Lavender Dream, 2021

 

In memoriam,

Evelia Pedroza de Aranda.

 

Anoche soñé con una anciana. En silla de ruedas. Las piernas mudas, lo mismo que los labios, que apenas se mueven. Las manos dibujadas con vetas azules y blancas y pardas, una combinación que sugiere una piel otrora tostada por un sol costeño, hoy guardada bajo sábanas blancas; ese blanco que susurra, casi avergonzado, enfermedad, dolencia, antesala de muerte. Aquel cuerpo está sepultado bajo frazadas que libran una guerra contra las filosas dagas del aire de otoño, un aire demasiado jovial, demasiado fresco para la frágil llama que anima esa vida en franca retirada. La anciana, sentada en su silla, en la calle. Mediodía. El sol cala sin quemar, con un brillo que achica los ojos. Ella, empero, no se inmuta: su mirada parece trascender la inmediatez del aquí, intuyendo una vida que se anuncia sin llegar, que se presiente sólo a través del dialéctico debilitamiento de esta realidad que, en ocasiones, le parece más bien mera apariencia, especialmente cuando lo contempla a él, mitad sueño, mitad aparición, y le habla y le recuerda y le ama, y en el rebrote de ese amor aquel que se fue la acaricia y la besa y la llama, y es esa fuerza centrífuga que la catapulta a otro registro de lo real la que fija su mirada.

Su mirada regresa un momento. Me mira. En la intimidad del encuentro de miradas entiendo que quiere hablarme. Me acerco, dejando que el hilo de su voz bañe mi oído como delicado rocío. Cierro los ojos, concentrado, dispuesto a deleitarme con las últimas palabras de esos labios cien veces quebrados por el tiempo. No sin sorpresa recibo el mensaje: quiere una nieve, de melón. Su mirada se ha topado con una heladería que ha despertado Dios sabe qué resorte memorístico, convirtiéndola nuevamente en sujeto deseante, en cuerpo. Algo dentro de mí se remueve, como si, poseído por las Moiras, se me revelara que el final está cerca. Atravieso, pues, la calle, abandonando a la vieja, poseído por la idea de hacer realidad ese último deseo. Me veo apurando a un pobre hombrecillo que, con guantes de plástico y gorro blanco, cumple a regañadientes mis desesperadas instrucciones. El pánico recorre mis labios, secos y entumecidos: necesito regresar y verla todavía con vida. 

A mi regreso, la cadencia acelerada de mi respiración es saludada por el quejumbroso latido de su corazón. Vive. Me espera, con sus ojos abiertos que parecen querer tragarse ese momento. Acerco a sus labios la cuchara. Ella come. Y me sonríe. Y muere. Y yo sólo puedo llorar. 

Despierto sin lágrimas, con los ojos secos y el cansancio propio de este tiempo de barbarie. Y te recuerdo. Ya no una anciana, sino . Tú, que te fuiste apenas, dejando que las sábanas se convirtieran en sudario, las bendiciones en extremas unciones, los hasta luego en para siempre. El llanto se me niega en este tiempo sin tacto, en esta realidad sin presencia; tiempos extraños, donde el miedo refrena y acalla los abrazos, y la cercanía es pecado y crimen y exceso, y la vida es reducida a mera supervivencia. Pude verte sólo desde esta minúscula ventana, la misma que ha reducido la existencia a ensayo y provisionalidad, a espera, a sueño de una libertad que quizá no volverá. Quedé reducido a estúpida vigilia, acertando apenas en gritarte un adiós desde mi soledad, esperando que el viento te lo llevara como un beso, o que un ángel lo recogiera y te lo diera como corona de flores a tu entrada en la eternidad. 

Quizá sea sólo en el sueño donde puedo tocarte y asirte; quizá sea el sueño el último escape en un mundo que perdió, finalmente, la cabeza. Ahí, en el sueño compartido, puedo hablarte y abrazarte, y me sonríes cándida y no detrás de un velo. Quizá sea verdad que esta vida se nos va apagando mientras el sueño gana realismo frente a una existencia suspendida. En cualquier caso, la vida es hoy no menos urgente, no menos irrenunciable que lo ha sido siempre. Despierto y pongo un pie en este mundo sin abrazos y el otro en el sueño, donde tú y tu risa siguen vivas, donde te lloro y me consuelas. Y ya no hay luto, ni sepulcros, ni despedidas, sino tu recuerdo y compañía. Cada vez que mis ojos se cierran y la realidad se apaga, te encuentro de inmediato, ahí, en esa grieta metafísica donde la pregunta por tu presencia me devuelve una sonrisa. Tu sonrisa. 

 


Ilustración cortesía de Ogeday Çelik: “Lavender Dream”, 2021.