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Séneca retoma en su Epístolas (49, 2) una antigua sentencia trasmitida por Eurípides en Las fenicias (469): “el lenguaje de la verdad es sencillo”.1 En el plano moral la afirmación es convincente: es fácil decir la verdad; quien no es claro es porque no dice la verdad. En otro nivel, sin embargo, el lenguaje de la verdad no es nada sencillo, pues parte de una historia que, como casi todas las historias, nos lastra sin que nos demos cuenta. ¿Qué significa “verdad”?

La historia de la filosofía es la formulación de esta pregunta en torno al significado de “verdad”. Incluso sospecho que la historia de la filosofía pudiera ser el intento de comprender los términos que, alguna vez, tradujimos como “verdad”. Si así fuera, recordarlos nos mostraría un misterioso camino cuidadosamente camuflado.

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Según Corominas, la primera aparición de la palabra “verdad” en castellano es de, aproximadamente, el año 1140. Proviene del latín veritas, veritatis, que a su vez deriva de verus (“verdadero”). De verus también provendría la palabra vero, empleada en el castellano antiguo y de la que procede veras, que hoy utilizamos casi exclusivamente en la expresión “de veras”. De igual modo, de verus derivan diversas palabras compuestas, entre ellas: “verificar” (verus + poner, presentar), “verídico” (verus + decir), “verosímil” (verus + parecer), averiguar” (verus + “augurar”).

En latín verus servía para designar las palabras o cosas “firmes”, “que podían ser puestas a prueba o sometidas a juicio”.2 El vocablo está emparentado con otros que denotan rectitud, como “aseverar”, “perseverar”, “severo”, etcétera. Y por ello es tentador atribuirle a la raíz romana la connotación positivista con que hoy es pensado el concepto de verdad: las afirmaciones deben comprobarse, confirmarse, demostrarse. Estamos habituados a pensar en el lenguaje como un espejo de la realidad. En consecuencia, un enunciado es verdadero si “representa” lo acaecido.

Entre los antiguos, sin embargo, esa concepción no era el presupuesto básico, pues se creía que Dios había creado el mundo con la palabra, que las maldiciones podían matarte (e incluso condenarte más allá de la muerte) y que, en definitiva, el lenguaje no sólo reflejaba la realidad, sino que —y de ahí su enorme fuerza— la conformaba. Tener en cuenta tal idea nos ayuda a comprender algunas costumbres romanas “primitivas”: “durante el asedio de una ciudad, inmediatamente antes del ataque decisivo, el comandante ‘evocaba’, es decir, llamaba por sus nombres a las divinidades tutelares de los enemigos, para que abandonaran la ciudad y se trasladaran a Roma, donde recibirían un culto más adecuado”.3 Saber el nombre secreto del adversario podía servir para algo más que describirlo: ayudaba a descubrirlo, destruirlo o encapsularlo en una botella guarecida en la ciudad eterna.

De ello se infiere que, si bien para nosotros lo verdadero es, sobre todo, una categoría epistemológica, para los antiguos lo verdadero fue, sobre todo, una categoría ético-ontológica. Es decir, para nosotros las verdades se comprueban, están dadas; de lo que se trata es de constatar que su descripción es recta, que la aproximación es correcta y que la formulación lingüística corresponde con el inaccesible noúmeno. Para los antiguos, sin embargo, más bien parece que quien ha tenido contacto con la verdad es aquel que ha sido capaz de descender hasta las simas de lo nouménico, retornar con memoria del viaje y, entonces, cantarlo. Piénsese, por ejemplo, en lo que relata Parménides en su poema: el sabio emprende un viaje que lo lleva más allá de los trillados caminos recorridos por el hombre, traspasa las puertas del Día y la Noche y, entonces, la gran Diosa le revela la verdad. A su regreso canta su descubrimiento: no es un canto cualquiera, es el primer poema sobre la verdad en Occidente.

Por lo dicho, las verdades antiguas no se demuestran, se proclaman: “El modelo de la verdad no es aquí el de la adecuación entre las palabras y las cosas, sino aquel, performativo, en el que la palabra inevitablemente realiza su significado”, dice Agamben.4 Si en la actualidad el lenguaje con el que hablamos de la verdad pretende, fundamentalmente, demostrar, el lenguaje con el que se hablaba de la verdad en la antigüedad tenía el objetivo de “indicar”. Tal es la esencia de la más irrevocable verdad: “la profecía nunca da ‘explicaciones’ sobre lo que prevé; simplemente lo proclama”.5 De igual modo, “el lenguaje de la Sibila, que nunca deduce ni demuestra, sino que ‘muestra’ de manera inmediata, conduce al conocimiento sin recurrir a premisas dadas. La única premisa es el poder absoluto del dios, gracias al cual toda manifestación de la profetisa es la palabra de Dios”.6

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Los griegos utilizaban la palabra ἀλήθεια para decir algo que nosotros habitualmente traducimos por verdad. De ahí proviene “Alicia”, que no por casualidad dio nombre a la protagonista del viaje al paradójico país de las maravillas. ¿Qué podemos extraer de su etimología? Alétheia es una palabra compuesta por el prefijo y el lexema λήθ. El prefijo “a-”, en griego, denota privación del mismo modo que en español: anormal es lo que no es normal, amorfo lo que no tiene forma, anónimo lo que no tiene nombre, ágrafo lo que no tiene escritura… La raíz λήθ, por su parte, es también la del verbo que en griego significa “permanecer oculto” (lanthánein).7 De hecho, en la mitología griega, Lete es el río o fuente del olvido. Quien bebe de sus aguas… olvida. Por ello, a los iniciados órficos se los enterraba con un recordatorio de cómo debían actuar en el más allá:

Encontrarás a la izquierda de la morada de Hades una fuente y cerca de ella un blanco y enhiesto ciprés, a esa fuente no te acerques en ningún caso. Encontrarás otra, de la que mana el agua fresca del lago de Memoria, delante de la cual están los guardianes, diles: “Soy hijo de la Tierra y del Cielo estrellado, pero mi estirpe es celeste y esto lo sabéis también vosotros, agonizo de sed y perezco, dadme prestamente del agua fresca que mana del lago de Memoria”, y ellos te permitirán beber de la fuente divina y después reinarás junto con los demás héroes.8

Cuando tenía quince años, unos amigos y yo caminábamos bajo la noche oscura de mi tierra, a las afueras del pueblo, donde están los huertos, los muertos y una fuente. Unos tomaban, otros fumaban. El Vicenç gritó: “¡No miren la luz!”. Todos miramos la farola y, por un rato, quedamos deslumbrados. A George Lakoff le debió suceder algo parecido, pues su manual de recomendaciones para el Partido Demócrata se basa en una idea muy parecida:9 “si quieren ganar las elecciones”, les aconseja a sus amigos demócratas, “dejen de evocar una y otra vez el marco conceptual republicano; si dicen ‘no piensen en un elefante’, sus potenciales votantes pensarán en el elefante, y acabarán votándolo”.

De un modo parecido debe pensarse ἀλήθεια: “El griego nombra la verdad con una palabra de negación o rechazo referida al ‘permanecer oculto’, o sea: nombra en realidad el permanecer-oculto, sólo que, como corresponde, lo nombra en el rechazo. La verdad es ruptura, desgarro; la presencia consiste en una brecha”.10 La memoria es siempre una lucha desigual contra el olvido, el Ser arrancándose al No Ser (“la negatividad no queda aislada, colocada aparte del Ser; constituye un pliegue de la ‘verdad’”11). Del mismo modo que el cosmos nace del caos, la verdad brota de lo oculto y, al negarlo, el concepto de verdad griego lo evoca eternamente. Para nuestros viejos no hubo verdad que no se enraizara en el misterio: ἀλήθεια es “desvelamiento”, es decir, un gerundio eterno en lucha contra el velo del olvido.12 No es una meta alcanzable: no es “lo desvelado”. Es una constante lucha contra la borrachera del olvido: “desvelamiento”.

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Nuestro concepto de verdad no sólo proviene del que tenían romanos y griegos, sino que también —aunque quizá se haya reflexionado menos al respecto— de al menos otras dos herencias: la hebrea y la náhuatl.

Los hebreos usaban emet para decir que algo era verdadero. La palabra tiene la misma raíz que emunah, que significa fe. “El verbo que se halla en la base de esta voz es amen, que denota algo firme, sólido e inquebrantable en una cosa o en una palabra”.13 Así, un hombre es veraz cuando mantiene su palabra.14 Es decir, cuando jura, pues el “juramento no concierne al enunciado como tal, sino a la garantía de su eficacia”.15 Además, en los Salmos (119:160; 19:9; etc.) se da a entender que Dios es la fuente de toda verdad y que todo acto divino es justo y verdadero, o sea, que la verdad y la justicia coinciden. Al respecto, Filón decía: “El hecho es que las palabras de Dios son juramentos, leyes divinas y normas sacrosantas. Y es prueba de su fuerza que lo que él dice ocurre”.16

Pero regresemos a amen. Si bien el término, por lo general, se traduce como “así sea”, en las lenguas semíticas (hebreo, árabe, etc.) las vocales no se escriben. De ahí, por ejemplo, que la palabra árabe que sirve para designar a alguien como “hijo de”, equivalente al son en inglés —Johnson, hijo de John; Jefferson, hijo de Jeff— o al ez en español —Fernández, hijo de Fernando; Martínez, hijo de Martín—, a veces se translitera como ben, otras como bin e incluso como ibn. Por tal razón, algunos sugieren que “amén” está emparentada etimológicamente con una palabra del antiguo egipcio (lengua camito-semita) con la que coincide en sus consonantes: Amón.17 Si esto fuera cierto, el amén bíblico sería ni más ni menos el legado que los judíos se llevaron de Egipto tras ser expulsados, y nosotros, cada vez que decimos amén, evocamos sin saberlo a Amón, el dios egipcio de la creación, cuyo nombre significa precisamente “lo oculto”.

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En náhuatl la palabra que traducimos por “verdad” es neltiliztli. Según León-Portilla, deriva de la misma raíz que nelhuáyotl, que significa cimiento o fundamento, lo cual implica que, para los nahuas, algo verdadero tendría que ver con algo firme, bien cimentado o enraizado.18 De hecho, para confirmar esto podríamos aducir una demostración contrarrecíproca: “Aompáyotl significa ‘desgracia’; literalmente es ‘calidad de lo que está fuera de sitio’. Sólo el ubicado en el lugar que le corresponde puede alcanzar la felicidad”.19 Es decir, que desgraciado es el que no “sabe estar en el sitio que le corresponde”, el que no sabe estar “alineado” con el resto de los seres del cosmos, aquel cuyo lugar no está enraizado en el orden universal. Los romanos dirían que el desgraciado es el indecoroso.

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En la Biblia, a Pilatos se le atribuye la célebre frase Quid est veritas? (“¿Qué es la verdad?”). Siglos después, en la Edad Media, se descubrió que la pregunta tenía como respuesta una oración que es anagrama de la misma. Recordemos: una palabra u oración es anagrama de otra si las dos tienen las mismas letras, aunque, evidentemente, dispuestas de modo distinto. Ejemplo: Roma es anagrama de amor y mora. Así, en la Edad Media la respuesta a la pregunta Quid est veritas? fue Est vir qui adest, es decir,¿Qué es la verdad?” “¡Es el hombre aquí presente!”20 El aquí y ahora.

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Debo confesar que, a veces, me cuesta leer a Roberto Calasso (estoy pensando en La ruina de Kasch, maravilloso compendio de erudición), precisamente por la estructura de su prosa, suma de ideas lapidarias que se acumulan página tras página, palabra tras palabra, con la esperanza desdeñosa de que el lector, al final de los tiempos, diga: ¡eureka! Por una suerte de mímesis inconsciente, la he replicado aquí. Y, además, porque no imagino modo estructurado de abordar un tema tan osado como “el pasado de la palabra verdad”. (Nota para mi diario de escritor: ten cuidado con lo que lees, pues, te guste o no, acabarás imitándolo.) (Nota para mi diario de profesor: ¿estoy contagiándoles mi estilo a mis alumnos o son ellos los que están ganando la batalla?) (Nota para el heroico lector: convengamos que la pedantería del anfibológico título, “Tres verdades de verdad”, es responsabilidad, también, de Calasso).

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¿Cuáles son, pues, esas “verdades de verdad” a las que aludimos en el título? De griegos, romanos, judíos y nahuas heredamos algo que, sin embargo, estamos perdiendo con nuestro fundamentalismo epistemológico enraizado en el concepto de demostración. Consideramos que lo verdadero es la representación de lo que hay “ahí afuera” y que se representa en nosotros de forma mimética. Basamos nuestra idea, precisamente, en la objetividad, es decir, en esa distancia entre lo real y lo representado.

Para nuestros ancestros, sin embargo, esto no fue así. Tratemos de honrarlos recuperando su memoria, imaginando otro tipo de verdad. La verdad debe rescatarse de la Nada, es algo que no puede ser “transparente”, pues en ella yace latente el misterio eterno. Su esencia (amén) es lo oculto. Jamás será alcanzada si no nos sacrificamos como sujetos: siempre habrá algo más allá de nosotros, un enigma que huye eternamente, la otredad.

Si hubiera manera de llegar a ella, ésta sólo podría ser una: el éxtasis, la unión con la divinidad. En el momento supremo del trance místico el sujeto dejaría de ser, pues todo él sería Dios y su voluntad personal habría quedado graciosamente sometida a la divina. Y como dios es verdad absoluta, entonces nosotros seríamos verdad. No tendríamos la verdad; seríamos verdad.

Entonces recordaríamos que “el juramento y el conjuro son las dos caras de la ‘evocación’ del ser”;21 que “la pura existencia —la existencia del nombre— no es ni el resultado de una constatación ni una deducción lógica: es algo que no puede ser significado, sino sólo jurado, es decir, afirmado como un nombre”;22 que “nombrar, dar nombre, es la forma originaria del mando”.23 Solamente así entenderíamos que, en lo profundo, ética y ontología convergen, pues el que habla crea y, en consecuencia, hablar es la más grave acción. Y también aceptaríamos que quien desciende hasta la sima del abismo más profundo (¡Gilgamesh, Cristo, Ulises!) puede lamer el tuétano de los huesos de la realidad. De esta manera, abrazaríamos la idea de que la verdad no tiene nada que ver con mantener la distancia, sino con todo lo contrario: con enraizarnos con fe en el más absoluto misterio. No es casualidad que, en el momento climático de la Odisea, cuando Ulises ha sido reconocido por su nana y él está a punto de darse a conocer y recuperar el trono tras veinte años de periplo, Homero cante:

Euriclea se acercó a su señor, comenzó a lavarlo y pronto reconoció la cicatriz de la herida que le hiciera un jabalí con su blanco diente, con ocasión de haber ido aquél al Parnaso, a ver a Autólico y sus hijos. Era ése el padre ilustre de la madre de Ulises, y descollaba sobre los hombres en hurtar y jurar, presentes que le había hecho el propio Mercurio en cuyo honor quemaba agradables muslos de corderos y de cabritos; por esto el dios le asistía benévolo (Odisea, 19, p. 394).24

Ulises, el arquetipo del héroe, es el nieto de Autólico, quien destacaba entre todos por ser experto en el robo y el juramento. Por su linaje, Ulises pudo llegar a la sima del mundo y volver con lo que allí había aprendido: ¡la verdad! Pero el éxito no estaba garantizado. Le faltaba la última y más difícil prueba:

¿Cómo enseñar de nuevo, sin embargo, lo que ha sido enseñado correctamente y aprendido incorrectamente mil y mil veces a través de varios milenios de tontería prudente en la especie humana? Ésa es la última y difícil labor del héroe. ¿Cómo dar en el lenguaje del mundo de la luz, los mensajes que vienen de las profundidades y que desafían la palabra?25

Y, entonces, del mismo modo que había honrado a sus ancestros al emplear sus habilidades en el “engaño” durante veinte años de periplo forzado, volvió a honrar al padre de su madre y juró. Juró por lo que había visto y que no es posible ver. Juró como rey y legislador de los hombres, y como puente entre los dioses y los hombres. Juró porque había aprendido a enraizar sus palabras en lo más profundo. Sus palabras ya no reflejaban la verdad. La instauraban. En eso, o en algo parecido, debió consistir el arte del juramento y el retorno del rey.

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Para decir la verdad, hay que saber jurar.

 


1 Jordi Lombard (ed.), Aurea Dicta. Paraules de l’antiga saviesa. Barcelona, Fundació Bernat Metge, 2011, p. 250.

2 Véase el interesante sitio web Patio de Filósofos en <https://patiodefilosofos.wordpress.com/2013/02/10/etimologia-de-la-palabra-verdad-para-un-tiempo-de-embusteros/>.

3 Giorgio Agamben, El sacramento del lenguaje. Arqueología del juramento. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2010, p. 76.

4 Ibid., p. 87.

5 Ernesto Grassi, El poder de la imagen. Rehabilitación de la retórica. Barcelona, Anthropos, 2015, p. 96.

6 Ibid., p. 98.

7 Cfr. Felipe Martínez Marzoa, Historia de la filosofía. Vol. i. Madrid, Istmo, 2000, p. 19.

8 Laminilla de Petelia, fr. 476, en Alberto Bernabé, Hieros Logos. Poesía órfica sobre los dioses, el alma y el más allá. Madrid, Akal, 2003.

9 George Lakoff, No pienses en un elefante. Lenguaje y debate político. Madrid, Complutense, 2007.

10 F. Martínez Marzoa, op. cit., p. 19.

11 Marcel Detienne, Los maestros de verdad en la Grecia arcaica. Madrid, 1986, p. 78.

12 Otras veces se traduce por “desocultamiento”. Al respecto: Martin Heidegger, “El origen de la obra de arte”, en M. Heidegger, Caminos del bosque. Madrid, Alianza, 1996; y “Aletheia (Heráclito, fragmento 16)”, en M. Heidegger, Conferencias y artículos. Barcelona, Del Serbal, 2001.

13 Miguel Ángel Núñez, “El concepto verdad en sus dimensiones griega y hebrea”, en Andrews University Seminary Studies, primavera, 1997, vol. 35, núm. 1, pp. 47-59 y 53-54.

14 Ibid., p. 54.

25 G. Agamben, op. cit., p. 11.

16 Ibid., p. 34, quien cita a Filón (Legum allegoriae, interpretación alegórica de las leyes, pp. 204-208).

17 Esto decía uno de mis profesores de la Facultad de Historia de la Universidad de Barcelona, a quien recuerdo con enorme gratitud por defender en las clases lo que nadie se atrevía a defender: la necesidad, también hoy, de “iniciarse”. Sobre el antiguo Egipto, recomiendo uno de sus libros: Ferrán Iniesta, El planeta negro. Madrid, Catarata, 1992.

18 Miguel León-Portilla, La filosofía náhuatl. Ciudad de México, UNAM, 1979, p. 386.

19 Alfredo López Austin, Cuerpo humano e ideología. Las concepciones de los antiguos nahuas. Ciudad de México, UNAM, 2014, p. 397.

20 J. Lombard, op. cit., p. 251.

21 G. Agamben, op. cit., p. 78.

22 Ibid., p. 84.

23 Ibid., pp. 99-100.

24 Traducción de Luis Segalá y Estalella.

25 Joseph Campbell, El héroe de las mil caras. Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 201.