La traducción no es una oruga que se arrastra de izquierda a derecha; la traducción siempre emerge del todo.
Swetlana Geier

Un idioma no se limita a la habilidad de escuchar, hablar, leer y escribir con sentido en un sistema de signos; es también el reflejo de una cultura, una forma de vida y una cosmovisión comunitarias: la condición de posibilidad desde la que una comunidad comprende y hace el mundo. Además de vivir desde una lengua, los hablantes son vividos por ella: se pertenecen mutuamente.

Un requisito mínimo para traducir sería conocer tanto la lengua, la cosmovisión, la forma de vida y la cultura de partida como las de llegada. Hasta qué punto sea suficiente tal conocimiento de las primeras o de las segundas es una cuestión que a cada grupo de expertos le tocará determinar. Si un camboyano quiere traducir a su lengua la Epopeya de Gilgamesh, a los miembros de su academia y a sus lectores les corresponderá juzgar qué tan bien o mal traducido está el texto, con base en lo que sepan de la cultura, la lengua, la forma de vida y la cosmovisión sumerias, así como de las propias.

De manera inapelable, para bien o para mal, algo se perderá y otro tanto se ganará en el trayecto de la traducción. Que el tamaño de lo insondable entre las lenguas sea el de un abismo o el de una grieta no quiere decir que la interacción entre ellas no sea posible. Intraducibilidad no implica incomprensibilidad. Lo que emparenta a la humanidad no es la unívoca y monolingüe Torre de Babel, sino la posibilidad de familiarizarse con otras formas de construcción (y, acaso, de entenderlas como moradas).

Pese a que determinadas traducciones nunca se den, no habría nada que impidiera un acercamiento. La imposibilidad de traducir con fidelidad absoluta no se debe a discapacidades del intelecto humano, a experiencias inefables ni a la superioridad o inferioridad entre idiomas, sino a la inconmensurabilidad entre una determinada forma de vida y otra.

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Cuando muere una lengua
entonces se cierra
a todos los pueblos del mundo
una ventana, una puerta,
un asomarse
de modo distinto
a cuanto es ser y vida en la Tierra.

[…]

Cuando muere una lengua,
[…]
la humanidad se empobrece.

Miguel León Portilla,
“Cuando muere una lengua”.

Tal vez el punto de la intraducibilidad sea el más propio de una lengua: aquella palabra o expresión para la que se necesita una elucidación más amplia en el idioma de llegada, o para la que llanamente se requiere experimentar el mundo de otro modo. Tal vez la mejor manera de dimensionar la importancia de un idioma sea suponerlo extinto.

Si el conjunto de todas las lenguas del mundo son los colores en que se descompone la luz que penetra el prisma, entonces, con la desaparición de cualquier lengua —un color— o cualquier dialecto —un matiz— el ojo de la humanidad perderá una manera de percibir la luz de cuanto es ser y vida en la Tierra.