La primera vez que lo vi fue un viernes cubierto de polen y cenizas. Me dirigía al trabajo media hora antes —tenía que salir temprano para recoger los resultados del análisis de Marco—, por lo que estoy seguro de que no eran todavía las siete y cuarto cuando lo reconocí: soberano, sentado con su gigantesco cuerpo de fantoche sobre un banco de plaza. Era el mismo banco que los mendigos solían secuestrar por las noches para charlar de sus temas, borrachos, pudriéndose entre sus tetrabriks de vino y el olor a tabaco pobre.

Tenía los brazos abiertos sobre el respaldo como un cristo y llevaba una chaqueta de aviador de cuero negro, tan incongruente con su tamaño que apenas llegaba a cerrarle en el pecho, largo como un llano. Su mirada de camaleón, de ojos independientes, seguros y al mismo tiempo dubitativos, resplandecía debajo de la barba guerrillera y el pelo montés. Parecía disfrutar del sol, pero la expresión de su rostro decía otra cosa. Hoy recuerdo que mi primer impulso fue saludarlo, decirle lo mucho que me gustaban sus libros, quizá molestarlo y recibir a cambio un rechazo que me obligara a marcharme como un aficionado más. Por respeto, decidí velar su discreción, seguro de que era justamente lo que buscaba en aquellas horas de la mañana. Me oculté tras mis papeles, evité mirarlo a los ojos y pasé frente a él cual detective que acaba de desvelar su identidad entre tanto disfraz. Él pareció no darse cuenta. Luego di la vuelta a la manzana y, de lejos, como quien despide a un trasatlántico que da el último adiós a un pueblo costero, pude observarlo un rato más. Antes de irme se acomodó el bolso en la espalda y desapareció.

Claro que se trataba de algo extraordinario: que estuviese vivo. Pero todavía más fantástico era que estuviera viviendo frente a nuestras narices, demasiado metidas en la mierda como para oler la realidad. Aquel fue un día complicado en el trabajo. Hubo diversas tareas que resolver en el despacho y renació mi gastritis al indagar en mi episodio matutino. Luego, mientras cruzaba el aire denso y viscoso de una Madrid sofocada por la alergia y el polvo del Sahara, cuando me dirigía al pediatra de Marco, intenté recordar sus cuentos. Repasaba mentalmente los salones de la ya lejana biblioteca municipal de Porto Alegre en la que descubrí, por primera vez, “Casa tomada”, “Cartas de mamá”, “La salud de los enfermos” y tantos relatos más.

No podía dejar de preguntarme qué estaba haciendo allí, de qué vivía. ¿Había alguien que compartiese su secreto? Si el objetivo era pasar inadvertido, ¿por qué Madrid y no un pueblo cualquiera de Argentina o de su tan querida patria gala? ¿Mendigaba por un mesianismo tardío o por un desprendimiento religioso? Todas estas ideas pasaban por mi cabeza cuando esquivaba las puntiagudas palabras del pediatra, que también eran parte de un cuento maldito, de una arquitectura léxica pensada maquinalmente para herir y sangrar. Salí de la consulta y cogí el primer autobús a mi casa, pensando en cómo decírselo a Carolina, cómo no matarla con mis palabras. Pero en la puerta se desvanecieron mis planes, porque ya me esperaba su madre moribunda, rancia y pija como siempre. No logré más que besar los deditos nerviosos de Marco —el único realmente a salvo en la ingenua felicidad del fondo de su cuna— y entregar el resultado a mi mujer, que yacía pálida sobre el sofá. Luego dejé a las dos bañadas en lágrimas, hipnotizadas ante una hoja blanca en que una sucesión de palabras casi incomprensibles parecía traernos todas las respuestas del mundo. Más tarde, oculto entre los libros y las polillas del escritorio, una profunda pena por Carolina se me instaló en el pecho hasta convertirse en sueño.

A la mañana siguiente salí por la cocina, todavía temprano, evitando a mi mujer y a su madre, que desayunaban en el salón entre sollozos. Algo me incitaba a escapar, a dejar atrás el infierno en que mi casa se iba convirtiendo, o quizá fuese el mismo destino lo que me empujaba hacia la calle. Una vez más, el sol respaldaba el calor y la sequedad del aire denunciaba una posible extinción de los mares del mundo. Detrás de las gafas, mis ojos cansados de la noche no veían más que un horizonte borroso, tan amarillento que parecía recubierto de mercurio entre las calles alborotadas de gente. Sin propósito alguno, me puse a caminar por las calles, rompiendo la marcha frenética de quienes madrugaban en su labor consumista. Miraba las caras excitadas, las sonrisas compradas con tarjetas de crédito, las tranquilidades actuadas. Pensaba que también podría tener una felicidad inventada, un consuelo cualquiera que me permitiese respirar fuera de mi áspero esperpento personal. También yo necesitaba una falsa coartada para mi estómago frágil, una máscara de roble para mi corazón de plástico.

Cuando salía de tomarme un café en la esquina de Cardenal Cisneros, todavía inmerso en estas estupideces, lo sorprendí tumbado sobre unos trozos de cartón, cubierto con una manta de lana tosca y acompañado de un perro idiota y palpitante que le igualaba en mugre. Incapaz de creérmelo, me acerqué hasta identificar la chaqueta de aviador, la barba como un nido de gusanos que le devoraba la cara dormida, una bolsa plástica con restos de pollo y arroz y un olor a alcohol que servía de aviso para quienes se acercaban. Miré alrededor, ¡la gente cruzaba sin mirarlo! Exactamente la misma estúpida gente que se mete en las librerías a comprar sus novelas y cuentos o se arrodilla en Père Lachaise a dibujarle una rayuela. Por instinto me encorvé para ayudarlo, pero me sorprendió un puñetazo que casi me dio de lleno. Desentendido y traicionado, le dejé un par de monedas, como si fuera un mendigo. Saludé al perro que me observaba compasivo ante la plata que le caía del cielo —sólo hasta que confirmó no tratarse de comida— y me fui, consciente de mi fracaso.

Pasé todo el día dando vueltas por la calle, evitando volver a casa. Cuando llegué ya era tarde y Carolina dormía. No había señales de la vieja. Marco emitía murmullos de un sueño agitado y la casa parecía dormitar entre su recital sombrío. Lo contemplé durante un buen par de horas y lloré como un niño a su lado. Después escalé la estantería del escritorio hasta recoger uno a uno sus libros, primero los cuentos, luego las novelas, y salí de casa llevándolos dentro de una mochila.

Julio decía que al caminar por París avanzaba hacia sí mismo. Tal vez por eso me entretuve tantas horas en las calles de Chamberí, armado con los libros que no llegué a hojear, pues lo buscaba en un rincón oscuro y pestilente de Santa Engracia o entre los fantasmas nocturnos del templo de Debod. Quería preguntarle de la vida, del París del 68 y la Buenos Aires de Gardel. Quería saber qué había pasado entre Aurora y él, en qué embajada había dibujado laberintos imaginarios en documentos ajenos, cuándo se le había ocurrido lo de morir y, claro, qué diablos hacía vivo —como un auténtico piantao— por las calles de Madrid. Él me contestaría con la sonrisa amarilla del mendigo, pero con la mirada aguda del pensador, y empezaría a fumarse un Gauloises impasible entre dos dedos, se tocaría la frente en cada sentencia, me observaría una que otra vez desde la altura del pasillo de su cuello y me explicaría eso y lo otro y che y pibe.

Ya amanecía detrás de la iglesia de la glorieta del pintor Sorolla y ya había desistido de encontrarlo. Me eché en el piso, entre el muro de la parroquia y la mochila, de donde sobresalía el Libro de Manuel. Mientras lo leía intentaba localizar la oblicuidad en sus metáforas, el ansia exprimida debajo de una palabra, la confesión oculta en alguno de sus crípticos juegos verbales.

—Sentate un rato a descansar, si querés —dijo una voz que me llegaba afónica, plateada—. No se te vaya a resfriar en esta piedra helada.

Me di la vuelta con la urgencia de quien siente un espíritu asomándose por la espalda y lo miré por primera vez en los ojos de lince, avispados y tranquilos. Estaba en la misma posición del día anterior, con los brazos en cruz y la chaqueta apenas cerrada. Lo único distinto era el ojo morado y el movimiento de la cabeza. Cogí la mochila y me puse a su lado, sin decir palabra. Él aprovechó para meter el brazo dentro de una bolsa plástica y sacar una lata de Mahou visiblemente caliente, que abrió con los dedos mugrientos. Se bebió un trago, encendió un cigarrillo y me ofreció la cerveza. Yo le agradecí, hice ademán de hablar, pero callé. Quería decirle algo, pero mis ansias no se reducían a un par de palabras. Además, de pronto sentí un sueño desesperante que, junto con la luz del sol clavada como un cuchillo, me comprimía los ojos, y una gastritis que amenazaba con matarme de forma dolorosa y me recordaba la escasez de alimentos durante las últimas veinticuatro horas.

—¿Qué le pasó a tu ojo? —le dije casi sin aliento, haciendo un esfuerzo por levantar la cabeza.

Me contestó algo sobre la violencia en la calle —sin rastro de la vieja erre afrancesada—, de que uno ya no podía estar tranquilo donde le diera la gana. Y siguió hablando, hasta que lentamente dejé de entender sus palabras; ya apenas lo comprendía. Sólo pensaba en Marco, en Carolina. Entonces caí en su hombro apestado de calle, como si fuese el lugar más reconfortante del mundo. Ahí me quedé todas las horas que pude.

Desperté con las campanas agudas de la misa y con un par de creyentes que me echaban dinero encima. Él se había largado, como era de esperarse. Me puse de pie, librándome de las monedas, y comencé a caminar rápidamente. Entre las maldiciones de los disgustados viejecitos que recuperaban de la cloaca su mísera caridad, subí por Cardenal Cisneros y me dirigí a mi casa, con la esperanza de que todavía pudiese llegar a tiempo. Pero ya sentía la angustia que me consumía el pecho como una tos sucia, cubierta de un moho cancerígeno, y me apresuré aún más. Cuando llegué a casa y abrí la puerta del salón, una tímida luz escapaba de la ventana e iluminaba a Carolina, ahogada en una silla. Ya no se oía su llanto, sino un ruido agonizante, como el de una radio abandonada en un dial inexistente. Al otro lado de la habitación, Marco se parecía a Rocamadour, blancuzco y ausente. Se veía cómodo y abrazado por su manta azul clara. Su diminuto rostro, amargo y transparente, tenía la expresión de quien cargaba un sueño demasiado frío. Abracé a Carolina con fuerza, con la misma fuerza de la primera vez, y mi hedor a calle y a mierda le ayudó a revivir, a respirar. Lloramos un llanto lleno de rabia y rencor hasta el comienzo de la noche.

Pasó el entierro, el recuerdo, y cuando volvimos a nuestras vidas, dimos con que ya no estaba allí. Empecé a salir más veces, cada día por más tiempo. Después ya no volví más. Andaba con Julio —o Manuel, como le llamaban sus amigos de la calle—, siempre por los mismos sitios. A veces discutíamos sobre la inercia de los árboles, otras acerca del cruel determinismo de la vida de los insectos. Y, una madrugada, mientras nos adentrábamos en el iluminado Parque del Oeste, le dije que aquellas luces apagadas me recordaban al Observatoire parisino, inundado de sombras tan profundas como el alma. Julio se tragó el humo de lo que sería un Gauloises, estiró la mano y me ofreció la caja de vino en silencio, como si ya no se acordase de aquellos años en París o como si —¿por qué no decirlo?— nunca los hubiese vivido.