Aquellos días, Burlington, Vermont, leyendo los diarios
de Jules Renard, no para
de llover, la butaca al pie
de la ventana, empieza a
hacer frío (todo esto antes
del recalentamiento de la
tierra) refulgentes aguas
lago Champlain. Deambulo
(¿salí?): ¿en el libro,
deambulo? Quiero releer
a Thoreau en Maine. Días
leyendo los diarios de Gide,
dos volúmenes, Justin
O’Brien, un banco de
madera verde a la
entrada de una cabaña,
septiembre, Hampton
Bays, todo a mitad de
precio: pescar de
mañana, siesta
después del almuerzo,
pejerreyes, caballas,
las gaviotas apestosas
(chillonas) creía aún
ser posible rescatar
aquel deastrado
matrimonio, no me
aclaraba, caminaba
para atrás como el
cangrejo: lluvia. Leo
encerrado en un cuarto,
ventana entornada,
huele a pinares, paros
carboneros, quedan aún
hortensias, dondiegos,
soltaba el libro de
repente escribía un
poema, no quería
volver a la ciudad.
A ras de agua la gaviota, se abalanza no tiene hambre,
se trata de un aparato
milenario impulsándola
a sumergirse, reaparecer
con un pez coleando en
el pico, no tiene hambre:
las juncias a la orilla, a
pocos metros un islote
con espadañas, qué pez
cogió, por qué no lo
suelta, no lo necesita,
está saciada, se posa
en la playa, veo flotar
una hortensia blanca
rumbo a la desembocadura
del río, en la bahía está el
prieto cogiendo siluros
que utiliza como abono
de su jardín. Tampoco
tiene hambre. En Japón
es la época del crisantemo,
en todo el Lejano Oriente
vuelven a soñar con el
elixir de la inmortalidad.
Soy joven, treinta,
veintinueve años, una
hija de cinco años, así
que pasen cinco años,
llegue a nueve una
niña de nuef años, el
Cid se deja convencer,
la niña tiene razón qué
ganaría: y estuve viendo
pasar pájaros todo el día
rumbo sur, se acerca la
primera nevada, ser
todos escandinavos,
vivir en Noruega, irme,
irme siempre: no salgo
apenas, no lo siento ni
lo resiento, ochenta
años, este año murió
Donald Keene en
febrero, dos asideros.
Hablar
a
la
hora
de
almuerzo
con
Guadalupe,
ver
con
Li
Po
el
río
(Kiang)
Yang
Tse.
Roza la madre del pan del vinagre a la boca a los
labios, oye caer las bayas
y las agallas de los árboles
capaces de desprendimiento,
imagina a lo lejos lo demás:
harinero entra al bosque
siéntate con el leñador,
compartid, pan y broza,
cerrad filas contra la
destrucción.
Yo por mi lado lo escribo, lo encarpeto, y que se cubra
de polvo, moho cuanto
hago: ciclo cerrado,
función cumplida. Y
dos, una casa de
piedra, carpintería,
mi mujer y yo, los
insectos en verano,
flor de almendro
donde termina el
invierno, en otoño
crisantemos, qué
pájaro nos acompaña
en pleno invierno
(gorriones cornejas
azuladas las gaviotas
repartiendo con el
cuervo la branquia y
la ventrecha) (sacadas
por el ano) del pez
boca abajo, y encima
la escritura, la última
nevada del año, el
deshielo.
Tiro del hilo, extraigo un poco de práctica y reconocimiento,
me modulo, decisivo,
actuar y luego al paso
rectificar cuanto
permitan oraciones
y ocio, un lugar, una
casa, quehaceres,
sistemáticos y al
mismo tiempo a la
bartola: ambos, uno
de vez en cuando y
cero a fin de cuentas.
Luenga
es
la
carne,
con
cada
reencarnación
variar
los
cuerpos
(majagua,
cangrejo
de
mar,
rojo
Aldebarán,
un
año
luz
indistinto
majá
tirar
mucho
majá):
menos
y
menos
renacer
(qué
pesadez)
del
huevo
y
del
bollo
de
pan
reflejos,
pavesas,
el
renacuajo
y
el
microorganismo,
no
hay
transmigración
(otro
bulo):
ocurre
de
la
flor
el
fruto
y
(qué
alivio)
no
intervengo.
Irradia, el equinodermo a la espera, así lo parece, quién
sabe, sabe qué, el
molusco se acerca
a un borde, ¿confía?
Por supuesto que
no es cosa de
conocimiento con
el molusco, yo de
muchacho pasaba
horas mirando las
babosas, el bicho
a su concha, horas
siguiendo las hormigas
en su camino, todo un
destino (imaginaba)
atónito: eso me
imaginaba era existencia,
y no el fuego de mi mano.
Las formas me parecían
reales, yo menos, o real
un cono, un triángulo
isósceles. Las horas
se me iban imaginando
la cabeza (mango filipino)
de un indio caribe, los
círculos concéntricos,
anillos de los árboles,
me adentraba: afuera
no se me perdió nada,
adentro estaba el único
estado posible como
camino si no de
perfección por lo
menos interesante.
Los jardines. Alzar una
hoja medio podrida en
un bosque, bosque
adentro, y guardar
un rato en el cuenco
cerrado de la mano
un escarabajo: un
molusco, el hongo
recién extraído de la
negra tierra todavía
palpita. Y en todo esto
sólo ahora, perdido, lo
comprendo, no había
historia que contar.
Fervor de moluscos, imaginad. Fervorosa dedicación a
los reinos microorgánicos,
insectos al acabose, sus
dominios, reinos inmediatos
(indefinidos) sólo reales
como enjambres, ah de
los enjambres el horror.
Las larvas. El interior
mojama y redaño de
los panales, me veo
de muchacho imaginarme
botánico adentrándome en
la flor, su desmenuzamiento,
pronto a alcanzar la condición
del pistilo, del estambre,
andrógino espíritu el mío,
sépalos: cuánto color,
aroma, qué poco ser la
babosa (ocupa todo mi
espacio) llegar a ser
himenóptero, el bicho
bajo la hoja pudriéndose
bajo la lluvia (¿escampará?):
el bicho se sostiene, se
reproduce, fornica, obedece,
orden de multiplicación. Ése
iba a ser mi matrimonio
con vivípara, omnívoro
microoganismo yo, de larva
por modificación insecto tras
metamorfosearme en pocos
días: el insecto ubicuo que
Dios olvidadizo dejó de
administrar. El que socava,
el indistinto, aquél que
contiene en sí mismo, y
como quien no lo quiere
la sucesión. Qué tiempos.
No hubiera tenido que
leer, ocuparme, cuentas
que hacer, sacar a relucir
mis furias, y desdeñar,
demostrar (¿de andrógino
menstruar?) tener (ser)
mirar echado de bruces
un manantial cuesta abajo
empapando la tierra negra
del lugar natal de mis
antepasados, mundo
ulterior, caducó, sin
ulterioridad. El
insecto
muere
de
una
pieza,
de
lado,
y
todavía
le
sobrara
cuerpo.
Está terminado, ¿no lo veis?