Desde los tiempos más remotos, el hombre ha intentado ejercer sobre sí mismo el derecho a la vida y la muerte. La diferencia evidente con nuestra época es que antiguamente el bien del colectivo estaba por encima de cualquier decisión personal. Los motivos que entonces obligaban la decisión suicida eran diversos e iban desde los problemas naturales provocados por la vejez, como entre los celtas o los guerreros daneses, hasta el sacrificio en defensa del honor practicado por los polinesios. Por otra parte, en la India, los sabios se suicidaban durante las fiestas religiosas en busca del estado de Nirvana, y en Egipto se veía en la muerte el fin de todos los males terrenales. En otras culturas, la muerte de un ser querido o la del gobernante obligaba a los familiares y a los subalternos a acompañar al recién fallecido en su último viaje. No hubo pueblo de la antigüedad que desconociera el suicidio. En el continente americano, por ejemplo, los mayas llegaron incluso a dedicar su autosacrificio a Ixtab, deidad personificada en una mujer colgada por el cuello. La muerte por propia mano, más que un ars moriendi, representaba entonces la sujeción hasta el último momento del individuo a un bien mayor: el beneficio del colectivo.

En su historia del suicidio, Georges Minois aclara que en la Edad Media tanto el derecho civil como el poder religioso unificaron criterios para desacreditar la muerte voluntaria, asumiendo que era el resultado de una enfermedad mental o el arrebato de una tentación demoníaca. Sin embargo, el rechazo oficial del suicidio se inició, en realidad, en el año 332, cuando Constantino, debido a una drástica disminución de la mano de obra, promulgó una ley antiaborto y una prohibición especial que impedía que el individuo opinara respecto a su persona, pues sería la autoridad quien decidiría sobre él y sus posibles lugares de residencia y de trabajo. Si bien, en un principio, la Iglesia aceptaba, e incluso ejemplificaba su prédica resaltando el sacrificio de los mártires, en el 452, el Concilio de Arles promulgó la prohibición eclesiástica de cualquier forma de inmolación, incluido el suicidio. En el 533, el Concilio de Orleans negó los ritos funerarios a quien, previamente juzgado y sentenciado por algún delito, se quitara la vida, y condenó el acto de levantar la mano en contra de sí como un crimen imperdonable. La pena para quien se quitara la vida debía ser ejemplar, por lo que los castigos al cuerpo inerte del suicida eran aun peores que aquellos que se les practicaban a los asesinos corrientes. En el 562, el Concilio de Braga negó los ritos funerarios a todos los suicidas, independientemente de la posición social, motivo o método utilizado. La prohibición de la sepultura sancionaba la desobediencia a dichos mandatos y también mostraba su ruptura con la comunidad religiosa. Los castigos iban en aumento, pero también los suicidios. Como último recurso, la Iglesia impuso a los suicidas su máximo castigo y, en el 693, en el Concilio de Toledo, se promulgó la excomunión para todo aquel que atentara en contra de sí mismo. En el año 1284, el Sínodo de Nimes previó ya no sólo la prohibición de exequias religiosas para los suicidas, sino también su sepultura en camposanto. A partir de esa época y hasta nuestros días, la condena post mortem es la sanción ejemplar del derecho canónico contra los suicidas.

Para acrecentar el temor entre su grey, la Iglesia diseminó la idea de que el suicida no podía descansar en paz, aun después de muerto, ya que debía regresar del inframundo para rescatar su alma. Había que temer el retorno de quien había levantado la mano en contra de sí, pues su presencia incitaba a las almas débiles a que siguieran su ejemplo. El temor se convirtió en paroxismo, al extremo de quemar o arrojar a un río caudaloso el cadáver del suicida. Las cualidades “sobrehumanas” que se le adjudicaron al suicida hicieron que los restos de su cuerpo, especialmente el cráneo, fueran utilizados para aliviar los males del espíritu. En algunos casos, los médicos recetaban incluso exponer a los epilépticos al cadáver o cráneo de un suicida para que éste se llevara con él los males del enfermo.

El monopolio moral eclesiástico permitió las vejaciones que se le practicaban entonces al cuerpo del suicida. En El dios salvaje, Al Alvarez detalla algunos de los ultrajes de los que era objeto el cadáver de quien había decidido quitarse la vida. El autor inglés indica que, en Francia, por ejemplo, el suicida era colgado por los pies, arrastrado por las calles, quemado y arrojado al basurero público, y que, en Metz, lo metían en un tonel y lo arrojaban al río Mosela para alejarlo de los lugares que pudiera acechar como alma en pena. En Danzig, no se permitía sacar el cadáver por la puerta; había que bajarlo por la ventana con poleas y luego se quemaba el marco por el que atravesó el cadáver. En otras regiones europeas, se le cercenaba la mano ejecutora para sepultarla aparte. Los castigos al cuerpo del suicida y las penas a sus parientes “adquirieron la debida dignidad cuando en 1670 el Rey Sol incorporó al código legal las prácticas más brutales de degradación del cadáver del suicida, añadiendo que debía difamarse el nombre del reo ad perpetuam rei memoriam”.1

La imaginación religiosa llevó hasta el extremo estos castigos, aun cuando no existía, en rigor, ningún fundamento teológico que se opusiera al acto suicida. Las dificultades que tuvo la Iglesia para racionalizar la proscripción del suicidio se debían a que ninguno de los dos Testamentos lo prohíbe directamente. Si bien en la Biblia se citan algunos casos, en ninguna parte queda establecida por los profetas su prohibición. De hecho, no se expresan ni a favor ni en contra de la muerte por propia mano. En otros libros sagrados, como el Talmud y el Corán, queda establecida la prohibición de suicidarse. De las religiones conocidas, sólo el sintoísmo, el hinduismo y el budismo lo permiten, aunque únicamente en casos extremos.

No fue sino hasta el siglo v cuando la Iglesia católica logró encontrar, en el precepto divino non occides, el mandato bíblico que condenaba el suicido. San Agustín hizo uso de este precepto en De civitate Dei, obra escrita en doce tomos entre los años 412 y 426, para dejar en claro que la prohibición de no matar se extendía también a la posibilidad de atentar en contra de uno mismo. De manera general y sin argumentos evidentes que sustentaran tales dichos, la supresión voluntaria de la vida propia se equiparó con el homicidio. La prohibición del suicidio no hacía excepciones, pues “si alguien se mataba para pagar sus faltas estaba usurpando las funciones del Estado y de la Iglesia; y, si se mataba para no pecar, se estaba tiñendo las manos con su propia sangre inocente: pecado peor que todos cuantos pudiera cometer, ya que no podía arrepentirse”.2

Las discusiones teológicas sobre esta prohibición se prolongaron durante mucho tiempo y, en el siglo xiii, Tomás de Aquino, desestimando los argumentos filosóficos de Aristóteles y Platón, e incluso de San Agustín, reforzó su negativa al suicidio aduciendo en la Suma theologica, escrita entre 1265 y 1274, tres razones para condenar y mantener la prohibición del suicidio. A decir de él:

  1. El suicidio es un delito contra la naturaleza y contra la misericordia, pues se opone a la tendencia natural de la vida y a la obligación de amarnos a nosotros mismos.
  2. El suicidio afecta a la sociedad en su conjunto, ya que somos parte de una comunidad en la que desempeñamos un papel específico.
  3. El suicidio es un delito contra Dios, ya que Él está por encima de nuestra propia vida y de nuestras propias decisiones.

Los discursos de las diferentes corrientes cesacionistas de la Iglesia —calvinistas, anglicanos y luteranos— vieron en la prohibición del suicido un elemento unificador de sus diversos criterios teológicos. El protestantismo, del mismo modo que el catolicismo, rechazó tajantemente cualquier intento de inmolación. A la condena religiosa se unió también el rechazo del Estado, que catalogó y tipificó el acto suicida como un asesinato. Se estableció entonces que, con su acto, el suicida no sólo ofendía al Creador, sino a la sociedad en su conjunto, ya que con su muerte se perdía un ingreso que repercutía en la economía comunitaria. Además, al otorgarle la categoría de crimen, el Estado intentaba prohibir el suicidio entre quienes tuvieran algún tipo de deuda con el erario o con algún potentado, argumento que entonces se aplicó específicamente a las tropas y los esclavos.

El fundamento filosófico y moral para prohibir cualquier intento de quitarse la vida se remontaba a lo señalado por Aristóteles en su Etica nicomaquea (s. iv a. C.), donde señala que no existe una individualidad total, ya que todos formamos parte de una sociedad, y quien atenta contra su persona atenta, en rigor, contra el Estado y la sociedad a la que pertenece. De esta manera, el suicidio se convirtió en un acto punible y, en muchos casos, sancionado con la expropiación de los bienes del criminal.

Durante la Edad Media y el Renacimiento, el acto suicida fue practicado indistintamente por hombres y mujeres, y era mucho más frecuente entre las clases sociales bajas. Los motivos más comunes debieron ser la pobreza, las enfermedades terminales, la defensa del honor o algún lance de amor o de celos. Así, quienes perdían toda esperanza se ahorcaban, saltaban al vacío o acababan en el fondo de las aguas de un río o del mar. Los pocos nobles que fracasaron en su intento por quitarse la vida perdieron sus títulos y fueron declarados plebeyos, además de que talaron sus bosques y demolieron sus castillos. A lo largo de gran parte de la Baja Edad Media, entre los siglos xi y xiv, la Iglesia extendió por Europa la creencia de que el suicidio se debía a una posesión diabólica, por lo que empezó a concebírsele como un mero arrebato externo y ya no más como una actitud razonada y elegida por el individuo.

En el mundo de la Edad Media, en el que la vida no sólo era vanidad, sino horror, espanto y frenesí destructivo, el hombre se imaginaba en una lucha enconada entre ángeles y demonios que se disputaban el alma del que acababa de morir. En aquella época, el tabú en contra del suicidio traía aparejada una intensa preocupación por la muerte y sus detalles más horripilantes. La imagen de todo esto —representada, pintada, labrada en iglesias y fachadas de cementerios— era la danza de la muerte. Este temor se extendió por doquier en el arte. Ahí están, por ejemplo, las terribles fantasías del Bosco en que se describen los horrores del infierno, visiones apocalípticas que también se adueñaron de los ánimos de Durero, imágenes escalofriantes que tenían mucho que ver con lo que sucedía entonces en un continente invadido por la peste. La “muerte negra” había llegado y arrasado poblaciones completas. El miedo a la enfermedad, así como el continuo trato con la muerte, provocó una histeria religiosa que la Iglesia supo manejar para extender aún más su rango de influencia.

Durante el oscurantismo medieval, el discurso eclesiástico hizo uso de las artes para desacreditar cualquier impulso suicida, incluso entre la escasa población instruida. Dante dedicó a los suicidas, en su Divina comedia, a comienzos del siglo xiv, uno de los cantos más tenebrosos del “Infierno”. Según el autor, en el séptimo círculo, por debajo de los herejes en llamas y los asesinos que se cuecen en un río de sangre hirviente, las almas de los suicidas crecen eternamente en forma de hirsutos espinos venenosos, y en esos árboles deformes anidaban las arpías de grandes alas y vientre emplumado, de garras rapaces y rostro humano. En los tres recintos en que está dividido el séptimo círculo, los suicidas se encuentran purgando su pena junto a los violentos contra el prójimo, los violentos contra sí mismos y los violentos contra Dios.

El renacimiento de la cultura y las artes en el Viejo Continente fue provocado por un enorme cambio en la mentalidad del pueblo europeo; por los nuevos descubrimientos geográficos, cosmológicos, económicos, políticos y religiosos; y, sobre todo, por la nueva pasión que despertaron los antiguos autores griegos y latinos. A la par de este renacer se inició el discurso científico sobre la muerte por propia mano y, entonces, los preceptos de los filósofos griegos llegaron a las manos de los ávidos lectores europeos que deseaban participar también en aquel debate. Así, volvió a la mesa de discusión el antiguo señalamiento aristotélico que observaba en el acto suicida un delito, puesto que en el plano religioso contaminaba la fe de los demás y en el económico debilitaba a la sociedad, destruyendo a un ciudadano útil.

Gracias a la revolución provocada por la imprenta, los lectores pudieron acceder a los grandes autores clásicos, incluidos los suicidas Sócrates, Catón y Séneca. En esta recuperación del pasado heroico, no fueron pocos los que vieron en el suicidio de Catón la muerte de una persona comprometida con sus ideales y, sobre todo, con la filosofía estoica. Tanto la muerte de Catón como la de Séneca despertaron un enorme interés por el estoicismo y su interpretación menos complicada: la de la filosofía de la desesperación. Increíbles resultaban para muchos los postulados suicidas de Séneca:

Hombre necio, ¿de qué te quejas y qué temes? Mires a donde mires hay un fin a los males. ¿Ves aquel precipicio que abre su boca? Conduce a la libertad. ¿Ves ese torrente, ese río, ese pozo? La libertad mora en ellos. ¿Ves ese árbol atrofiado, reseco y dolido? La libertad cuelga de cada una de sus ramas. Tu cuello, tu garganta, tu corazón son otras tantas maneras de escapar de la esclavitud… ¿Preguntas por el camino a la libertad? Lo encontrarás en todas las venas de tu cuerpo.3

Para evitar la venganza de Nerón, en otro tiempo su discípulo, Séneca llevó sus preceptos a la práctica y se quitó la vida. Es importante señalar, en lo que hace al discurso no condenatorio del suicidio, lo que Tomás Moro aseguró en 1515 en su Utopía, pues, para él, el acto suicida, más que un delito condenable, es una forma distinta de eutanasia. Por ello, a los habitantes de su isla Utopía les estaba permitida la muerte voluntaria.

Las primeras alusiones a la permisividad del suicidio se centraban en los señalamientos de los grandes filósofos de la antigüedad. Las discusiones de entonces sobre la prohibición y posible permisividad de la muerte por propia mano se observan de mejor manera en la variedad de vocablos a los que se recurrió para encontrar el término exacto que describiera el acto de atentar en contra de uno mismo. Las expresiones usadas hasta entonces en lengua inglesa variaban mucho, aunque había un criterio que las unificaba: la descripción del acto suicida como un delito. Cabe suponer que existía un punto común entre la legislación secular y el derecho de la Iglesia: la equiparación del suicidio con el homicidio. Todas las expresiones que entonces eran de uso común —self-murder, self-destruction, self-killing, self-homicide y self-slaughter— empataban el suicidio con un asesinato y nunca con una decisión individual y razonada. En la búsqueda de un término con una carga semántica en la que el suicidio no connotara necesariamente un asesinato, se eligió el antiguo concepto latino suicidium, de sui cadere, darse muerte uno mismo. Con el uso de este vocablo se intentaba diferenciar el concepto medieval que observaba en el suicidio un autoasesinato de aquella otra forma como la que había elegido Catón para quitarse la vida.

Los cambios que se dieron en la sociedad europea después del reblandecimiento de las leyes que condenaban el acto suicida eran parte de una nueva perspectiva de entender el mundo. Esta nueva cosmovisión, opuesta al letargo religioso de la Edad Media, hacía énfasis en la libertad de pensamiento y decisión de todo ser humano. En la literatura, el texto paradigmático de este cambio de mentalidad fue el Fausto (1588), de Marlowe, obra que recreaba el descontento de una sociedad recién liberada y ávida por derribar el dique que aún representaba el poder eclesiástico. Un par de años después de la publicación del texto de Marlowe, y para acentuar la crisis de conciencia que por entonces se vivía, apareció el Hamlet de Shakespeare, que cuestionaba el gran dilema del hombre: To be, or not be? Las grandes dudas ontológicas estaban en boca de todos y no es de extrañar que, por entonces, y aun contra la prohibición de la Iglesia, aparecieran los primeros textos literarios dedicados íntegramente al suicidio. En 1610, John Donne escribió Biathanatos, obra que apareció catorce años después de la muerte del autor. En este texto, el autor plantea una interesante y bien fundamentada investigación del suicidio en las sociedades no cristianas y en el mundo animal, para concluir que, en todos los tiempos y en todos los lugares, los hombres de todas las condiciones se han visto afectados y tentados por el arrebato suicida. El autor inglés critica fuertemente las tres grandes leyes que hasta entonces mantenían incólume la prohibición de la muerte por propia mano: la Law of Nature, la Law of Reason y la Law of God. Donne concluye su investigación oponiéndose a la antigua prohibición platónica que impide al hombre dejar esta vida por una salida que no sea la que nos ofrece una muerte natural, aclarando que “Methinks I have the keys of my prison in mine own hand”. El hombre, aseguraba el poeta inglés, es el poseedor único de la llave que le ofrece el acceso al momento de su muerte. Como puede observarse, a partir del siglo xviii hacen su aparición, y a la vez entran en contradicción, en el discurso sobre la licitud o ilicitud del suicidio dos valores obviamente fundamentales: el de la vida y el de la libertad individual.

El discurso prohibitivo que entendía el suicidio como un arrebato del maligno se vio beneficiado con los primeros estudios psicológicos de la época, como la Anatomy of melancholia (1621), de Robert Burton, pues con estos nuevos argumentos se reforzó la premisa de que el acto suicida tenía lugar in delirio febrili y que se debía a un arrebato melancólico. Lo que entonces se entendía por melancolía era una enfermedad provocada por un mal funcionamiento del hígado y por una mala combinación de los “humos” que desde ahí recorren el cuerpo. Se trataba, a decir de Vera Lind, “de un trastorno en el equilibrio de los humos en el cuerpo provocado por la excesiva presencia de bilis negra”.4 El miedo a los abusos que el Estado le practicaba al cadáver del suicida obligó a quienes fallaron en su intento a mencionar en su defensa haber sido poseídos por un mal desconocido. Para la Iglesia, aquel arrebato se debía enteramente a una posesión diabólica, mientras que para la naciente medicina, el impulso suicida no era más que la fase terminal de una enfermedad mal atendida.

Los estudios de entonces señalaban que existían diferentes formas de melancolía, aunque todas ellas se debían a la excesiva presencia de “bilis negra”. Entendido el arrebato suicida como una enfermedad, se intentó contrarrestarlo según el tratamiento ideado por el médico vienés Leopold Avenbrugger, publicado en 1783 en su conocida obra Von der stillen Wuth oder dem Triebe zum Selbstmorde als einer wirklichen Krankheit (1783). La terapia antisuicida consistía en:

Primero: Tener sujeto al enfermo cuando es peligroso dejarle libre.

Segundo: Hacerle beber medio kilógramo [sic] de agua fría cada hora; y si permaneciese pensativo ó taciturno, bañarle la frente, las sienes y los ojos con el mismo líquido, hasta que se manifieste más alegre, más comunicable.

Tercero: Aplicar un ancho vejigatorio, cauterio ó sedal sobre el hipocondrio cuyo calor sea habitualmente más fuerte. Este tratamiento casi no aplicable sino cuando la enfermedad parece tener su asiento primitivo en la cavidad abdominal.5

Lo aquí señalado permite observar el cambio paradigmático que se venía dando al aceptar, finalmente, que el impulso suicida no era un arrebato del maligno, sino un tipo de enfermedad provocado, a decir del discurso decimonónico religioso, por la decadencia de la fe.

La idea de que el impulso suicida era provocado por una enfermedad se venía apreciando incluso en el discurso filosófico; prueba de ello es la publicación de Søren Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode (1849). El final de todo ser humano, opinaba el filósofo, es la muerte que habrá de asegurarnos una nueva posibilidad de vivir. Sin embargo, hay un tipo de muerte que nos prohíbe morir de verdad, morir bien. Ese tipo de mala muerte a la que se refiere Kierkegaard es aquella que se elige por propia voluntad y a espaldas del Creador: el arrebato suicida que nos provocan nuestras tribulaciones y descontentos.

El discurso filosófico que se venía dando sobre la muerte por propia mano se vio enriquecido con los aportes de la filosofía francesa. Para Montaigne, fuertemente influido por la filosofía estoica, quien analiza el tema en “Una costumbre de la Isla de Cea”, el suicidio es el acto más natural del mundo, pues si la vida no está en nuestro poder, por lo menos sí lo está el momento de elegir nuestra muerte. Voltaire también se refirió a la problemática del suicidio en Commentaire sur le livre Delits et des Peines (1766), texto en el que analiza las posibles acepciones del Quinto Mandamiento. Rousseau, otro de los grandes pensadores franceses, apuntó en su novela de 1761, Julie ou la Nouvelle Héloïse, que el suicidio debe ser entendido como un acto trágico provocado por los malestares de la vida. Voltaire y Rousseau sugerían indagar en los sufrimientos propios del hombre para poder acceder al ser interior, cerrado e ignoto, del suicida. El impulso de los pensadores de lengua francesa a la discusión en Europa sobre la muerte voluntaria puede observarse incluso en el discurso filosófico de la Ilustración. En aquella época, Montesquieu dio a la imprenta, en 1721, Lettres Persanes, una de las primeras defensas filosóficas de la muerte por propia mano. Para Montesquieu, el suicidio debía ser permitido y la decisión individual tener un final digno, aceptado y respetado.

Por lo que toca al discurso filosófico inglés, David Hume publicó, en 1777, de manera anónima, On Suicide. Como la gran mayoría de los filósofos de la Ilustración, Hume estaba en favor de la emancipación del individuo de los antiguos dogmas de la fe y por la libertad de decisión inherente en cada ser humano. La investigación de Hume parecía ser una apología del suicidio, pues lo aprobaba y, al verlo como el resultado de una decisión personal, también servía para justificar la soberanía de la razón. Mas no todo el discurso intelectual de la época estaba en favor de la muerte voluntaria. Por lo menos en el ámbito alemán, Immanuel Kant apuntaba que el hombre tiene como primera obligación moral su propia preservación. En Die Metaphysik der Sitten (1797), incluso llega a opinar que la primera obligación del hombre hacia sí mismo es su conservación en su naturaleza animal. La negativa de Kant al acto suicida fue el origen de un discurso filosófico contestatario que años después tuvo en Hegel, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger y Jaspers a sus mejores representantes.

La discusión sobre el impulso suicida y sus repercusiones sociales se ha venido dando desde hace ya muchos años; sin embargo, no fue sino a partir del siglo xix cuando este tema se volvió una constante en las investigaciones literarias, sociales y filosóficas, al grado de convertirse, según Albert Camus, en Le mythe de Sisyphe (1942), en el gran problema que tiene que resolver la filosofía. Y es que no hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía, apuntaba el filósofo francés.

Hasta aquí he intentado aclarar que el debate sobre la permisividad y prohibición del suicidio es añeja y compleja, como las mismas causas que lo provocan. En últimas fechas han ocurrido casos suicidas que se pensaba eran propios de las antiguas culturas. Las inmolaciones de los activistas palestinos que se hacen explotar están cargadas de un gran sentido de entrega al grupo que se creía ya extinto. Por otra parte, los suicidios sectarios o milenaristas han obligado a un nuevo tipo de análisis al respecto. Aún hoy se recuerda la tragedia del 18 de noviembre de 1978, cuando en Jonestown, Guayana, 914 personas pertenecientes a la secta Templo del Pueblo y su líder Jim Jones se quitaron la vida durante un rito. Otros suicidios colectivos similares —como el de los davidianos, en 1993, y el de los integrantes de Heaven’s Gate, en 1997— han obligado a que se emprendan nuevos análisis sobre el suicidio, mismos que, si bien son propios de los cambios conceptuales de nuestra época, siguen sin aclarar, y mucho menos responder, el gran dilema que encierra el suicidio: ¿por qué, frente a continuar el camino de la vida que nos lleva a la muerte, se elige el sendero que lo acorta?

 


1 Vid. Al Alvarez, El dios salvaje. Un estudio del suicidio. Trad. de Marcelo Cohen. Bogotá, Norma, 1999, p. 75.

2 Ibid., p. 102.

3 Séneca apud Georges Minois, Geschichte des Selbstmords. Frankfurt, Fischer, 2000, p. 104.

4 Vera Lind, Selbstmord in der Frühen Neuzeit. Diskurs, Lebenswelt und kultureller Wandel am Beispiel der Herzogtümer Schleswig und Holstein, Göttingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 1999, p. 41.

5 Leopold Avenbrugger apud P. J. C. Debreyne, Del suicidio considerado bajo los puntos de vista filosófico, religioso, moral y médico, p. 16.