Todo empieza con una idea, dos, tres… así hasta volverse un tren de pensamiento que con el tiempo se convierte en un plan. Al principio el esquema es torpe, con defectos, huecos e irregularidades que hacen difícil su consecución exitosa. Sin embargo, para el artífice no hay prisa: hay formas, hay ganas de perfeccionar la estrategia para que sea impecable la ejecución. Finalmente, llega el día en que se ponen manos a la obra y aquella persona que perdió el control de la vida se apodera de su muerte.

Resulta curioso pensar en una idea tan poderosa gestándose en solitario, en la mente de una sola persona. Incluso resulta más desconcertante conocer que esa idea fue expresada, de manera tácita o explícita, de forma aislada o recurrente, a través de señas, gestos, acciones, incluso gritos ensordecedores para cualquiera que hubiera estado dispuesto a escuchar. Entonces, sí, la idea nace y se robustece en una sola cabeza, pero no le es ajena al mundo exterior. El suicida es uno, pero los involucrados pudimos haber sido todos. Y pienso: si en algún momento alguien que ya no está me llegó a transmitir su idea, ¿en qué momento dejé de participar de su vida para convertirme en cómplice de su muerte?

No sé mucho del suicido, pero se me antoja algo infinitamente más complejo que mis saberes y entenderes. No sé mucho sobre esas ideas, planes y ejecuciones. Me imagino tremendas tormentas y noches de una oscuridad incomparable. Pienso en soledades que calan los huesos, incomprensiones abrumadoras, ansiedades que carcomen. Supongo angustia, desesperanza y vacío. Probablemente tomar las riendas de un porvenir interrumpido supera aquello que imagino, pienso y supongo. Me resulta difícil entender la conversión de aquello en una determinación tajante de dejar de existir, no estar más, desaparecer de una vez y para siempre. Sin embargo, es claro que dicha resolución está, entre nosotros, todos los días, a todas horas, caminando silenciosa, sigilosa, hábil, ingeniosa, enérgica.

Me pregunto cuántas personas habrán tenido estas ideas, qué tan frecuentemente las tienen, por qué las piensan, por qué las dejaron de pensar para finalmente llevarlas a cabo. ¿Aparecerán, como en textos de ficción, sólo en las noches de luna llena? ¿Estarán presentes en días de primavera, con jacarandas de fondo y un sol de brillo espectacular? ¿Vendrán sólo bajo el efecto de la droga y del alcohol o simplemente se dejan venir al salir de un baño calientito y una buena taza de café? ¿Estas ideas se comportan igual que las demás? Lo dudo… decenas de pensamientos revolucionarios se quedan en el tintero. Una muerte por suicidio no; en algún instante fue una idea que, como corolario, nos devuelve a diario una ausencia eterna.

Todo empieza con una idea. E insisto, si bien no sé mucho del suicidio, sí sé que por cada uno que haya ocurrido, los que nos quedamos morimos un poquito. Además, los que aquí seguimos ya no somos los mismos. Pienso en los familiares, los amigos, los amores, los conocidos, los compañeros, los profesores. En un aula, como en cualquier otro contexto, nos queda, también, el recuerdo: la butaca vacía, ese nombre en una lista de grupo que jamás hemos de volver a pronunciar, el examen que se nos quedó en las manos después de haberlos repartido a todos los presentes, la calificación ya no obtenida ni otorgada que poco importa, las dudas que nunca contestaremos, las preguntas que tampoco nos van a hacer. Y si todo empieza con una idea, a mí una de las que más me abruma es aquella que todavía no llega, pero que está a punto de generarse y que no sé si sabré identificar a partir de una mirada esquivada en el pasillo, de un reproche, de un correo, de una llamada, de las acciones u omisiones.

Son tantos elementos por considerar, replantear, evaluar, entender para aprehender todo lo que envuelve al suicidio, que pareciera que vamos tarde en la tarea de abordarlo; tenemos una labor titánica que pudiera ser interminable en el corto y mediano plazo. ¿Por dónde empezar? ¿Cuándo? ¿Cómo? La idea del suicidio usa el tiempo a conveniencia dependiendo del lado de la trinchera en el que cada quien se encuentre: para el artífice hay tiempo, no para los demás. Entre más corre el reloj, el fin de otra vida nos va alcanzando, y seguramente nos superará.