,
sino por lo que revelé.
Primer libro de Caín III: XV

 

Noviembre, 1947. En las grutas de Qumrán,
fueron encontrados, por un pastor beduino,
los rollos del Mar Muerto;
los manuscritos bíblicos existentes más antiguos.
BBC Mundo

 

Dios mío, ¿por qué rechazas mis sacrificios y favoreces los de Abel? Es quizá indigno el producto sembrado con el sudor de mi frente. Aceptas jubiloso la ofrenda del cordero, pues el humo emana blanco y recto, pero mis espigas de trigo las rechazas, por lo tanto, el humo es gris y se alza ondulante. ¿Acaso nada sucedió y tengo que inventar recuerdos, dejar entre cenizas lo que ya vi y, al parecer, tú ignoras? Caín así musitó entre sollozos.

 

—Abel, ven rápido, la tormenta invernal se acerca. Trae mi azadón y vayamos al campo a segar la mies.

Abel obedeció y pronto tomamos rumbo por la vereda, hasta llegar a los trigales. Durante el recorrido, Abel bromeó, pero al notarme perturbado prefirió mantenerse en silencio.

—Yo he visto, y quien ha contemplado aquello cesa de pensar y de sentir —musité.

 

Con ahínco, trabajamos durante la mañana y, ya próximos a concluir la faena, decidí ir al huerto para desenterrar los tubérculos que ofrecería a Dios. Cuando pretendía meter los frutos dentro de la cista, una serpiente salió del interior. Seducido por el cascabeleo de su cola, seguí al ofidio a través de un angosto sendero, en cuyas profundidades se apreciaba una loma donde había un árbol sin hojas. Me animé a subir y, una vez en la copa, vi impresionado cómo, al amparo de las ramas secas de la encina, el cadáver de un burro era devorado por los buitres. Cuando viré para mirar de nuevo la víbora, observé cómo una columna se levantaba, incólume, por los aires, confundiéndose con las nubes. Sentí envidia. Arrojé rocas hacia los despojos del animal para espantar la rapiña y, una vez libre de ella, tomé la quijada. Regresé sigiloso a donde se había levantado la pira y, mientras mi hermano oraba, me planté tras de él y le propiné un único golpe capaz de cubrir el entorno de flores rojas.

 

Caín lloró la muerte de su hermano al verlo con el cráneo deshecho, y se desconsoló aún más al no poder evitar el festín de las aves que había espantado. Alzó la quijada a modo de triunfo y se santiguó en el nombre de Dios.

 

Regresé a casa sin nada, enarbolando únicamente el arma homicida. Miré a mi madre, arrojé frente a ella la quijada manchada de sangre y le dije que su falta había sido eliminada.

Mi madre, altiva, respondió:

—Ve a contar que me has visto concupiscente, si es que puedes hacerlo. Yo consiento, mas nadie te creerá.

Después, al notar la ausencia de Abel, se arrojó al suelo y rogó que mis palabras fuesen aparentes.

—Sólo te faltaba, adúltera, que fueras fecunda y, con tu parto, se produjera el ultraje de mi padre y la vergüenza de esta casa —repliqué con amargura.

Mi padre salió al encuentro ante el alboroto y, antes de cualquier cosa, lo encaré.

—Padre, poseo algo urgente que confesar. ¿Recuerdas a aquel advenedizo que vivió entre nosotros? Pues él es el progenitor de Abel, a quien ya he dado muerte.

—Calla tu boca viperina si no quieres ser reprendido.

—¿Por qué he de silenciar la verdad que me sofoca como planta trepadora, si es cierto lo dicho?

Salí con mi azadón y, al primer intento para remover la tierra, se reventó el mango. Regresé a casa para reparar mi instrumento de labranza y escuché jadeos procedentes de una habitación. Intrigado, caminé con sutileza en esa dirección hasta observar a mi madre, como siempre, cubierta de lana blanca, con un amplio corte en la espalda que dejaba ver sus hombros encantadores, postrada en cuatro patas ayuntándose con el forastero.

 

El padre, en cólera, confrontó a la madre, pero ésta negó la acusación, y él, cegado por el gran amor que sentía por ella y su hijo muerto, brindó todo el crédito a su mujer. A Caín, por sus actos, lo aborreció.

 

—Caín, con vileza has mancillado el honor de esta casa y tú mismo te condenas a morir. La sangre derramada de Abel reclama venganza.

—Padre, ¿crees como un insensato lo que profiere tu mujer y te vanaglorias, igual que Dios, de un hijo ilegítimo? ¿Qué es de ti, ignorante de la ley? La mujer, como el hombre en adulterio, deberá fenecer sin remisión y, por ende, el producto.

 

El padre, con suma aflicción, escupió el suelo que pisaba su hijo, dio media vuelta y, con el rostro compungido, miró al piso y caminó tambaleándose hasta desaparecer en el horizonte.

 

Se me condujo al encierro y, desde la ventanilla, pude observar cómo los niños preparaban montículos con piedras de filosos bordes. “Qué poca consideración ha tenido mi valor. He acarreado la cólera de mi gente. Hubiera preferido ignorar el adulterio para que mi hermano viviera”. Mientras reflexionaba, mi madre se presentó en la celda.

—Madre, para obtener más dolor, yo, tan franco, tan altivo, hube callado, y ahora me avergüenza que este ultraje haya podido proferirse sin poder ser desmentido. Pero tú, si es irrefutable que tengo un destino divino, dame una prueba de mi gran linaje y afirma el derecho de hacer lo que hice.

Dicho esto, eché los brazos al cuello de mi madre y le supliqué por mi cabeza.

 

La madre, conmocionada por los ruegos del hijo, pidió desconocer la Ley de Sangre y permitir a Caín vagar por la tierra. Nadie prestó atención.

 

La noche se impuso al crepúsculo y la plaza se encendió con una enorme farola. Al día siguiente, desperté sobresaltado. Docenas de tamboriles resonaron, así como las flautas. La mirra y el azafrán se prendieron; inhalé su perfume y me llené de ánimo. Los danzantes pararon sus movimientos, se despojaron de sus mantas y la gente se arremolinó alrededor de los montículos de piedras. Había llegado el momento.

Con rapidez, se excavó lo suficiente para meterme dentro de un hueco hasta la cintura y, una vez tapado el hoyo, inició la lluvia de piedras. Cuando estaba a punto de ser ultimado, mi madre se interpuso entre los victimarios y, aún sufriendo el suplicio, demandó perdón. Quedé inmóvil, con el rostro impasible, semejante a una estatua tallada en la tierra del éxodo.

 

El consejo de ancianos determinó el destierro para Caín. Pena grave, aunque harto más suave en sus efectos que la compañía de gladiadores.

 

Fui juzgado con benignidad y condenado a errar por el desierto. Antes de partir, con la presión a cuestas, asentí mecánicamente, como despidiéndome del espacio, testigo de mis pensamientos.

Mi madre se acercó a mi rostro y me besó la mejilla:

—Anda, hijo mío, ve y sé el germen de un pueblo futuro. Yo te perdono.

Tras escuchar sus palabras de aliento, salí presuroso y alcancé con la mente la comarca de Nod. Atravesé el Edén y caminé impaciente hacia el lugar donde fundaría una nación. Durante ese día aciago, una hoguera lejana se alzó en el corazón del desierto. Mientras andaba en esa dirección, me repetí sin cesar: “Fui expulsado, sin luna como guía, ni siquiera luciérnagas que den luz a mi vista, en tinieblas. Pero yo sé que algún día regresaré, absuelto, a mi hogar, de donde mana leche y miel”.

 

Una vez que Caín abandonó su casa, un viento recio y abrasador se sintió en el Edén. Dios, aún molesto con él, tocó el cuerpo de Caín con lluvia y quedó la piel etíope como advertencia del castigo divino. Y así caminó Caín, errante, sin avergonzarse de la marca divina.