Alex Carrillo, comp., La Ciudad de los Ahorcados. Antología de relatos patibularios. Aguascalientes, Agujero de Gusano / Sputnik, 2019.

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Cuando se lee La Ciudad de los Ahorcados. Antología de relatos patibularios, proyecto literario de la revista digital Sputnik y la editorial Agujero de Gusano, uno tiene la sensación de adentrarse en una misma ciudad con muchas historias: soledades que no se subordinan, un lugar de no invitados, de los que se alejan para volverse fantasmas —que no ausencias—, de los que llegan siempre inoportunos. La esperanza es, en esta ciudad de 87 páginas, una esperanza mutilada que sonríe mientras se desangran los mundos que la han concebido.

Caminamos por sus calles y plazas, tocamos a la puerta de los textos y, en lugar de ahuyentarnos como lectores, nos asomamos con cierto morbo a la intimidad de los personajes, cuyas psiques guardan verdades que, como dijo Dostoyevski, muchas veces no nos atrevemos a confesar ni a nosotros mismos. Ante este abismo, que no es otra cosa que la brecha entre la promesa rota y la tierra prometida, el psicoanálisis —citadino, por cierto— se nos muestra como el gran intermediario, pero uno que termina por asemejarse a un acompañante sin voz ni voto.

La mayor parte de los personajes de La Ciudad de los Ahorcados son suicidas condenados a vagar entre sus propios muros, inexpugnables, en el medio de ese tormentoso infierno interior. Son prisioneros de una ciudad cuya muralla invisible la conforman plazas, edificios y habitaciones, espacios que congregan rituales interminables que no dejan lugar a otros destinos más que la muerte: se trata, como sostiene Aldo Correa, de una cárcel.

Por eso, quienes la habitan parecen fantasmas de su propia calle. Ante las diversas inseguridades, miedos y nostalgias que asolan el corazón de los protagonistas, los refugios perpetuos parecen ser la casa, los barrotes, la distancia y, en casos extremos, la locura, la obsesión, la postración voluntaria o involuntaria. La muerte es múltiple en su acceso e interpretación: decreto, tragedia, alivio, portazo a los laberintos mentales o físicos, pero es única en su culmen. La ciudad, mientras tanto, es su alfombra roja.

En algunas lecturas de la antología, podemos constatar una pequeña cosmovisión que subyace en quienes las escriben: el hecho de que la vida y la muerte sirven a un mismo amo, la saciedad. Claro está que no es siempre la saciedad de nosotros mismos; muchas veces, es la de extraños, la de seres ajenos a nuestra realidad y conciencia. Nuestro cuerpo es, si acaso, tributo, objeto; nunca llegamos a ser sus dueños absolutos, otras fuerzas nos retan constantemente, nos acechan, amenazantes. El hambre de los otros, en su sentido metafórico más amplio, libera, quizá, más intenciones de las que creemos conocer. El ejemplo más acabado de esto, dentro del conjunto de textos de La Ciudad de los Ahorcados, es “Ponent, 29”, donde, entre otras cosas, se deja entrever que la ciudad no perdona, no por cruel, sino porque nada en ella es personal, está llena de no-lugares y sus habitantes —una parvada de caníbales— buscan la siguiente víctima —todas ellas infantes— en las calles de la antigua Barcelona. La crueldad no puede ser masiva porque la ciudad tiene también, en apariencia, civilización y cordura. Entonces, lo inimaginable, lo incivilizado, tiene que ser ejecutado por alguien en la más completa clandestinidad, pero con la mayor de las complicidades absolutas. Mónica Castro desentraña, por medio de la imaginación y la crónica, los vacíos posibles de su protagonista, a quien llama la Vampira.

En este sentido, cabe señalar que la obra no es una apología del suicidio, ni mucho menos pretende parodiarlo. Más bien, busca visibilizar ese tema sobre el cual —a pesar de su alto índice dentro de las causas de mortalidad— seguimos discutiendo todavía con cierto enigma. No acabamos de concluir si la responsabilidad la tiene el individuo o la sociedad, si debe ser tratado como un asunto privado o como uno público, porque, dicho sea de paso, cuando ocurre, es imposible no sacudirnos mientras lo atestiguamos. ¿Por qué, entonces, postergamos su discusión abierta? Quizá la respuesta resida en la incomprensión y la complejidad de los hechos que rodean al fenómeno. Por su parte, Marce, la protagonista del relato “De la acedia a la matriz”, nos da a entender que eso no es así, que el prejuicio de los otros busca su disfraz de entendimiento en el pecado y la culpa de la víctima. Ante esto, y como antídoto, no se puede descartar a la literatura como una de las maneras más sensibles e ilustrativas de conocer de cerca la conciencia, la expectativa y la antesala de quienes han decidido quitarse la vida.

Finalmente, el libro no escapa a las metáforas, muchas de ellas ilustrativas. Breña Román nos dibuja en su texto una montaña rusa: ¿nos mata la caída, el miedo, nuestro acompañante? Quizá la manifiesta intención de un “piloto” y una canción que parecen salvar un mundo a costa de sacrificar otros tantos; no lo sabemos, tal vez Alex Carrillo, su autor, sí lo sepa. Lo que sí es un hecho es que, en medio de tanta locura colectiva, cada uno se termina apegando a cualquier posibilidad dentro de esa ciudad politeísta: la fortuna, el azar, Dios, la voluntad. Ante estas deidades, las circunstancias parecen imponerse. Así, puede ser que, por capricho o destino, la ciudad nos haga coincidir en sus calles, nos salve, nos hunda, nos contagie, como aquella epidemia de Ciudad Lumbre que se narra en otro gran texto de la obra. El lector observará pequeños espejos, abrirá puertas. Más que un lugar seguro, estos relatos patibularios nos harán habitar una ciudad que puede ser cualquier ciudad, y cuyos personajes podrían ser cualquiera de nosotros.