Mario Galeana, No hay que hablar del silencio.
México, Fondo Editorial Opción / La máquina roja ediciones, 2018.

En un ensayo de Otras inquisiciones (1952), Borges dice haber dado con la causa de nuestro desasosiego, al toparnos con que don Quijote lee el Quijote y los hijos de Rama estudian el Ramayana: “Tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios”. El problema es viejo y no se ha resuelto: distinguir entre realidad y ficción, id est, saber qué es lo real.

Hoy nadie sabe qué es la realidad, ni siquiera los físicos. Y ellos —practicantes de una ciencia basada en el rigor matemático y la evidencia empírica, frente al mundo claustrofóbico de los que escribimos, donde los debates caen en circuitos con la forma del infinito— eran nuestra última esperanza. Por ejemplo, sin importar qué interpretación de la mecánica cuántica elijamos, si disparamos un fotón a un divisor de haz (para dividir el rayo de luz en dos), veremos que, por momentos, atraviesa el espejo, mientras que en otros rebota. No hay manera de predecir lo que sucederá. Algunos físicos piensan que el fenómeno es aleatorio; otros, que hay una razón esperando ser develada.

Los problemas de este tipo siempre han existido en la física y en la literatura. Cuando le preguntaron a Newton cómo funciona la gravedad, contestó tajante: “No plantearé ninguna hipótesis”. En el arte, la pregunta siempre acosa al creador: ¿Debe el autor reflejar la realidad, plasmar el lenguaje de su tiempo como una fotografía? ¿O es su tarea agrandar la mentira —como dice Wilde—, erigir su mundo, recrearlo y colgarle tanto como pueda? Replanteada la disyuntiva, se enfrentan quienes piensan que la vida es más interesante que la literatura (vida y realidad no son la misma cosa) y quienes —como Elena Garro— encuentran más ricas las tardes acompañadas de Ana White e Iván Ilich.

No hay que hablar del silencio juega con ambas posturas. Entre el secuestro y la joya literaria que hay que buscar en tierras hostiles de Jalisco porque se resiste a salir a la luz; entre pericazos, la violencia causada por el comercio de sustancias ilegales y quien, inexorablemente, acaba convirtiéndose en lo que tanto aborreció, sentado, miserable, fracasado, bebiendo. Incluso dentro de la misma historia, el Negro rememora melancólicamente el homicidio de su madre antes de volarse los sesos y el Rojo sigue llevando consigo la noche en que se escondió debajo de la cama para escuchar cómo mataban a su familia.

silencio

¿Escribir el mundo o hacer el suyo? Mario Galeana vive jaloneado por dos fuerzas que, si bien no se oponen, son distintas: por un lado, su trabajo como periodista, el contacto diario con sucesos abrumadores, cansados; el macheteo cotidiano de las letras, donde intenta cogerlas por el rabo, torcerles el gaznate, como decía Paz. Por eso en historias como “El norte y el sur” se tiene la sensación de que algo se liberó: tanto peso que pide no ser olvidado, aunque sea sólo a través de un personaje. Por otro lado, una fuerza extraña, menos descifrable: la que le vierte preocupaciones por lo que no fuimos, la que lo hace regocijarse con José Agustín, esa misma que lo sentó en el taller en el que presentó el primer cuento, la que lo llevó a algún edén por una cerveza y que lo tiene hoy aquí. La prosa de Mario vive esa tensión constante.

Hay dos formas de pensar la mecánica cuántica: como una teoría sobre la estructura real de las cosas o como una representación no del mundo que se nos enfrenta, sino de la interfaz que media entre el ser humano y su entorno. La primera nos lleva a concluir que las realidades paralelas son la realidad y que —como estoy seguro de que le gustaría a Mario— cada una de las infinitas posibilidades no acaecidas en este universo acontecieron en algún otro. La segunda nos remite a Kant, y no es menos inquietante: jamás llegamos a conocer el mundo como es, apenas atisbamos formas condicionadas por el espacio y el tiempo —las herramientas que nuestro cerebro tiene para procesarlo—. Es Gurdjieff hablando del recuerdo de sí. En la primera, hay un hombre que viola, soporta el macabro rito de iniciación de un grupo de machitos asesinos y vuelve a su casa para mandar a sus hijos a la escuela y desayunar con su esposa. En la segunda, vemos a Ana White en los cerros de Coyomeapan, recorriendo la casa de una abuela de la que no es nieta, recordando una vida que no le pertenece, pero que, sin embargo, es suya. Mario se pregunta qué clase de configuración de realidad permite tales atrocidades, pero también cómo procesamos lo que nos rodea para hacerlo nuestro.

Para el fenómeno del fotón disparado al espejo, hay una tercera hipótesis: la de los físicos que creen que el fotón hace siempre las dos cosas. Atraviesa el material y rebota al mismo tiempo, a pesar de nuestra incapacidad de verlo. La ambigüedad en el experimento sólo puede resolverse a través del observador, es decir, de nuestra percepción. Sin importar lo que en verdad pase, para nosotros, la única realidad es que vemos una sola cosa: el fotón atraviesa o no atraviesa. El efecto del observador en la física lo resume: hay sistemas que no pueden ser vistos sin ser alterados, es decir, el espectador participa en la construcción de la realidad. Sin embargo, que la ambigüedad se resuelva no implica que la conclusión deje de ser preocupante. Cuando nos posamos frente a cualquier fenómeno, no tenemos manera de saber si en verdad está ocurriendo lo que vemos, aunque tampoco si aquello es una buena representación de lo que pasa, pero que jamás veremos.

En la literatura, esto se traduce en un no saber si es real en sentido doble: si el libro que leemos es real, si no estamos viendo algo distinto a lo que escribió el autor —como la mayoría al leer “Casa tomada”—, si leemos lo que leemos y si lo que leemos refleja la realidad, si es verosímil. Qué difícil aventurarse a escribir cuentos sobre delincuentes en un país como el nuestro. Cuando en las noticias hablan de una mujer a la que le rajaron el estómago a las nueve de la mañana en la carnicería de su calle, la escena de un hombre apuntándole a una niña puede parecer poco conmovedora. Afortunadamente, Mario entiende muy bien “que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son”; que incluso cuando nos preocupemos porque no experimentamos La realidad, puesto que quizá somos ficciones menos relevantes que Rama y don Quijote, sí tenemos acceso a nuestra realidad, y hay mucho que ver en ella…